Intervención del Arzobispo de Sevilla en la celebración del XXV aniversario de la declaración por la UNESCO de la Catedral, el Alcázar y el Archivo de Indias, como Patrimonio de la Humanidad.
Nos hemos reunido para conmemorar el XXV aniversario de la declaración por la UNESCO de nuestra Catedral, el Alcázar y el Archivo de Indias, como Patrimonio de la Humanidad. Agradezco la invitación a pronunciar unas palabras sobre la Magna Hispalensis. Lo hago con gusto, porque se trata de la iglesia catedral, madre de todas las iglesias de la Archidiócesis a la que sirvo, templo y cátedra del obispo. Efectivamente, la iglesia catedral es el lugar en el que éste ejerce su magisterio y su función de pastor. Por ello, es la primera iglesia de la Archidiócesis, que alcanza su significado más pleno cuando el obispo celebra la Eucaristía rodeado de su presbiterio y de los ministros, con el concurso y la participación activa de los fieles.
2. Así se explica su magnificencia y majestuosidad, pues es la morada de Dios, que siempre merece lo mejor, lugar cargado de belleza material, que permite balbucear la infinita hermosura del rostro de Dios. Esta fue la intención del Cabildo sevillano, cuando el 8 de julio de 1401 decide construir el actual templo, dado el precario estado de conservación de la antigua mezquita almohade, como consecuencia del terremoto acaecido en 1356. La tradición oral sevillana atribuye a los canónigos esta decisión: «Hagamos una Iglesia tan hermosa y tan grandiosa que los que la vieren labrada nos tengan por locos». Lo cierto es que el acta capitular de aquella fecha deja consignado que la nueva iglesia debía ser «una tal y tan buena, que no haya otra su igual».
3. Expertos aquí presentes podrían glosar mejor que yo sus valores estéticos y culturales. Séame permitido referirme a su esencial significado teologal, para decir que la gloria de Dios es el valor supremo que justifica antes que otros la existencia de nuestra catedral que, como todos los bienes culturales de la Iglesia, nacen en primer término con una finalidad doxológica, es decir, de acuerdo con la etimología griega de la palabra, para la alabanza y la glorificación de Dios. Nuestra catedral exalta la majestad y la gloria de Dios, su amor y misericordia, que están en el origen del mundo creado y redimido. Este edificio singularísimo canta las maravillas obradas por el Dios creador y redentor y nos invita a la alabanza y glorificación de la caridad divina que se nos ha manifestado en Jesucristo. La catedral de Sevilla es como un microcosmos que reproduce el Reino de Dios, un reflejo del mundo celeste, el lugar privilegiado de la manifestación divina, epifanía del triunfo de Cristo y anuncio de su segunda venida. Siempre, pero especialmente cuando se celebra la divina liturgia, la catedral es, en frase de San Germán de Constantinopla: «el cielo en la tierra, en el que el Dios supraceleste habita y se pasea»
4. La gloria de Dios es el valor que justifica también la existencia del Cabildo, colegio de sacerdotes que, estrechamente unido a su obispo, celebra con toda dignidad las funciones litúrgicas más solemnes en nombre de la comunidad diocesana. El Cabildo y los Arzobispos han creado, acrecentado, conservado y cuidado con mimo la hermosura deslumbrante de nuestra catedral. A ellos corresponde velar para que la perspectiva cultural y el turismo no ahoguen o desvirtúen su identidad original y primigenia. Si elimináramos en nuestra catedral el dinamismo de la vida cristiana, se convertiría en un mero museo, en un monumento cuya belleza habría perdido el brillo que le es propio. Entonces sus piedras guardarían silencio porque se habría malbaratado su identidad más profunda. De poco servirán las tareas de custodia y conservación, si pierde su esencial dimensión pastoral, litúrgica y evangelizadora, que sólo se mantiene con la oración de la asamblea, con la presencia de los fieles que visitan al Señor en el tabernáculo, con la Eucaristía diaria dignísimamente celebrada, con el canto solemne de la liturgia de las horas y con los servicios pastorales que cabe esperar del primer templo diocesano.
