Carta del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo
Celebramos en este domingo la fiesta del Bautismo del Señor, acontecimiento
que cierra la vida oculta e inaugura su vida pública. Ya desde los primeros siglos, la
liturgia oriental celebraba con gran solemnidad este hecho importante de la vida de
Jesús. En la Iglesia latina, sin embargo, era simplemente un aspecto más de la
solemnidad de la Epifanía. La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II crea esta
fiesta, situándola en el primer domingo después de Epifanía, dándonos a entender
que es como una prolongación de aquella, es decir, una de las grandes
manifestaciones del Señor al mundo.
Los signos del cielo que tuvieron lugar en aquel momento transcendental de
la vida de Jesús debieron impresionar tanto a los testigos del acontecimiento hasta el
punto de que los cuatro evangelistas lo narran. Por otra parte, la teofanía maravillosa
en la que el Padre declara que Jesús es el Hijo amado, el predilecto, mientras el
Espíritu Santo unge a Jesús en el comienzo de su ministerio público, es la prueba más
palmaria de su mesianidad y el más seguro refrendo de su divinidad. El relato del
Bautismo del Señor es además para la Iglesia primitiva la mejor catequesis sobre el
significado del bautismo cristiano.
Efectivamente, la fiesta del Bautismo del Señor evoca el día de nuestro
bautismo, el día más importante de nuestra vida, aquella fecha magnífica que todos
deberíamos conocer y celebrar más incluso que el día de nuestro nacimiento físico.
En aquel día grandioso fuimos purificados del pecado original y lo que es más
importante, fuimos consagrados a la Santísima Trinidad, que vino a morar en
nuestros corazones. En aquel día memorable recibimos el don de la gracia
santificante, el mayor tesoro que nos es dado poseer en esta vida. Es la vida divina
en nosotros, que nos permite formar parte de la familia de Dios como hijos bien
amados del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el Espíritu. En aquel día fuimos
incorporados al misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, sacerdote, profeta y
rey, y en consecuencia, recibimos una participación de su sacerdocio real y de su
condición de profeta, que nos habilitó y destinó al culto, a ofrecer sacrificios gratos
a Dios por Jesucristo, y a testimoniarlo con obras y palabras. Al mismo tiempo, al
incorporarnos a Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, quedamos incorporados a la
Iglesia, la porción más valiosa de la humanidad, la Iglesia de los mártires, de los
confesores, de las vírgenes, la Iglesia de los héroes y los santos, que han dado la vida
por Jesús y que nos estimulan con su ejemplo en nuestro caminar.
El recuerdo de nuestro bautismo en esta fiesta del Bautismo del Señor hace
brotar en nosotros un primer sentimiento: la gratitud al Señor que permitió que
naciéramos en un país cristiano y en el seno de una familia cristiana, que en los
primeros días de nuestra vida pidió para nosotros a la Iglesia la gracia del bautismo.
Una segunda actitud es el gozo. Hemos de recordar ese día transcendental en nuestra
vida con una profunda alegría interior.
Un tercer sentimiento debe ser la responsabilidad. De ahí las preguntas que en
esta fiesta todos nos debemos formular en la intimidad de nuestros corazones: ¿El
bautismo es algo vivo, actual, que compromete mi vida de cada día o es el mero
recuerdo de un suceso del pasado? ¿Vivo con confianza y alegría mi condición de
hijo de Dios, Padre bueno y providente, que se preocupa de mí y me mira con ternura?
¿Mi vida está organizada como una respuesta a la alianza que sellé con el Señor en
aquella fecha memorable? ¿Soy consciente de que la gracia santificante es un tesoro
que debo cuidar cada día? ¿Cultivo la amistad y la intimidad con el Señor? ¿Vivo
con hondura la fraternidad, con la conciencia de que mis semejantes son también
hijos de Dios y hermanos míos? ¿Vivo con gratitud, con amor y con orgullo mi
pertenencia a la Iglesia, hogar cálido y mesa familiar que me acoge y acompaña en
mi vida de fe?
Termino ya recordándoos que aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad
es la exigencia más radical de nuestro bautismo, en el que fuimos constituidos como
verdaderos hijos de Dios, partícipes de la divina naturaleza y, por lo mismo,
realmente santos, con la santidad que los teólogos llaman ontológica, llamada a
completarse con la santidad moral, que debe ser nuestro único proyecto vital. Dios
quiera que la fiesta del Bautismo de Jesús signifique en nuestras vidas aquello que
pedimos al Señor en la oración colecta de este día: “Concede a tus hijos de adopción,
renacidos del agua y del Espíritu santo, la perseverancia continua en el
cumplimiento de tu voluntad”. Este es mi deseo y mi augurio para vosotros, en los
comienzos del nuevo año de gracia que el Señor nos ha concedido.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla