A los Jóvenes y a todo el Pueblo de Dios que peregrina en Sevilla
Introducción
En mi primera carta pastoral como Arzobispo de Sevilla, —Mira, hago nuevas todas las cosas—, señalaba que la misión ad gentes se lleva a cabo en diferentes ámbitos, ya sean los territoriales, en fenómenos sociales nuevos, o también en áreas culturales o areópagos modernos. De los múltiples ámbitos en los que hoy estamos llamados a ser nuevos misioneros, invité a profundizar en cuatro: el mundo de los jóvenes, las situaciones de pobreza, el areópago de la cultura y el mundo de la comunicación[1].
La reciente Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa nos ha situado frente a la realidad de los jóvenes, de su presente y de su futuro. Es preciso que lo hagamos con actitud de escucha, tanto de sus deseos y aspiraciones como de sus críticas y lamentos; atentos, sobre todo, a sus necesidades. La finalidad de la Pastoral con Jóvenes, lo hemos repetido en múltiples ocasiones, es propiciar en el joven un encuentro con Cristo que transforme su vida, que le cambie el corazón, porque ese encuentro con Cristo le llevará a una experiencia de Iglesia, de pertenencia a una gran familia, y también a vivir su compromiso cristiano en medio del mundo. Tenemos que confiar en los jóvenes, ayudarles a sentirse miembros de la Iglesia, protagonistas de la misión evangelizadora, artífices de la renovación de la sociedad.
Por eso, quiero dedicar esta carta pastoral a los jóvenes, que, a primera vista, tienen una percepción de la Iglesia con sentimientos encontrados. Unos la ven como algo propio de personas mayores; otros, como fuente de prohibiciones y alejada de sus problemas y de la forma de pensar mayoritaria en la sociedad. Y también hay jóvenes que descubren una Iglesia que está a su lado, que da sentido trascendente a sus vidas y que realiza un esfuerzo generoso y desinteresado por los más pobres y excluidos de la sociedad; por eso muchos jóvenes se implican en las actividades que la Iglesia organiza.
Si en algo ha insistido el papa Francisco a los jóvenes ha sido en que no tengan miedo. Continúa un camino iniciado por san Juan Pablo II en el comienzo de su pontificado: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!»[2]. Una exhortación que también repitió el papa Benedicto en múltiples ocasiones a los jóvenes, por ejemplo, en la Vigilia de Cuatro Vientos, en la JMJ de Madrid: «No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad»[3]. El papa Francisco insiste también muy a menudo en esta actitud, y finalizó la homilía de la Santa Misa del envío de la JMJ de Lisboa con estas preciosas palabras:
«A ustedes, jóvenes, que quieren cambiar el mundo, y está bien que quieran cambiar el mundo y que quieran luchar por la justicia y la paz; a ustedes, jóvenes, que le ponen ganas y creatividad a la vida, pero que les parece que no es suficiente; a ustedes, jóvenes, que la Iglesia y el mundo necesitan como la tierra, necesita la lluvia; a ustedes, jóvenes, que son el presente y el futuro; sí, precisamente a ustedes, jóvenes, Jesús hoy les dice: “No tengan miedo”. “No tengan miedo”»[4].
Al comenzar un nuevo Adviento me gustaría hacer esta reflexión para los jóvenes y con los jóvenes. En la primera parte vamos a analizar la realidad de los jóvenes y su situación actual, desde una perspectiva muy repetida por todos, a saber, que son el presente y el futuro de la Iglesia y del mundo. En la segunda parte, recordaremos los fundamentos sobre los que construir la vida en relación con Dios, con uno mismo, con los demás y con la creación; por último, señalaremos algunas perspectivas de futuro.
- Presente y futuro de la Iglesia y del mundo
“Los jóvenes católicos no son meramente destinatarios de la acción pastoral, sino miembros vivos del único cuerpo eclesial, bautizados en los que vive y actúa el Espíritu del Señor. Contribuyen a enriquecer lo que la Iglesia es, y no solo lo que hace. Son su presente y no solo su futuro”[5]: así se expresaba el Documento final de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en 2018. Esto significa que escuchar a los jóvenes no es una suerte de estrategia eclesial, ni una moda pasajera: para ser fiel a su misión, la Iglesia quiere y necesita conocer la situación interior de los jóvenes, su percepción de la realidad, sus fortalezas y debilidades, sus miedos y esperanzas. Una de las oportunidades más recientes de esta escucha ha sido el texto del Via Crucis de la JMJ de Lisboa, porque se contó con la reflexión y las aportaciones de jóvenes de diferentes lugares del mundo. Por ese motivo, me gustaría presentar una aproximación al corazón de los propios jóvenes, concentrándome en sus heridas y también en los ámbitos dónde ellos encuentran lugares de esperanza en nuestro mundo. Lo haré partiendo de dicho texto.
- Heridas del corazón de los jóvenes
Difícil presente, incierto futuro. En la reflexión de la primera estación del Via Crucis se hacía una referencia al futuro: «Muchos jóvenes sienten esto hoy, Señor, que nos quitan el futuro. Se nos dice que la vida está llena de oportunidades, pero es difícil ver dónde están esas oportunidades cuando el dinero no alcanza, cuando no se consigue trabajo y cuando tener acceso a la educación es, en la práctica, muchas veces imposible»[6]. La inquietud aparecía de nuevo al final, en la decimocuarta estación: «Muy a menudo en nuestras vidas parece no haber futuro. No vemos ninguna luz al final del túnel. Nos da miedo mirar hacia delante. No podemos tomar decisiones, no vemos por dónde puede seguir la historia, sólo vemos el camino bloqueado por grandes piedras ante nosotros»[7]. El futuro para muchos de ellos se presenta oscuro y sembrado de incertidumbres: ¿encontraré un puesto de trabajo?, ¿podré encontrar una vivienda?, ¿llegaré a encontrar un amor para siempre?, ¿podré emanciparme y formar una familia? En resumen, ¿qué futuro me espera?
La segunda herida que muchos de ellos experimentan es la soledad. La realidad de muchos jóvenes es que se sienten terriblemente solos, incluso cuando están rodeados de gente[8]. Su soledad, y esto es durísimo para ellos, no es puramente física, sino que tiene que ver con la falta de conexión con los demás y con la falta de relaciones sociales auténticas. Muchos jóvenes sienten tristeza por estar solos, por carecer de compañía, o por la distancia de personas importantes en su vida. Pero también por sentir que nadie les entiende, que nadie se preocupa por ellos de verdad, que nadie conoce aquello que tienen en el corazón.
La soledad es el sentimiento de pena o melancolía que se experimenta debido a la ausencia de alguien o algo, que desearíamos que estuviese con nosotros. Por eso hay también una soledad social, relacionada con un sentimiento de marginalidad. Es la sensación de aislamiento, de no ser aceptado por los demás, de no tener lugar dentro de un grupo de personas para compartir con ellas.
Las ansiedades y depresiones, los problemas de identidad, la pérdida del sentido de la vida, hasta el punto de preguntarse si merece la pena vivir, es la tercera herida[9]. La ansiedad crónica puede ocasionar problemas graves de salud mental, depresión, uso de sustancias que afectan a la salud y a la calidad de vida. Incluso está llevando a muchos jóvenes al suicidio, que en nuestro país se ha convertido ya en la primera causa de muerte entre adolescentes y jóvenes y es un auténtico drama social. Sin llegar a esos extremos terribles, hoy sabemos que la ansiedad interfiere en la capacidad de concentración y aprendizaje, tan importantes en la infancia y juventud, y desemboca en problemas ya desde la etapa escolar, con el consiguiente impacto a largo plazo.
La cuarta herida sería la de aquellos jóvenes atrapados en diferentes adicciones, en las drogas, la pornografía, o el alcohol, y que vuelven a caer cada vez que intentan levantarse, y terminan refugiándose en sus pantallas[10], lo que en realidad sólo empeora su situación. Porque, de hecho, el espacio donde se desarrollan muchas veces estas circunstancias vitales es el ambiente digital. A nadie se le escapa que hoy vivimos en un mundo hiperconectado, en el que la vida pasa demasiado deprisa; mantenemos un ritmo frenético en el que todo cambia vertiginosamente y es difícil detenerse y vivir el presente sin agobios. En nuestras vidas hay momentos buenos y malos, situaciones más tranquilas y otras más estresantes, vinculadas no solo a la realidad que nos rodea, sino también al omnipresente mundo digital:
«El ambiente digital caracteriza el mundo contemporáneo. Amplias franjas de la humanidad están inmersas en él de manera ordinaria y continua. Ya no se trata solamente de «usar» instrumentos de comunicación, sino de vivir en una cultura ampliamente digitalizada, que afecta de modo muy profundo la noción de tiempo y de espacio, la percepción de uno mismo, de los demás y del mundo, el modo de comunicar, de aprender, de informarse, de entrar en relación con los demás. Una manera de acercarse a la realidad que suele privilegiar la imagen respecto a la escucha y a la lectura incide en el modo de aprender y en el desarrollo del sentido crítico. Actualmente está claro que «el ambiente digital no es un mundo paralelo o puramente virtual, sino que forma parte de la realidad cotidiana de muchos, especialmente de los más jóvenes»[11].