5. Si las catedrales, como todos los bienes culturales de la Iglesia, nacieron para la gloria de Dios, fueron configurándose también para otro fin esencial, la evangelización. Así ha sido a lo largo de los siglos, si exceptuamos el breve periodo de la crisis iconoclasta. Los frescos de las catacumbas o de las basílicas paleocristianas o mozárabes, los mosaicos de las basílicas constantinianas de Roma, los iconostasios bizantinos, los frescos de las iglesias rupestres de Capadocia, las portadas románicas, las vidrieras góticas, y los grandes retablos góticos, renacentistas o barrocos han sido la litteratura laicorum, como les llamó la Edad Media, o el Evangelium pauperum, el Evangelio de los sencillos, en feliz expresión de San Gregorio Magno. La belleza es efectivamente camino de evangelización, «camino para llegar a Dios», la via pulcritudinis, que la Iglesia, en su afán por llevar la Buena Noticia de la salvación a todas las gentes, de anunciar a Jesucristo como camino, verdad y vida de los hombres, ha recorrido siempre, ya desde las catacumbas. La belleza es, en frase de San Juan Damasceno, como un lazarillo «que nos lleva de la mano hasta Dios».
6. La belleza artística de la catedral de Sevilla debe erigirse hoy para cuantos la contemplan en lenguaje de esperanza en medio de la profunda crisis de Occidente y en un verdadero camino de evangelización. Tanta belleza, nacida del manantial límpido y fecundo de la fe, tiene también hoy un valor evangelizador incontestable. Bien aprovechado es un puente tendido hacia la experiencia religiosa. Desde la contemplación de la belleza visible, será posible encontrar el camino hacia belleza invisible, es decir hacia la belleza, la verdad y la bondad que sólo se encuentra en Cristo, salvador y redentor, la única vía que nos lleva a la libertad, a la comunión y a la felicidad.
7. Como Arzobispo de Sevilla, estoy convencido que ésta es una parte esencial de la misión de nuestra catedral. En palabras del Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, «la verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que lo niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe se pueda extender, tenemos que conducirnos a nosotros mismos y guiar a las personas con las que nos encontramos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello». Efectivamente, nuestra catedral puede ser para muchas personas ajenas a lo religioso, pero siempre dispuestas a encontrarse con la bondad, la verdad y la belleza, como una antesala de la fe, prologomena fidei, que dirían los teólogos, y como una invitación a formularse las grandes cuestiones acerca del sentido de la vida.
8. Que esto no es una quimera y que el arte verdadero tiene capacidad para suscitar la nostalgia de Dios y de lo religioso lo demuestra la historia de las grandes conversiones en los siglos XIX y XX. Es el caso de Paul Claudel, Manuel García Morente y André Frossard, entre otros muchos, para quienes la belleza visible fue camino y sacramento de encuentro con la belleza invisible de Dios.
9. En las últimas décadas abundan las interpretaciones laicistas y secularizadas de nuestras catedrales, sin duda el conjunto más relevante del patrimonio cultural de Europa. El alma de las catedrales no se agota en su condición de yunque en el que se han forjado muchas ideas estéticas y no pocos estilos artísticos, ni en su condición de corazón de la ciudad y elemento imprescindible en la configuración y dinamización de los burgos medievales como «gloria et splendor civitatis», como calificara a la catedral de Chartres un viejo cronista medieval. A veces aparecen visiones prevalentemente económicas a la hora de programar las intervenciones tendentes a la conservación o restauración de las catedrales o de los edi
ficios religiosos. No pocos responsables de la cosa pública hablan de «ponerlos en valor», apuntando casi siempre a los réditos económicos para el turismo o el comercio, que nunca pueden constituir un objetivo inmediato o preferente, sino más bien una secuela.
10. No faltan además quienes, partiendo de un concepto reduccionista de la cultura, entienden el servicio cultural que presta la catedral y los grandes edificios religiosos, prescindiendo del culto, que desde esta perspectiva carecería de relevancia. La verdad es muy otra. El cristianismo no sólo ha sido creador de cultura en el pasado; lo es también en el presente. En el ejercicio del culto, es decir, cumpliendo la misión para la que fue creada, la catedral ya hace cultura desde la belleza del ceremonial, la armonía entre los gestos y los espacios celebrativos, la interpretación musical, el sonido sugerente del órgano y la piedad y unción del Gregoriano y la polifonía. En consecuencia, -y ya concluyo- toda catedral, y en nuestro caso la catedral de Sevilla, es una expresión cultural cristiana de primer orden. Cumpliendo esta primigenia función doxológica y cultual, dando gloria a Dios, nuestra catedral, como la catedral de Chartres, será también la «gloria et splendor civitatis», la gloria y el esplendor de nuestra ciudad. Muchas gracias.
Alcázar de Sevilla, 11, XII, 2012
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla