Carta pastoral del Cardenal Arzobispo de Sevilla, Mons. Amigo Vallejo, con motivo de la Jornada de la Vida Consagrada que se celebra el 2 de febrero. La vida consagrada puede considerarse como una "exégesis viva de la Palabra de Dios". Así lo dijo Benedicto XVI, y así se ha repetido en la Asamblea del Sínodo de los Obispos que ha tratado sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia.
La Palabra de Dios abre los ojos para contemplar la realidad de cada día, y que pueda ser vista como el Señor la ve y la quiere: "no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos" (Is 55, 8). Solo Él es la luz que alumbra a quien llega a este mundo (Jn 1, 9). Tiene potestad para transformar la vida de las personas: di una sola palabra y todo cambiará (Mt, 8 8). Asegura el gozo y la alegría: dichoso el que oye la Palabra de Dios y la cumple (Lc 11, 28). Es garantía de salvación: el que cree en mi tendrá la vida eterna (Jn 3, 15).
En esta escucha de la Palabra, que ha de ser ejercicio permanente en la vida consagrada, se aprende la más importante e imprescindible de las lecciones: conocer, con la luz del Espíritu, la Palabra viva que es nuestro Señor Jesucristo. Más que un libro para enseñar y aprender, la Sagrada Escritura es un mensaje, una carta que Dios ha enviado a los hombres, para mostrarles los caminos más justos de la existencia: ¡Haz esto y vivirás! (Lc 10, 28). Pues, "no hay esclavitud más grande que saber que tu salvación depende de este mensaje de Dios y no entenderlo" (San Agustín). Dios habla a los hombres con el lenguaje que sus mejores amigos, los redimidos por su sangre, puedan entender.
Tendremos pues que estimar la Palabra como garantía de autenticidad en la consagración a Dios, identificarse con la Palabra hecha carne en el seguimiento de Cristo, contemplar la Palabra en una conducta obediente, casta y pobre, vivir la Palabra en comunidad fraterna, llevar la Palabra en misión apostólica y guardar la Palabra a ejemplo de María.
Seducidos por la Palabra
Ante las muchas inquietudes y no pocos y sinceros deseos de encontrar los mejores caminos de fidelidad a su vocación, la persona consagrada se pregunta: ¿Qué es lo que debo buscar? Y la respuesta se encuentra en el salmo: "Tu rostro buscaré, Señor" (Sal 26, 8).
Si Dios te hizo sentir el hambre, fue para decirte que no sólo de pan vive el hombre, sino de la Palabra que pronuncia la boca de tu Señor (Dt 5, 3). Esa hambre de Dios, estimula el deseo de conocer y mueve al trabajo de rastrear las huellas de la presencia de Dios. En la Palabra se va a encontrar, no sólo un signo, sino la misma presencia de Aquel a quien se busca.
La persona consagrada escudriña apasionadamente la Palabra. En ella encuentra luz y fortaleza, sabiduría y quietud espiritual, razón de su vida y aspiración constante hacia un amor cada vez más encendido.
La Escritura es fuente de oración, guía en el conocimiento y en la alabanza. Empapado en ella, el consagrado contempla y vive, se mete en el corazón de Dios y lleva consigo, a ese lugar de ardiente reposo, el amor de sus hermanos.
La Palabra de Dios conduce hasta la comunidad y hace vivir la comunión entre todos aquellos que escuchan la voz del mismo Espíritu. Allí se aprende también a interpretarla y a vivir la existencia de cada día, sobre todo en la práctica de la caridad fraterna.
Cristo, Palabra viva de Dios
Es muy conocida esta sentencia: "Cuando se lee la Escritura es Cristo quien habla" (San Jerónimo). Orar, contemplar y celebrar, siempre siguiendo a Cristo orante. Cristo revela el sentido completo de las Escrituras. Lo esencial que nos revelan las Escrituras es Jesucristo: la verdadera Palabra de Dios, Logos, Verbum Dei, Hijo de Dios.
Jesucristo, el Verbo encarnado es quien da el último sentido a todas las acciones humanas, pues en Él Dios ha dicho la última y definitiva Palabra. "La escucha y meditación de la Palabra de Dios, dice el Perfectae caritatis, son el encuentro diario con la "extraordinaria ciencia de Jesucristo" (PC 6).
Desde la primera hasta la última página, en el origen y en la consumación del final, todo fue escrito en Él y para Él. Y así llegamos al conocimiento y al amor de Cristo. La Escritura es Palabra en la que se contempla al Verbo encarnado. Es itinerario para encontrar al que es el Camino. Es luz para hallar la Verdad.
Quien se ha consagrado incondicionalmente a Dios, no desea sino conocer y esconderse en la profundidad y en la anchura de ese amor del mismo Cristo, que supera cualquier conocimiento y lleva hasta la total plenitud de Dios (Ef 3,17 19). Mientras se va conociendo y gustando la Escritura, resplandece la manifestación de Cristo, y el deseo de amarle se hace más ardiente, Abrir la Escritura es encontrar a Cristo,
En comunidad fraterna
En la fidelidad a la Palabra se mide el grado y la intensidad de la pertenencia a la comunidad, la fuerza de la unión fraterna. Pues la Palabra es referencia constante a Cristo. Único modelo para todos, pero dado a cada uno según la medida que Dios le ha asignado por la vocación a que ha sido llamado. (2 Cor 10,13).
La comunidad cristiana, la fraternidad religiosa, escucha la Palabra y busca el conocimiento de Dios. Es la primera actividad y el más importante trabajo. Y lo realiza como comunidad, no sólo individualmente. Es una tarea de todos. Como un trabajo solidario en el que el acercamiento común a Dios va reforzando la unidad fraterna. Es conocimiento de Dios y aceptación de los hermanos. Es acercamiento y proximidad de aquellos a quienes Dios ama. Es recibir a Dios y gustar la alegría de la convivencia fraterna.
Si la comunidad consagrada es una manera de vivir y de esperar conforme al Evangelio, solamente teniendo siempre delante a la Palabra de Dios puede encontrar la razón de su existencia, y participar de una comunión que tiene como única fuente de inspiración y de conducta lo que Dios ha querido manifestar a quien sinceramente lo busca. El alimento de la comunidad fraterna no puede ser otro que el de la Palabra de Dios.
Como antorcha para el sendero y luz en el caminar, (Sal 119,105), la Palabra de Dios ha sido norma constante de vida en aquellos que buscaban sinceramente a Dios. Primero vino la Palabra, después la regla de vida. Primero fue la inspiración; después las normas que regulaban la existencia de la comunidad. Primero fue el Espíritu que hablaba; después la organización en fidelidad a ese mismo Espíritu.
Cuando la persona hace de su vida consagración a Dios y busca y medita la Palabra de su Señor, bien ha de saber que, al mismo tiempo que devora la Palabra, es devorado por el celo de la casa de Dios (Jn 2, 17). Que la Palabra es vivencia personal en el gozo de la fe, pero, también, fuerza imperiosa que quema con el deseo de ser elegido y enviado para trabajar en la viña y anunciar el Reinado de Dios.
De la contemplación de la Palabra, a la vida en el amor de los hermanos. No es un itinerario formalista, sino la consecuencia inevitable del amor conocido y vivido en Dios. La Palabra lleva y anuncia la Palabra. Orar y ver a Dios despierta el ansia de comunicar aquello que ha visto y oído. Se ha en
contrado la dracma, el tesoro, la piedra preciosa escondida. Ya no podrá existir alegría completa si de ese gozo no se hiciera partícipes los demás.
Guardar la palabra
La vida interior, y la misión apostólica, exigen una lectura continua de la Palabra de Dios. El consagrado a Dios busca el rostro de su Señor y vive de la Palabra que sale de sus labios. Una Palabra que es fuego y sabiduría. Que no puede colocarse debajo del celemín, ni enterrarla como talento perecedero, sino que ha de alumbrar y servir. Tiene que evangelizar.
Los sencillos serán los más privilegiados en la verdadera sabiduría del encuentro con la Palabra de Dios: se escucha y se pone en práctica. En la Escritura se encuentra la fuente y se tiene una ilimitada confianza en la Palabra, capaz de transformarlo todo. Así el anuncio de la Palabra es manantial de conversión, de justicia, de esperanza, de fraternidad y de paz. Pero no se puede anunciar la Palabra sin una práctica del amor, en el ejercicio de la justicia y de caridad (Cf. Instrumentum…, 43).
Más que un ejercicio de piedad, la contemplación permanente de la Palabra de Dios es una exigencia fundamental de la vida consagrada. La existencia escondida en Dios, sólo puede alimentarse de Dios. La vida entregada al servicio del Evangelio, sólo puede ser eficaz con la identificación, en el corazón, de aquello que se pronuncia con los labios y lo que expresa el testimonio de las obras. La vida interior y la misión apostólica de la persona consagrada solamente pueden vivir a la luz de la Palabra de Dios.
Quien ama a Dios, guarda la Palabra de Dios. Quien ama a sus hermanos, les habla con Palabra de Dios. Quien ama a Jesucristo, en Él reconoce la Palabra viva de Dios. Dichosos, pues, los que escuchan la Palabra de Dios y la guardan, porque no morirán jamás (Cf. Jn 8, 15). Tus palabras eran para mi gozo y alegría (Jer 15, 10). Hazme vivir conforme a tu Palabra (Sal 119).
Habrá pues que tener siempre entre las manos la Palabra de Dios, llevarla en el corazón como María, y dejarse conducir por esta sabiduría en todos y cada uno de los momentos de la existencia y de la misión de la vida consagrada. "Tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8).
Peregrinos en busca de Dios y del sentido deseamos ver el rostro del Señor: ¡Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas! (Sal 24, 4).
+ Carlos, Cardenal Amigo Vallejo
Arzobispo de Sevilla