Reproducimos a continuación el relato enviado por el seminarista sevillano Manuel Jiménez sobre la experiencia misionera que ha vivido este verano en Moyobamba (Perú).
Cuando aterrizamos en la ciudad de Tarapoto, al norte de Perú, el pasado 1 de julio, no teníamos la sensación de haber recorrido más de 10.000 kilómetros de distancia desde que salimos de España. Pero, al abandonar nuestro avión y pisar tierra firme, comprobamos que nos encontrábamos en un país muy diferente del nuestro. En él estaríamos cinco semanas, en las que viviríamos una gran aventura. La misión había comenzado.
D. Diego Román, sacerdote de Las Cabezas de San Juan, vino a recogernos al aeropuerto a los cinco misioneros que habíamos llegado desde Sevilla: D. Javier Nadal –vicerrector del Seminario Menor−, Antonio Muñoz, Eduardo Vega y Manuel Jiménez–seminaristas− y Pablo Plasencia –profesor de religión−. Todos, junto con Chana Rengifo –secretaria de D. Diego−, nos montamos en el «carro del padrecito», a altas velocidades por las «carreteras» de la región San Martín, en el inicio de la selva amazónica peruana.
Llegamos en primer lugar a Moyobamba, capital de dicha región, donde está la sede episcopal de la Prelatura del mismo nombre. Nos recibieron muy calurosamente D. Rafael Escudero –el obispo prelado− y todos los sacerdotes que trabajan allí, muchos de ellos procedentes de Toledo. Pero nuestra residencia habitual se ubicaría en Jepelacio, un pueblo situado a unos 15 kilómetros de Moyobamba.
Nuestra labor a lo largo de estas cinco semanas ha sido la de acompañar a D. Diego en su tarea misionera en su parroquia, a la que pertenecen más de 50 aldeas. Fundamentalmente, trabajamos en Jepelacio y en Shucshuyacu, las dos poblaciones mayores, celebrando allí los sacramentos, dando catequesis y charlas, hablándoles a los niños y jóvenes en la escuela y en el colegio, organizando juegos –hubo incluso un campeonato de fútbol y de voleibol−, visitando familias o haciendo un programa de radio en la emisora local.
Momentos muy especiales fueron las salidas a las comunidades más alejadas, a las que llegábamos caminando o en mulas por paisajes de selva espectaculares. D. Diego solamente puede visitar algunas de ellas una o dos veces al año, por lo que es muy importante la figura del animador, que organiza la liturgia y la catequesis en ausencia del sacerdote. Las celebraciones en estas comunidades eran siempre auténticas fiestas; en las Eucaristías solía haber también Bautizos, Primeras Comuniones, e incluso Confirmaciones y Matrimonios. Por ejemplo, en una aldea llamada San Andrés celebramos el 11 de julio seis sacramentos. Una pareja, que llevaba conviviendo 65 años y que acudía a la boda de uno de sus 14 hijos, decidió casarse también ese día. Y ambos contrayentes, además, se confesaron, se confirmaron y recibieron la Primera Comunión y la Unción de Enfermos.
Recordamos con especial emoción el retiro de jóvenes que hubo en Shucshuyacu del 18 al 20 de julio. Acudieron más de 100 chicos y chicas de distintas aldeas para tener unos días de oración, convivencia, formación y juegos. Nos llamaron la atención sus ganas de conocer más a Dios y su fe tan alegre. También participamos en el encuentro de animadores que tuvo lugar en la Prelatura del 20 al 25 de julio. Fueron unos días de formación para ellos, en los que se tuvo presente el problema de las sectas, que tanto daño hace a la Iglesia Católica de Perú.
En la última semana vivimos una de las experiencias más impactantes del viaje. Visitamos durante cuatro días las aldeas de Vía Salvador, Flor de Selva, Monterrico y La Unión, alojándonos en las casas de sus animadores, celebrando los sacramentos y convocando catequesis. Fueron etapas de largas caminatas, pero el Señor compensaba el esfuerzo al encontrar a comunidades tan vivas y tan necesitadas de la Palabra de Dios.
Nuestra despedida de Jepelacio tuvo lugar el sábado 2 de agosto, con una procesión con una cruz misionera de madera que encargamos a un carpintero local y la imagen de la Virgen. Participaron muchísimas personas del pueblo –entre ellos más de cien niños− que nos mostraron efusivamente su cariño. En las Eucaristías del domingo 3 les expresamos a las comunidades de Jepelacio y de Shucshuyacu nuestra gratitud por su acogida tan calurosa, por su generosidad y por todo lo que hemos aprendido de ellos −¡que es muchísimo más de lo que les hayamos llevado nosotros!−. El lunes 4 tomamos nuestro avión de regreso en Tarapoto y, después de un día de turismo en Lima, pisamos suelo español el 7 de agosto a las 4.30 de la madrugada.
Los cinco misioneros, D. Javier, Pablo, Antonio, Eduardo y Manuel, hemos regresado a nuestros hogares sabiendo que el Señor ha tocado profundamente nuestros corazones en nuestra estancia en Perú. Allí era muy fácil encontrarse con Él: en la naturaleza, en la fe sencilla de unas personas que siempre hablan de Dios, en su Evangelio que se hace especialmente real. Allí se vive la grandeza y la catolicidad de nuestra Iglesia, a la que tenemos la inmensa fortuna de pertenecer. Y allí se descubre la necesidad real del anuncio de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, de las vocaciones a la vida sacerdotal y misionera. Recomendamos fuertemente esta experiencia a todo aquel que se sienta llamado a realizarla, al menos una vez en la vida, porque cambia la vida para siempre.