Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses. Misa de Acción de Gracias con ocasión del 125 aniversario del Colegio San Hermenegildo de Dos Hermanas. Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Lecturas: Núm 21, 4b-9; Sal 77; Flp 2, 6-11; Jn 3, 13-17
Saludos. Queridos sacerdotes, directivos y educadores, personal de administración y servicios, familias, alumnos y antiguos alumnos: celebramos con profunda alegría y gratitud los 125 años de esta casa educativa —“Los Frailes”, como cariñosamente la conoce Dos Hermanas— en el día en que la Iglesia eleva la mirada a la Cruz gloriosa del Señor. No podía haber mejor marco para hacer memoria y renovar la misión: la Cruz es cátedra de sabiduría, altar de amor y tronco fecundo del que brota la esperanza; ante ella aprendemos a mirar, a creer, a servir y a educar.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos conduce por el camino del seguimiento de Cristo. En el desierto, el pueblo “habló contra Dios y contra Moisés” y fue mordido por las serpientes abrasadoras; el Señor indicó a Moisés: «Haz una serpiente colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (cf. Núm 21, 4b-9). La mirada obediente y confiada sanaba. El salmo 77 nos enseña a hacer memoria de las obras de Dios “para contarlas a la próxima generación”, para que los hijos “pongan en Dios su confianza”. San Pablo nos revela el corazón del Redentor: “siendo de condición divina… se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8); y el Evangelio proclama la fuente de nuestra esperanza: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único… para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 16-17).
Queridos hermanos, aquí está la gran lección para una comunidad educativa que cumple 125 años: la escuela cristiana enseña a mirar, a recordar, a servir con humildad y a creer en el Amor. La pedagogía de la Cruz no es derrota; es elevación. “Exaltación” significa precisamente eso: que el Crucificado es levantado para atraer a todos hacia sí (cf. Jn 12, 32). Una escuela que contempla la Cruz aprende a mirar de frente la realidad, a no esconder el sufrimiento, a transformar las heridas en manantiales de amor y a custodiar la verdad que salva.
Este aniversario nos invita a contemplar el pasado con gratitud. Apenas una década después de la fundación de la Congregación de los Terciarios Capuchinos por el venerable fray Luis Amigó, llegaron a Sevilla los padres José María de Sedaví y Manuel de Alcalhalí con la audacia de la fe. Gracias a la ayuda generosa de bienhechores —entre ellos doña Dolores Armero y Benjumea— se adquirieron las fincas del pago de la Carraholilla; en 1900 se colocó la primera piedra de la Colonia de San Hermenegildo, y en 1927 se consagró la capilla, obra del arquitecto Manuel Peris. En 1905, el primer alumno de esta casa, el beato Bienvenido María de Dos Hermanas, profesó como religioso; años más tarde sería beatificado por San Juan Pablo II: fruto precioso que nos recuerda que la vocación de la escuela católica es siempre la santidad y el servicio.
Permitidme subrayar tres aspectos que brotan de la Fiesta que hoy celebramos, y que pueden ayudar en vuestra misión presente y futura. En primer lugar, mirar y vivir (cf. Núm 21, 4b-9). “Quien miraba la serpiente de bronce, vivía”. Se trataba de elevar la vista por encima de la queja y la desesperanza, confiar, y dejar que Dios sanara. En la escuela católica, mirar al Crucificado significa mirar a cada alumno con la misericordia de Dios. Hay miradas que hieren y hay miradas que curan; la mirada del educador cristiano levanta, restaura, otorga dignidad. El Carácter Propio amigoniano nos lo recuerda cuando propone el estilo del Buen Pastor, que conoce por su nombre, no etiqueta, acompaña procesos, y sale en busca del que se queda atrás.
Este “mirar para dar vida” se traduce en tiempos de tutoría, escucha paciente, programas de acompañamiento, inclusión real de quien tiene dificultades familiares, emocionales o académicas. Mirar y vivir es también enseñar a los jóvenes a contemplar la realidad con inteligencia y corazón: a no rendirse ante el dolor, a no idolatrar el bienestar, a descubrir en la Cruz el sentido del esfuerzo, del estudio, de la disciplina, del perdón. En un mundo que busca atajos, la Cruz educa la perseverancia; en una cultura de lo inmediato, la Cruz educa el tiempo interior y el sacrificio que hace fecunda la vida.
En segundo lugar, hacer memoria y transmitir. El salmo 77 nos lo señala: “No lo ocultaremos a sus hijos; lo contaremos a la generación venidera… para que pongan en Dios su confianza” (Sal 77, 4.7). La escuela católica es el lugar donde la memoria se convierte en futuro: memoria de la fe de los mayores, de la historia de esta casa, de los educadores que han gastado su vida, de las familias que han confiado, de los antiguos alumnos que son hoy fermento en la sociedad. Celebrar 125 años es decir en voz alta que vale la pena educar; que cada curso, cada clase, cada examen, cada recreo, están preparando una historia más grande.
Queridas familias, la Iglesia os reconoce —así lo afirma el Concilio Vaticano II— como los primeros y principales educadores (cf. Gravissimum educationis, 3). La escuela colabora con vosotros y crea “un ambiente comunitario animado por la caridad y la libertad evangélicas” (cf. ibíd., 8). La memoria viva de la fe se transmite, ante todo, en casa: en la oración sencilla, en el perdón pedido y otorgado, en la mesa compartida, en el ejemplo silencioso. El colegio está para sumar, para ayudar a que esa memoria se haga cultura, criterio, proyecto, vida.
En tercer lugar, descender para elevar (cf. Flp 2, 6-11) y creer para vivir (cf. Jn 3, 13-17). “El que era de condición divina… se despojó… se humilló… por eso Dios lo exaltó” (Flp 2). He aquí la clave del oficio de educar: autoridad que se hace servicio. Un educador cristiano no domina ni se impone; sirve, acompaña, se deja gastar. El aula no es escenario de poder, sino espacio de encuentro donde la verdad se propone con claridad y se testimonia con humildad. Esta kénosis de Cristo inspira a todo el personal del centro: profesores, directivos, administración y servicios. Cuando uno se vacía de egoísmos, queda espacio para el alumno; cuando se elige la humildad, florece la confianza; cuando se sirve, se eleva.
Y el Evangelio nos ofrece la fuente: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). Educar, en clave cristiana, es introducir en el asombro ante este Amor. No se trata, en primer lugar, de normas y resultados, sino de una experiencia que salva: saberse amados, aprender a amar, y creer que en Cristo hay vida para todos. Esta fe no huye del mundo, lo transforma desde dentro.
El papa Francisco nos convocó a un Pacto Educativo Global: una alianza amplia para “poner a la persona en el centro”, tejer relaciones, escuchar, dialogar y servir, haciendo de la educación motor de fraternidad. Esa “aldea de la educación” de la que nos hablaba el Papa encuentra en la Cruz su mejor símbolo: los brazos abiertos de Cristo nos llaman a sumar —familias, escuela, comunidad cristiana, instituciones públicas, mundo del trabajo y de la cultura—, a cuidar de los más frágiles, a ensanchar el corazón.
Benedicto XVI, por su parte, nos advirtió de una “emergencia educativa” y recordó que sólo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación. En un contexto que relativiza la verdad, la escuela católica está llamada a ofrecer un camino de verdad, bien y belleza: una propuesta integral que unifique vida y estudio, fe y cultura, razón y caridad. Además, la Iglesia ha subrayado recientemente la importancia de custodiar la identidad de la escuela católica precisamente para sostener el diálogo verdadero. Un centro educativo con identidad clara está en mejores condiciones de dialogar, cooperar y servir a todos.
Queridos hermanos: que el 125º aniversario no sea meta, sino nuevo comienzo. Damos gracias a Dios por los religiosos amigonianos que sembraron con valentía; por las familias benefactoras que creyeron en este proyecto; por generaciones de profesores y personal que han gastado su vida con amor; por los sacerdotes que han sostenido la pastoral; por tantos alumnos que hoy son buenos cristianos y honrados ciudadanos. Damos gracias por lo recibido y ofrecemos al Señor el futuro, pidiéndole la gracia de perseverar con fidelidad creativa.
Encomendamos este colegio a San Hermenegildo, joven valiente; a la Santísima Virgen, que estuvo de pie junto a la Cruz y es Madre y Maestra; y a fray Luis Amigó, para que os alcance la gracia de educar con corazón de padre y de madre. Que la señal de la Cruz marque vuestras aulas, vuestros hogares y vuestros corazones. “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…” (Jn 3,16). Bajo este amor —que no fracasa— seguiremos haciendo camino. Así sea.
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