Homilía de mons. Saiz en el octavo día de la novena a la Virgen de los Reyes (13-08-2022)

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Homilía de mons. Saiz en el octavo día de la novena a la Virgen de los Reyes (13-08-2022)

María, Reina de todos los Santos

Saludos. Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Señor Deán Presidente y miembros del Cabildo Catedral; sacerdotes concelebrantes, diáconos, miembros de la vida consagrada; Asociación Virgen de los Reyes y San Fernando; hermanos y hermanas presentes. Día octavo de nuestra Novena, en que celebramos el domingo XX del Tiempo Ordinario. En el evangelio de este domingo hay una expresión de Jesús que llama nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división” ¿A qué se refiere el Señor con estas palabras?

Significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Es fruto de una lucha constante contra el mal; por eso, quien quiera resistir al mal y permanecer fiel a Dios, debe afrontar incomprensiones que pueden llegar incluso a la persecución. El cristiano se puede convertir, en ocasiones, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de la propia familia. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. El cristiano es un instrumento en el mundo de la paz de Cristo, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario, venciendo el mal con el bien, con la ayuda de María Santísima.

Hoy contemplamos a la Virgen de los Reyes como Reina de todos los santos. Comenzamos recordando que, tal como está recogido en el libro del Levítico, el Señor mandó a Moisés que comunicase a los israelitas este mensaje: «sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Jesús hizo la misma llamada al final del sermón de la montaña, como recapitulación de toda su enseñanza: «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Por último, san Pablo, al explicar el gran proyecto salvador de Dios, afirma que el Padre «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuéramos santos e intachables ante él por el amor» (Ef 1,4).

El Concilio Vaticano II puso mucho énfasis en la llamada universal a la santidad. Es la misma para todos, cada uno en su género de vida y ocupación concreta; es un camino que cada uno debe recorrer según el don que ha recibido y la misión que le ha sido encomendada[1]. San Juan Pablo II recordó en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, que el camino pastoral en el tercer milenio debía situarse en la perspectiva de la santidad como fundamento de la programación pastoral que correspondía al iniciar el nuevo milenio[2]. El papa Francisco ha vuelto a ponerla de actualidad con su exhortación apostólica Gaudete et exultate. La perspectiva que nos propone sobre la santidad y la misión de la Iglesia del siglo xxi se puede sintetizar de esta manera: la misión es el impulso más fuerte que puede encontrar la Iglesia para redescubrir su propia santidad y volver a escuchar la llamada a ser más santa[3].

No nos podemos refugiar en las limitaciones personales o en las dificultades ambientales para eludir esta llamada. Tampoco sirve la excusa de que por tratarse de una meta tan extraordinaria, está reservada a unos pocos privilegiados, y resulta inalcanzable para la gran mayoría de cristianos. La llamada a la santidad concierne a todos los bautizados y debemos tener la valentía en primer lugar de escucharla, creerla y responder, y después, de proponerla a los demás con convicción y con esperanza[4].

Todos los presentes tenemos una misión educativa en la vida: pastores, padres, profesores, catequistas, monitores, etc. Todos tenemos influencia, de alguna manera, los unos sobre los otros. Resulta ilustrativo lo que en el ámbito de la pedagogía se denomina efecto Pigmalión. Según este principio, la forma como miramos y tratamos a los demás está influida por las expectativas que hemos depositado sobre ellos. Y, al mismo tiempo, se produce una especie de influencia sutil por la que su progreso suele ser proporcional a las expectativas que en ellos se han depositado. De ahí que sea tan importante poner la confianza en los demás, en sus potencialidades, en la obra que Dios puede realizar en ellos. De esta manera, ya estamos haciendo una llamada al cambio, a la conversión, al crecimiento personal, y de ahí la importancia de proponer un ideal de altura en lugar de conformarse con una propuesta de mediocridad. Al leer los evangelios comprobamos que Nuestro Señor utiliza continuamente esta pedagogía.

¿Cómo llevar a la práctica el camino de la santidad? En primer lugar, a través de la vida de fe: el cristiano ha de vivir su unión con Cristo por medio de la oración, de la recepción de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, y de la escucha de la Palabra de Dios[5]. En segundo lugar, a través de la formación, siempre necesaria para profundizar y dar razón de la fe y de la esperanza. Y por último, por medio de la acción apostólica, que deriva de la misma naturaleza del ser cristiano y del envío misionero de Jesús. El cristiano es santificado por Dios las 24 horas del día, porque en todo momento vive unido al Señor: en la oración y en el trabajo, en el estudio, en la diversión y también en el descanso, porque como dice el salmo: «Dios lo da a sus amigos mientras duermen» (Sal. 127, 2).

En nuestro proyecto de vida cristiana y en la programación pastoral de la Iglesia hay un principio teológico esencial: La primacía de la gracia. Hay que superar la tentación de pensar que los resultados dependen de nuestras capacidades y esfuerzos[6]. El esfuerzo humano es inútil sin la ayuda de Dios. Recordemos el salmo 127: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Sal 127,1). Hagamos memoria también del episodio de la pesca milagrosa, cuando los discípulos no han recogido nada después de haber estado bregando toda la noche (cf. Lc 5,5). Cuando Jesús acaba de hablar indica a Pedro que reme mar adentro y eche las redes. Así lo hace, confiando en su palabra, y se produce la pesca milagrosa. Es el fruto de la humildad y de la fe, de la confianza en el Señor, de la acción de la gracia.

En el camino de santidad la Virgen María es nuestro modelo, y es modelo para la Iglesia[7]. A pesar de los pecados y flaquezas de sus miembros, la Iglesia es la comunidad de los que están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla; y en esta lucha se sienten alentados por la Virgen, que es modelo de todas las virtudes. Contemplamos a María y nos alegramos por tener una Madre tan perfecta, tan llena de gracia, y nos esforzamos por imitar su perfección. María es la toda santa, por eso en nuestra tierra la llamamos María Santísima. Representa para nosotros el modelo de la santidad auténtica, que se realiza en la unión con Cristo. Su vida terrena se caracteriza por una perfecta unión con la persona de su Hijo y por una entrega total a la voluntad de Dios.

Entramos en el hogar de Nazaret, en la escuela de María. Aprendemos a vivir la unión con Jesús, a través de los gozos, a través de las luces, a través de las dificultades y contrariedades y a través de la gloria que esperamos alcanzar junto a la Madre. Queremos reavivar nuestra fe, vivir la fe como ella, desde el abandono confiado en el Señor, aceptando su voluntad en cada momento de la vida. No tengamos miedo, porque tenemos a la mejor maestra, a María Santísima, Nuestra Señora de los Reyes, que nos lleva de la mano. Así sea.

[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium 41.
[2] Cf. San Juan Pablo ii, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte 30.
[3] Cf. Francisco, Gaudete et exsultate 20.
[4] José Ángel Saiz Meneses, Desafíos actuales a la santidad en Mª Encarnación González Rodríguez, (Ed.): La vida en el Espíritu. Ser santos por la práctica heroica de la virtud. (Madrid 2010) 21-48.
[5] Cf. San Juan Pablo ii, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte 32-39.
[6] Cf. Ibíd. 38.
[7] Cf. CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium 65; Audiencia General Juan Pablo II, 3 de septiembre de 1997.

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