Carta del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos en este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad. En ella confesamos nuestra fe en la Trinidad santa, adoramos su unidad todopoderosa y damos gloria a Dios uno y trino porque nos permite entrar en la intimidad y riqueza de la vida trinitaria. En este domingo, contemplamos este misterio inefable y la Iglesia entera se hace confesión de la gloria de Dios, adoración y acción de gracias a la Santísima Trinidad, que nos abre sus puertas, nos introduce en su intimidad y hace que participemos de la vida divina.
Para que no olvidemos que la gloria de Dios Trinidad es nuestra vocación más profunda, viviendo como hijos del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el Espíritu, en esta solemnidad la Iglesia celebra todos los años la jornada «Pro orantibus», día especialmente dedicado a los monjes y monjas contemplativos. En esta jornada, la Iglesia y cada uno de nosotros les devolvemos con nuestra oración y nuestro afecto lo mucho que debemos a estos hermanos y hermanas, que hacen de su vida una donación de amor, una ofrenda a la Santísima Trinidad y una plegaria constante por la Iglesia y por todos nosotros.
La vida contemplativa pertenece a la entraña más profunda del cristianismo y tiene en su carta magna, su carta programática, su más radical justificación en el Evangelio, en el que leemos: “Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y sígueme” (Mt 19,21) El padre de la vida contemplativa en Occidente fue san Benito en la primera mitad del siglo VI, que en Subiaco, no lejos de Roma, construye un monasterio, dando vida a una comunidad fraterna fundada en la primacía del amor de Cristo, en la que la oración y el trabajo se alternan armoniosamente en alabanza a Dios.
Los historiadores civiles han destacado la contribución destacada de san Benito y los benedictinos a la conformación de la cultura europea, al avance de la agricultura, de las ciencias y de las artes a través de sus monasterios. Lo decisivo, sin embargo, en la vida de san Benito es la búsqueda de Dios: “Quaerere Deum”. Desde esta perspectiva, se entiende muy bien la expresión que sintetiza el programa de vida de sus monjes: «¡Nihil amori Christi praeponere!», «No anteponer nada al amor de Cristo» (Regla, IV, 21), que es más importante que la propia familia, los proyectos de futuro, la carrera, el dinero, la fama o la gloria.
A partir de la regla benedictina, en la Edad Media, surgen numerosas familias religiosas contemplativas, dedicadas a la oración y a la contemplación. Nuestra Archidiócesis tiene el privilegio de contar con treinta y cuatro monasterios, todos ellos femeninos. Son un tesoro que nunca deberían desaparecer y que todos deberíamos estimar y no sólo por los valores artísticos que atesoran. A veces aparecen visiones prevalentemente económicas a la hora de adivinar el futuro de nuestros monasterios. Se habla con frecuencia de “poner en valor” sus edificios, apuntando casi siempre a los réditos económicos para el turismo, que nunca pueden constituir un objetivo inmediato o preferente, sino más bien una secuela.
Si suprimiéramos de los monasterios el dinamismo de la vida contemplativa, los convertiríamos en un mero museo, en unos monumentos cuya belleza ha perdido el brillo y la identidad que les es propia: dar gloria a Dios, a través de la oración constante de la comunidad, de la Eucaristía diaria dignísimamente celebrada, el canto solemne y bello de la Liturgia de las Horas y de la mera existencia de las monjas, que nos recuerda que sólo Dios es Dios, que sólo Dios basta; y que nos muestran los valores perennes, como el silencio, el amor a la soledad, la fraternidad, la mortificación, la gratuidad, la donación, la hospitalidad, el servicio a los pobres y la alegría, que son los valores auténticos que dan consistencia a nuestra vida.
Pero hay otro aspecto que no quisiera soslayar: nuestros monasterios son un torrente de energía sobrenatural para la Iglesia y para el mundo. Santa Teresa de Lisieux, carmelita, doctora de la Iglesia, una de las figuras más grandes de toda su historia, fallecida en 1897 a la edad de 24 años, nos dejó escrito que los contemplativos son el “corazón de la Iglesia”, pues por ella viven, oran, se sacrifican y se inmolan, siendo para el mundo un manantial precioso de energía y de fecundidad sobrenatural, realidad ésta invisible e intangible, pero ciertamente la más importante para quienes creemos en la Comunión de los Santos. Los monjes y monjas no son inútiles ni extraños, pues, a la ciudad secular, ya que contribuyen de un modo ciertamente misterioso, a la construcción de un mundo más justo, fraterno, humano, y cristiano, tal y como Dios lo soñó.
Al mismo tiempo que felicito a nuestras monjas contemplativas y les aseguro nuestra oración y nuestro afecto, para todos mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla