Unidos ante la crisis

Carta del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo

Queridos hermanos y hermanas:

La crisis en la que estamos inmersos como consecuencia de la pandemia de COVID-19
nos hace rememorar aquella otra crisis económica de hace no pocos años. Muchos
hermanos nuestros aún no se han recuperado de esta última coyuntura y esta tiene una
perspectiva más pavorosa.

Hemos vivido unas tristísimas circunstancias: millares de muertos solos en los hospitales,
sin la compañía de sus seres queridos, centenares de miles de enfermos, la angustia de los
médicos y del personal sanitario que se han desvivido por atender a todos, lo mismo que
los demás servidores públicos. Desde las dos últimas guerras mundiales, la humanidad
no había sufrido una tragedia semejante. Por ello, os invito a todos a levantar los brazos
intercediendo por nuestro pueblo y por toda la humanidad, pues como nos dice San Pablo
en su carta a los Hebreos, “no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de
nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el
pecado. Por eso, acudamos confiados ante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia
y encontrar gracia para el tiempo oportuno” (4,15-16).

Vuelve a urgir trabajar por la implantación de una sociedad más humana. El primer paso
es redescubrir la ley natural, concreción de la ley eterna para la criatura racional. Hemos
de redescubrir además la relacionalidad como elemento constitutivo de la propia
existencia. El hombre es el único ser de la creación capaz de dar una acogida
incondicionada y un amor infinito a sus semejantes, un ser llamado a vivir en relación, un
ser para los demás, que debe considerar al otro como alguien de su propia familia, como
alguien que le pertenece.

Urge, pues, que todos favorezcamos el rearme moral de la sociedad y que la Iglesia, las
instituciones del Estado, de la sociedad civil y la escuela luchen por fortalecer la
conciencia de que todos formamos parte de una única realidad, fomentando los valores
de la fraternidad, la acogida, la solidaridad, la preocupación por los otros, especialmente
por los pobres, poniéndonos de su parte y en su lugar, apeándonos, como el Buen
Samaritano, de nuestra cabalgadura para arrodillarnos ante el empobrecido y el que sufre,
para curarle y vendarle tantas heridas. Hay que favorecer también el principio de legalidad
y la ejemplaridad de las instituciones y representantes públicos.

Mucho puede hacer en este campo la familia y la escuela, educando a los niños en la
fraternidad, en la experiencia de la generosidad y el descubrimiento del prójimo. Mucho
puede hacer la Iglesia anunciando el Evangelio de la paz, la justicia y la fraternidad,
recordando que todos los hombres somos hermanos, hijos del mismo Padre, salvados por
la misma sangre redentora de Cristo. Mucho pueden hacer y están haciendo las
instituciones de la Iglesia, socorriendo a los pobres en sus necesidades primarias, desde
las Cáritas diocesanas y parroquiales, desde las obras sociales de los religiosos, desde
otras instituciones de matriz cristiana, y desde la acción social de nuestras hermandades.
Mucho está haciendo la Iglesia acogiendo fraternalmente a quienes emigran de sus países
a causa de la pobreza o la violencia, y reclamando a las administraciones públicas que
desarrollen sistemas de plena integración en el tejido social, de modo que los autóctonos
y los que llegan de fuera sientan el lugar donde residen como la casa común.

Para nadie es un secreto que en nuestros barrios sevillanos y en nuestros pueblos hay
mucho sufrimiento y dolor como consecuencia del paro, todo agravado por esta crisis
sanitaria en la que nos encontramos. Sigue siendo tristísima la situación de más de la
mitad de nuestra juventud, sin horizontes y sin futuro. En esta coyuntura henchida de
desesperanza, es preciso reforzar la solidaridad. Es una exigencia de caridad y justicia
que en los momentos difíciles quienes tienen más se ocupen de los que viven en
condiciones de pobreza. Las instituciones deben asegurar el apoyo especial a los parados,
a las familias, especialmente a las numerosas, a los jóvenes, los más castigados por la
falta de trabajo. A los ciudadanos les corresponde cumplir honradamente las leyes por un
elemental sentido de la justicia distributiva. Por ello, reitero que es injustificable el fraude
fiscal, la evasión de capitales, la corrupción y el enriquecimiento ilícito.

Por último, en esta hora es más urgente que nunca recordar la necesaria ejemplaridad de
los responsables de las administraciones públicas, que han de ser especialmente
transparentes y escrupulosos en la gestión de los recursos. El descuido del bien común, la
corrupción y la apropiación de lo que es de todos escandaliza a las personas de bien,
especialmente a los que han perdido su trabajo o su modus vivendi, desacredita a la clase
política, salpica a los políticos honrados, produce desánimo y hastío en la sociedad y
disminuye las defensas éticas en una sociedad ya de por sí debilitada en el campo de los
valores morales.

Estos meses hemos comprobado cómo las circunstancias vividas han suscitado en nuestro
pueblo los sentimientos más nobles de compasión, cercanía, solidaridad y ayuda
generosa, sintiéndonos un pueblo unido por la fraternidad humana y cristiana. Se dice, y
es verdad, que ha aflorado lo mejor de nosotros como pueblo. Nos esperan, sin embargo,
tiempos muy duros una vez que desparezca la epidemia con una sociedad hundida y
deprimida. En esta hora, los cristianos debemos ser hombres y mujeres de esperanza,
sembradores de esperanza, confiando en las promesas de Dios y en su amor, pues no se
ha olvidado de nosotros.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

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