El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el papa Pablo VI: “Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica”. En efecto, su elemento más característico –la repetición litánica del Dios te salve, María– se convierte también en alabanza constante a Cristo, término último del anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: «Bendito el fruto de tu seno» (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave María constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios: el Jesús que toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».
En la audiencia general del pasado 24 de septiembre, el papa León XIV invitó a todo el Pueblo de Dios a rezar diariamente el Rosario por la paz durante el mes de octubre, personalmente, en familia y en comunidad. La tarde del sábado 11 de octubre, a las seis de la tarde, la plaza de San Pedro, en Roma, acogerá la Vigilia del Jubileo de la Espiritualidad Mariana, recordando también el aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, inaugurado solemnemente en 1962 por su santidad san Juan XXIII.
El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer milenio una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro», para anunciar, más aún, ‘proclamar’ a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización». (Rosarium Virginis Mariae, 1).
A esta oración le han atribuido gran importancia los pontífices a lo largo de la historia. Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la encíclica Supremi apostolatus officio, importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad. Entre los papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar a san Juan XXIII y, sobre todo, a Pablo VI, que en la exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico del Rosario.
María Santísima es nuestro refugio y fortaleza. Mi devoción a la Virgen María se fraguó en casa, en mi infancia, porque rezábamos cada noche el rosario en familia. Tengo vivo el recuerdo de mi madre, que antes de las grandes decisiones familiares siempre se encomendaba a la Virgen, y en ella encontraba refugio y fortaleza. Que por intercesión de la Santísima Virgen el Señor nos conceda este don, para superar las dificultades, para hacer siempre el bien, para avanzar por el camino de la santificación personal, para ayudar a los demás con un corazón valiente y generoso, para ser una Iglesia viva y evangelizadora. Durante el mes de octubre, como nos ha invitado el Papa, abramos de par en par el corazón y reunámonos en torno a María Santísima como discípulos de Cristo, como hermanos de la familia de Jesús que es la Iglesia.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla