Solemnidad de la Ascensión del Señor

Carta del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo

Queridos hermanos y hermanas:

En este domingo séptimo de Pascua casi toda la Iglesia celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos. Digo «casi toda la Iglesia» porque en unos pocos lugares sigue su celebración en el jueves de la sexta semana de Pascua, como ocurría antes de la reforma litúrgica. Con este traslado se perdió uno de los tres jueves que, según el dicho castellano, relucían más que el sol; pero la verdad es que con ello se eclipsó también el aparato externo de esta festividad, por ejemplo, la celebración de las primeras comuniones en muchos lugares. A ello contribuyeron además las legislaciones civiles que la consideraron un día laboral y la caída en desuso de algunos ritos muy expresivos, como el apagado del cirio pascual, que tenía lugar este día para significar que el Cristo ya no estaba en la tierra. Por eso, es conveniente que precisemos bien el carácter de este día desde el punto de vista histórico y catequético.

En la historia de la liturgia las cosas están bastante claras: la solemnidad de la Ascensión como diferente de la de Pascua empezó a celebrarse a finales del siglo IV. Pero, mientras en Jerusalén se unía con la de Pentecostés y se celebraban las dos el mismo domingo (el domingo que viene), según nos refiere la peregrina gallega Egeria en su cuaderno de notas, en otros lugares ya se le reservaba el jueves de la cuarentena pascual, que fue el que prevaleció en los antiguos sacramentarios.

Su significado, idéntico y claro en lo fundamental, lo expresaban los libros litúrgicos más antiguos con diferentes matices: así la Ascensión era interpretada por algunos como la fiesta del Verbo de Dios, que vuelve a recuperar a la derecha del Padre el lugar que tenía antes de la Encarnación, subrayando que Dios le ha hecho sentar a su derecha en el cielo. Para otros era la fiesta de la humanidad asumida por Jesús e introducida por él en el cielo. En este sentido, venían a decir que, subiendo al Cielo, Jesús ha llevado algo de nuestra humanidad al corazón de Dios. Por ello, su Ascensión es anuncio gozoso de nuestra ascensión y de nuestro retorno con Él. De ahí el tono alegre y esperanzado de esta fiesta, que se incrementa si tenemos en cuenta que, al marchar, mucho de su humanidad ha quedado entre nosotros: su Palabra, su presencia en los hermanos y en la Iglesia, sacramento de Jesucristo y, sobre todo, su presencia resucitada en la Eucaristía, que hace verdadera su promesa de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 19,20). Jesús no ha marchado sin nosotros, y nosotros no nos hemos quedado sin Él.
En su Ascensión el Señor marcha, pero quiere hacerse visible en el mundo a través de sus discípulos. En el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, san Lucas asocia estrechamente la Ascensión con el testimonio: Vosotros sois testigos (Lc 24, 48). Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra (Hech 1,8). Ese vosotros señala en primer lugar a los apóstoles que han estado con Jesús. Después de los apóstoles, en la época postapostolica el testimonio es exigible a los obispos y a los sacerdotes. Pero el vosotros se refiere también a todos los bautizados. Todo seglar debe ser en el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y un signo del Dios vivo (LG 38). Así lo entendían las primeas generaciones cristianas, que están convencidas de que lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo (Carta a Diogneto, 6).
Por desgracia, Jesús y su Evangelio siguen siendo una asignatura pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos confiado su anuncio desde las plazas del nuevo milenio. En ellas, estamos llamados a ser testigos del Dios vivo. Como nos dijera hace cincuenta años san Pablo VI, el mundo de hoy necesita más de los testigos que de los maestros, y si necesita de los maestros es en cuanto que son testigos. Hoy es relativamente fácil ser maestro, pero es más difícil ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros, verdaderos o falsos, pero son escasos los testigos.

El testigo es quien habla con la vida. Así deben ser los sacerdotes ante sus fieles, los padres ante sus hijos, los educadores ante sus alumnos, y cada uno de vosotros, laicos cristianos, en el barrio, en el trabajo, en el ocio y en la parroquia, implicados en la catequesis, en el acompañamiento de niños y jóvenes y en los catecumenados de adultos, dispuestos siempre a dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza en todo lugar y ante quien nos la pidiere. A ello nos emplaza la solemnidad de la Ascensión.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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