No se trata de algo extraño o fuera de lo normal, pero sí fuera de lo común y contrario a la corriente del mundo, en cierto modo beligerante con el ámbito sociopolítico actual. Tristemente, ni los números de las estadísticas, ni los medios de comunicación de amplia cobertura amparan esta vocación personal de origen divino. Pero el sacerdocio no es de tristes, el cura no es una persona pusilánime que se deja llevar por pensamientos fugaces.
El sacerdote es una persona con los pies en la tierra y con el alma en el cielo, un cristiano que tiene el corazón enamorado del Señor y entrega su vida por entero a Dios. Y todo esto se cuece en el Seminario. El tiempo de formación es una oportunidad enriquecedora de crecer en trato con el Señor –la oración, dimensión espiritual–, en conocimiento de Dios –la formación académica, dimensión intelectual–, en madurez personal –dimensión humana–, en fraternidad y compañerismo –dimensión comunitaria–, y en desapego y entrega plena –dimensión pastoral.
El Seminario ha de pasar por los candidatos y no al contrario, pues los años de formación y crecimiento han de marcar a los futuros sacerdotes y dejar huella en aquellos seminaristas que entregan su vida para servir a Dios y a todos, creyentes y no creyentes. No cabe duda, ser sacerdote es algo extraordinario: una llamada de Dios que el hombre acoge con alegría y plena disposición.
Teodomiro Ortega Fernández
Seminarista de 4º curso