Sin embargo, el problema radica en el hecho de que los momentos de estrés y ansiedad se han convertido prácticamente en algo habitual. Muchos jóvenes viven con un enorme vacío existencial, tratando de evadirse en las sensaciones cada vez más fuertes que les ofrecen el ruido, las drogas, el alcohol, la adrenalina, la dopamina, el deporte extremo, la velocidad o el sexo desprovisto de vínculos emocionales permanentes o de una concepción del ser humano que trascienda lo inmediato[12]. Hoy muchos jóvenes padecen un vacío existencial, y no encuentran sentido a su vida. Tratan de escaparse a través de las recompensas rápidas y de los estímulos que les ofrecen las redes sociales, los juegos online, las apuestas deportivas, las aplicaciones de citas, las compras inútiles, la pornografía. Pero no logran esquivar su tristeza porque nada material puede llenar el gran vacío de su corazón. Socialmente son considerados débiles, como una “generación de cristal” que es prisionera de sus adicciones, cuando la realidad es que ya no tienen fuerzas humanas para romper las cadenas… porque han perdido la fe. La adicción permite evadirse por un momento de la realidad o huir de conflictos no resueltos, o de responsabilidades, de forma que se convierte en un recurso fácil para evitar problemas y compromisos. Así, para los jóvenes es más fácil refugiarse en este consumo autodestructivo que enfrentarse a la realidad.
Por último, la tiranía de la apariencia, de la imagen[13]. El cuidado del cuerpo y de la imagen tiene su importancia para adoptar conductas acordes con la salud corporal, pero hoy día se ha transformado en una tiranía de la apariencia que está imponiendo criterios y actitudes contrarias a toda lógica y que, en muchos casos, al no conseguir una presencia física socialmente aceptada para evitar toda posible discriminación, acaba llevando al sufrimiento y la frustración. Por otra parte, selfies y más selfies. La dictadura del cuerpo correcto y la sonrisa perfecta. Fotos y videos de sí mismos en las redes sociales, en poses cuidadosamente estudiadas y coreografías que repiten de forma acrítica bailes y trends que otros imponen. Imágenes en las que muchas veces el cuerpo se exhibe sólo como un producto de consumo, como una moneda de cambio para lograr más repercusión y alcance. Posts artificiales a la espera de los likes de los demás. La terrible sensación de no poder ser nosotros mismos, de tener que usar filtros y vendernos para gustar y no quedar aislados. Narcisismos que, al final, nos dejan solos, asomándonos al abismo. Un abuso de los selfies que la mayoría de las veces esconde una gran falta de autoestima y desemboca en una auténtica adicción cada vez más común, la “selfitis”[14].
- Heridas del mundo actual
Si echamos una mirada a nuestro mundo, ¡cuántas heridas, cuánto dolor! En nuestro Via Crucis de la JMJ de Lisboa se señalaron también algunas heridas del mundo en el que nos ha tocado vivir. La primera, la herida de las guerras, el terrorismo, los bombardeos, atentados, tiroteos masivos; y también la violencia en los matrimonios y en las familias, en las relaciones, el maltrato infantil, el acoso escolar, el abuso de poder, todo tipo de violencia[15].
Desde la Segunda Guerra Mundial del siglo pasado, el número absoluto de muertes en las guerras ha venido disminuyendo. Sin embargo, los conflictos y la violencia van en aumento, y la mayoría de los conflictos actuales se libran entre agentes no estatales, ya sean milicias políticas, grupos terroristas internacionales o grupos delictivos. Las tensiones regionales sin resolver, el desmoronamiento del Estado de Derecho, la ausencia de instituciones estatales o su usurpación, los beneficios económicos ilícitos y la escasez de recursos, agravada por el cambio climático, se han convertido en importantes causas de conflicto[16].
Las exclusiones, la intolerancia y la discriminación conforman la segunda herida[17]. En muchos lugares hay minorías que no tienen derecho a hablar, ni siquiera a existir. En muchos países hay personas que no pueden practicar su religión ni expresar libremente sus ideas, porque existen grupos que quieren imponer su manera de ver, y expulsan a quien piense diferente. La exclusión social es la falta de participación de segmentos de la población en la vida cultural, económica y social de sus respectivas sociedades debido a la carencia de los derechos, recursos y capacidades básicas, es decir, de los factores que hacen posible una participación plena en la sociedad.
La discriminación por motivos de raza, sexo, idioma o religión es otra lacra. Millones de personas en todo el mundo luchan por librarse de situaciones continuas de discriminación en su vida cotidiana, una lucha que es a su vez un anhelo imposible. Durante las últimas décadas hemos presenciado la tragedia que representan las políticas de limpieza étnica y genocidio, así como las políticas fundamentadas en ideologías discriminatorias, las cuales han provocado destrucción, exilio y muerte.
La tercera herida de nuestro mundo está compuesta por las situaciones inhumanas de las que muchas personas tratan desesperadamente de huir[18]. Situaciones de guerra, de pobreza, de hambre, de falta de agua, de persecución política. Su casa ya no es un espacio seguro, sino el lugar probable de su muerte. Intentan encontrar refugio en algún otro lugar del mundo, al que algún día puedan llamar “hogar”.
La pobreza sigue siendo una lacra en el mundo. El planeta Tierra alberga más de 8.000 millones de personas. El número de personas con hambre pasa de 613 millones en 2019 a 735 millones este año 2023, según la última edición del informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo (SOFI), publicado el 12 de julio de 2023 conjuntamente por cinco organismos especializados de las Naciones Unidas. El problema no es nuevo, y es consecuencia de que «las élites mundiales son cada vez más ricas y, sin embargo, la mayor parte de la población mundial se ha visto excluida de esta prosperidad. La desigualdad económica crece rápidamente en la mayoría de los países»[19].
El hambre, al que deben enfrentarse cada día tantos millones de personas, no es una fatalidad a la que una parte de la humanidad esté predestinada, sino el resultado de la injusticia. Es consecuencia de la violación del derecho fundamental de toda persona a disponer de alimentos en cantidad y calidad suficiente que le permitan llevar una vida digna y saludable. Y tampoco es, como algunos afirman con voz cada vez más alta y desvergonzada, la consecuencia de una supuesta sobrepoblación de un mundo en el que, dicen, “sobra gente”. La realidad es que en un mundo donde la producción agrícola mundial podría ser suficiente para alimentar al doble de la población mundial actual, constituye un terrible escándalo que perduren las causas que provocan el hambre: leyes comerciales injustas y abusivas, corrupción política y económica, pobreza y desigualdad de oportunidades, discriminación de la mujer, violencia y conflictos armados que enriquecen a “señores de la guerra”, pandemias, etc.
Otro grave problema es la falta de acceso al agua potable. Disponer de agua segura, suficiente y accesible es un requisito imprescindible para satisfacer el derecho a la alimentación, tanto para el consumo como para la producción de alimentos. Asimismo, la falta de saneamiento adecuado es origen de enfermedades que afectan a la productividad de las familias y representan un coste adicional para sus ya debilitadas economías. Sin embargo, una de cada cuatro personas en el mundo no dispone de acceso al agua potable y una de cada tres no tiene acceso a un saneamiento adecuado. ¡En pleno siglo XXI!
A finales de 2022, como consecuencia de persecución, conflicto, violencia, violaciones a los derechos humanos o acontecimientos que alteraron gravemente el orden público, se calculaba que había 108,4 millones de desplazados por la fuerza en todo el mundo, personas que se han visto obligadas a huir de sus hogares. Entre ellas hay 35,3 millones de personas refugiadas, de los cuales alrededor del 41 % son menores de 18 años, muchos de ellos niños. También hay millones de personas apátridas a quienes se les ha negado una nacionalidad y acceso a derechos básicos como educación, salud, empleo y libertad de movimiento[20].
La cuarta herida es el individualismo exacerbado de nuestro mundo[21], que prima la propia imagen y la autorrealización, y que lleva a pensar y obrar prescindiendo por completo de los demás. Es vivir tratando de ser la medida de todas las cosas, como si fuésemos “el ombligo del mundo”, y conduciéndonos por el mundo según la propia voluntad y sin contar con la opinión de los otros, ni siquiera de las personas que más nos quieren, ni con las normas de comportamiento y buena educación que regulan las relaciones correctas. El individualismo alimenta la soberbia y la vanidad, y lleva a tener en cuenta casi en exclusiva las propias necesidades y deseos, mientras que aleja de los demás, incluso de los familiares y amigos. Ser individualista es sinónimo de poco compromiso con los valores y causas sociales, ya que se concede una total primacía al individuo respecto a la colectividad.
El individualismo pasa a ser un mal social cuando se transforma en egoísmo narcisista y ególatra. El egocentrismo es la concentración exagerada en uno mismo, la incapacidad para asumir o comprender con claridad cualquier perspectiva que no sea la propia; es lo contrario de mostrar apertura hacia los demás, porque se atiende desproporcionadamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás. La persona egocéntrica llega a creerse el centro de todas las preocupaciones y atenciones, porque sus opiniones, sentimientos e intereses son más importantes que los de los demás. Incluso, se llega a pensar que los sentimientos propios y los puntos de vista subjetivos y personales deben ser fuente de derecho, que los demás están obligados a satisfacer. Cuando a un narcisista se le lleva la contraria, no acepta la diversidad de opiniones ni es capaz de aceptar su error: se siente ofendido, incluso agredido, y puede tachar al otro de radical y violento sólo porque no comparte un punto de vista. Como resultado, en nuestro mundo hay muchas personas que son esclavas de sus propias apetencias, de un sentimentalismo ególatra y sin referentes, y que son capaces de vivir de espaldas a la realidad con tal de no abandonar su desproporcionado culto a sí mismos. ¡Y cuánto dolor genera esto en las propias personas, en sus entornos, en sus familias y en sus sociedades!
La quinta herida descrita por los jóvenes consiste en sentirse «perdidos en un mundo saturado de palabras apresuradas, de información, de noticias, de publicidad, de intereses, en el que ya no sabemos qué es verdad y qué es mentira, ¡ni sabemos a quién creer!»[22]. Es la consecuencia de la dictadura del relativismo de la cultura dominante. Tal como expresó el entonces Cardenal Ratzinger en la Misa anterior al cónclave que lo elegiría Papa: «Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus apetencias»[23]. Para el relativismo no hay valores absolutos ni puede haber juicios universales, ni desea establecer un diálogo para alcanzar una verdad común sobre la que construir la convivencia humana, el perfeccionamiento como personas y el desarrollo de la sociedad. Todo está en función de la percepción subjetiva de cada uno y de los intereses de los grandes grupos de poder. Y la mayor parte de la población es víctima de las fake news, los bulos virales y las mentiras repetidas una y otra vez.
El poder, la riqueza y el placer, rigen la sociedad, y se acaba desembocando en una actitud egoísta que lleva a la ley del más fuerte y a formas de vivir nuestro día a día que dañan a las personas que nos rodean y hieren sobre todo a los más vulnerables de la sociedad. Formas de vivir que son contrarias a la vida misma. Es lo que el papa Francisco llama “la sociedad del descarte”, y que se ceba especialmente con los pobres, los excluidos, los enfermos, los ancianos, los niños, los bebés aún por nacer que crecen en el vientre de sus madres. Al final, es la imposición de unos sobre otros. Porque en un contexto relativista jamás impera la tolerancia, sino el deseo y la imposición del más poderoso, y se acaba destruyendo el fundamento del orden social, las verdades comunes y los derechos humanos universales.
La sexta herida afecta al planeta y al futuro, es la destrucción de la Tierra, sus recursos, sus especies, sus bosques; se refiere al cambio climático y a los estilos de vida tan desequilibrados e injustos[24]. Es la denuncia del Papa Francisco en la encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común y en la exhortación apostólica Laudate Deum sobre la crisis climática, un mensaje dirigido a los miembros de la Iglesia y también a todos los hombres y mujeres de buena voluntad para que sean cada vez más conscientes de la necesidad de proteger nuestro planeta, creado por Dios para nosotros como el lugar en el que podemos descubrirle, amarle, dejarnos amar por Él y darlo a conocer a los demás. En ellas denuncia tanto las actividades que pueden acabar destruyendo la naturaleza como la carencia de voluntad política y social para evitar dicha destrucción.
El Papa señala que la tierra «clama por el mal que le provocamos, debido al uso irresponsable y al abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella», y que su grito, junto con el de los pobres, interpela a nuestra conciencia «a reconocer los pecados contra la creación». Nos pone el ejemplo de san Francisco de Asís, que vivía «en armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo»[25], porque son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la relación con Dios.
- Un futuro de esperanza
Pero lejos de quedarse en una simple queja estéril, el Via Crucis nos ofreció también destellos de intensa luz para la esperanza, de los que me referiré a tres. En primer lugar, la contemplación de Cristo, que nos manifiesta su amor inmenso muriendo en la Cruz por nuestra salvación.
La Cruz de Cristo, puro amor
«“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Te abandonaste en los brazos del Padre. Exhalaste el último suspiro y moriste. Y contigo murieron todas las palabras que no pudiste decir, todos los abrazos que no pudiste dar, todas las curaciones que no pudiste realizar.
Parece un desperdicio, Señor. ¡Cuántas cosas buenas podrías haber hecho en unas cuantas décadas más de tu vida! Y, sin embargo, tus palabras fueron: ‘Todo está cumplido’. No quedó nada por hacer. Porque allí, en la Cruz, nos dejaste todo lo necesario para salvarnos: puro amor, aunque fuera impotente y aparentemente inútil”.
Hoy sólo cuentan los que producen. Los ancianos no cuentan, los discapacitados no cuentan, los parados no cuentan, los soñadores no cuentan. Y no cuentan los juegos de los niños, tantas veces obligados a trabajar para ganar dinero o a estudiar cada vez más para ser un día “verdaderos triunfadores” en el mercado laboral. Sin embargo, lo que salva es el amor. ¡Escóndeme en tus llagas de amor, Señor!»[26].
Cuando contemplamos el misterio de la cruz, vemos ante todo un signo doloroso, y nos preguntamos qué nos quiere decir Dios con la elocuencia del Crucificado, qué realidad nos revela en el signo de la cruz.
La cruz es la revelación suprema del amor de Dios. El amor se revela en la entrega y en el dolor que uno sufre a favor de aquellos a quienes ama. El amor se puede manifestar con palabras, con canciones, con gestos y regalos, pero esas manifestaciones pueden ser superficiales e incluso equívocas. El signo inequívoco del amor es el sacrificio, el dolor, el sufrimiento a favor de la persona amada. Ahí no caben engaños; si alguien es capaz de sacrificarse por ti, de sufrir por ti, sin huir de malestares, cargas, incomodidades, es que te ama. Es algo que se ve de forma muy gráfica cuando te acompañan en el hospital, cuando alguien permanece junto a ti en el fracaso y en el error, cuando te cuidan en una larga enfermedad, cuando una madre padece los dolores del parto… La cruz de Cristo es la máxima expresión del amor, porque fue Dios mismo quien aceptó sufrir por nosotros.
Desde la contemplación de la cruz percibimos el inmenso amor de Dios a todos los hombres y mujeres de todos los lugares, de todos los tiempos. A los jóvenes de nuestra generación, a cada persona de nuestra Archidiócesis, a ti, a mí. Un amor infinito, encarnado en la actuación misericordiosa de Jesús, que alcanza en la cruz su máxima realización: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ahí se encierra el misterio último de la cruz: Dios dando la vida por sus amigos. Lo que da valor redentor a la crucifixión de Cristo, más aún que el sufrimiento, es el amor de Dios que no se detiene ante el dolor extremo. Lo que salva a la humanidad es el amor infinito de Dios encarnado en esa muerte: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo (cf. Jn 3,16).
La muerte en la cruz no es un hecho aislado; es la culminación de la existencia de Jesús, toda ella salvífica, es el gesto supremo de la intervención salvadora de Dios y del ofrecimiento de su gracia a la humanidad. Así nos ama Jesucristo, dando su vida por nuestra salvación. Como Buen Pastor que nos procura una vida abundante y eterna, y nos congrega en la unidad. Así nos ama y se entrega a cada uno.
Madre de la Esperanza
En segundo lugar, la presencia de María Santísima, la Madre[27]. Ella alienta nuestra esperanza cuando parece que todo ha terminado definitivamente. Ella nos habla de los finales que son comienzos, de la aparente muerte de un árbol en invierno cuando apenas se está preparando para florecer en primavera. De las tumbas que son puertas abiertas a la vida, a la resurrección.
El ser humano necesita una esperanza creíble y duradera, que resista y supere las dificultades; particularmente los jóvenes, porque la juventud es el tiempo en que se toman las decisiones que serán determinantes para el resto de la vida. Pero ¿dónde encontrarla y cómo mantenerla viva en el corazón? El papa Benedicto XVI nos recordó que la ciencia, la técnica, la política, la economía o cualquier otro recurso material por sí solos no son capaces de ofrecer la gran esperanza a la que todo ser humano aspira. Por otra parte, todos hemos experimentado que muchos deseos que se albergan a lo largo de la vida, cuando por fin se ven cumplidos, no acaban de llenar el corazón. ¡Qué gran chasco nos llevamos entonces, qué decepción! Esto sucede porque la esperanza completa solo puede estar en Dios. La gran esperanza no es una idea, o un sentimiento, o un valor, es una persona viva: Jesucristo[28].
Insisto en esto: Nuestro Señor Jesucristo es una Persona real, divina; no es una idea, ni un mito, ni un mero ejemplo de vida. Os hablo de Cristo Jesús, el Nazareno que caminó por Galilea y comió y bebió y se alegró y sufrió con sus amigos; el crucificado que fue colgado de forma real de un madero hasta morir, que fue sepultado como un cadáver, y que resucitó. ¡El único ser humano, verdaderamente humano, que ha resucitado de la muerte y que vive para siempre porque es Dios, verdaderamente Dios, Dios verdadero! Cristo, que tiene rostro y corazón de hombre y que, por tanto, se preocupa de la historia humana y la comparte con nosotros, que está presente no sólo en la gran Historia de la humanidad sino también en nuestra propia historia personal, y que con su entrega en la Cruz ha vencido a la muerte, al pecado, a todo mal, y que nos abre las puertas de una nueva vida: la vida de hijos de Dios.
María «esperó con inefable amor de Madre». Ella es modelo de esperanza confiada en Dios, que nunca abandona y que da la fuerza para vencer las dificultades, para ser sus testigos en medio del mundo, para superar el virus del desaliento, que es la acedia; la indolencia que paraliza, que desinfla, que vuelve a los evangelizadores pesimistas quejosos y desencantados, que lleva al miedo, a la tristeza, al desencanto, a perder la intensidad espiritual y apostólica[29]. Insiste el papa Francisco en que la acedia muestra una grave falta de esperanza en la providencia de Dios, en su intervención a lo largo de la historia. Nunca hemos de caer en el desaliento, sino esperar en toda ocasión. María nos enseña a esperar.
La vida cristiana es un camino, una peregrinación, y también una escuela de aprendizaje y de ejercitación de la esperanza. La oración, el encuentro con Dios, el diálogo con Él, la conciencia de que Él siempre escucha, siempre comprende, siempre ayuda, es la primera fuente. También se nutre de la Palabra de Dios y de la participación frecuente en los sacramentos. El actuar y el sufrir son asimismo lugares de aprendizaje. Porque la esperanza cristiana es activa, transformadora del mundo, bajo la mirada amorosa de Dios. Y se nutre también del saber sufrir y del sufrir por los demás, del aceptar la realidad de la vida en lo que tiene de dificultoso[30].
Vocación y compromiso
Por último, en el Via Crucis contemplamos también la llamada, la vocación, al meditar en la cuarta estación el encuentro de Jesús con su Madre: «Háblame al oído, madre de Jesús. Háblame de amor, háblame de compromiso. De compromiso con el Bien. No dejes que me siente a esperar. Esperando el ‘momento ideal’, a la persona ideal, al trabajo ideal, a la Iglesia ideal. No me dejes sentarme y preguntarme, mientras el mundo sigue adelante sin mí y sin lo que yo tendría que darle. María, ayúdame a abrazar mi vocación»[31].
San Pablo VI afirmaba que toda vida es una vocación, que desde el nacimiento cada persona ha recibido un conjunto de aptitudes y cualidades para hacerlas fructificar, y su desarrollo permitirá a cada uno orientarse hacia el destino que le ha sido propuesto por el Creador[32]. En la misma línea se expresará después san Juan Pablo II en el Mensaje para la XXXVIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que tuvo lugar el 6 de mayo del 2001, y llevaba por título y de eje temático La vida como vocación[33]. De modo parecido lo hizo más tarde el papa Benedicto XVI al comienzo de la encíclica Caritas in veritate: «Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano»[34].
El papa Francisco, en el Mensaje para la LX Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones de este año, insistía en que «la llamada del Señor es gracia, es un don gratuito y, al mismo tiempo, es un compromiso a ponerse en camino, a salir, para llevar el Evangelio. Estamos llamados a una fe que se haga testimonio, que refuerce y estreche en ella el vínculo entre la vida de la gracia —a través de los sacramentos y la comunión eclesial— y el apostolado en el mundo»[35]. Hoy día corremos el peligro de que los jóvenes queden atrapados por el materialismo consumista, o se conformen con proyectos de vida insuficientes, o se instalen en la mediocridad de los buenos, aquellos que son cumplidores de las normas, pero incapaces de seguir la llamada a un ideal mayor, como el caso del joven rico (cf. Mt 19, 16-30).
Si algo define al corazón joven es su insatisfacción y su inconformismo. En lo profundo de su corazón busca el bien y la verdad, desea vivir en la coherencia y en la solidaridad. Los jóvenes están necesitados de Alguien que los llame por su nombre para un ideal de altura. Sin medias tintas, sin posturas ambiguas, sin minusvalorar su capacidad de vivir de forma heroica su día a día, en una santidad por la vía de la normalidad, como esos “santos de la puerta de al lado” de los que habla el Papa. Los jóvenes de nuestra generación –como en realidad los de cada generación de la historia- necesitan una llamada a vivir su fe con alegría y radicalidad, es decir, yendo a la raíz de su fe.
Por eso, es esencial que promovamos sin complejos y con audacia una cultura vocacional que conecte con sus inquietudes y pueda ayudar a saciar su sed de sentido, de felicidad y de compromiso. Si por respetos humanos, por comodidad, o por falta de confianza en ellos mismos y en Dios, no les presentamos abiertamente la propuesta de un discernimiento vocacional, les estaremos robando la posibilidad de ser plenamente felices. Nuestros jóvenes merecen y necesitan que les ayudemos a descubrir la grandeza de la entrega a través de un proyecto de vida que sea duradero, como miembros de la Iglesia peregrina, Pueblo de Dios.
«No es un privilegio —ser pueblo de Dios—, sino un don que alguien recibe… ¿para sí mismo? No: para todos, el don es para donarlo: eso es la vocación. Es un don que alguien recibe para todos, que hemos recibido para los demás, es un don que es también una responsabilidad. La responsabilidad de dar testimonio con hechos y no sólo con palabras de las maravillas de Dios, que, si se conocen, ayudan a los hombres a descubrir su existencia y a aceptar su salvación. La elección es un don y la pregunta es: ¿Cómo regalo, como doy mi ser cristiano, mi confesión cristiana?»[36]
- “Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes” (1 Jn 2, 14)
En la Misa de acción de gracias que pastores y jóvenes de Sevilla, Zaragoza y Teruel celebramos en el hipódromo de Cascais (Portugal), el 5 de agosto, dirigí a los participantes unas palabras comentando dos citas de san Juan, el Apóstol joven; una de su primera carta: «Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2, 14); la otra, de su Evangelio: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
Los jóvenes están llamados a ser fuertes porque han recibido el don de la salvación en el Bautismo; y además, Dios fortalece siempre a los jóvenes que acuden a Él cuando están cansados y abatidos: «Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan las alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40, 30-31). Los jóvenes deben ser fuertes porque la Palabra de Dios permanece en ellos, y porque interiorizando cada día la Palabra divina, vencen al Maligno en el ejercicio cotidiano de la ascética cristiana, y también en el desarrollo del discernimiento espiritual[37].
Hoy los gimnasios están llenos de jóvenes que hacen duras repeticiones de pesas, dominadas, ejercicios de cardio, bicicleta estática, abdominales, sentadillas, crossfit, spinning, etc. Sin embargo, aunque estas prácticas pueden servir de entrenamiento en la disciplina y en la tenacidad, también los pueden derivar hacia el culto al yo, que los debilita interiormente. La verdadera fuerza de la juventud no está en su vigor físico, sino en la decidida y firme entrega a un ideal que los conduzca a la grandeza de la vida, a la santidad sin rebajas.
Los jóvenes son fuertes si viven unidos a Jesús por la Palabra y los Sacramentos. Él dice: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Con esta alegoría, nos invita a la unión con Él. Los sarmientos que permanecen unidos a la vid dan un fruto abundante y duradero. La fortaleza de los jóvenes es proporcional a su unión con Cristo, lo mismo que su fruto. Jóvenes fuertes, llamados a vivir plenamente su condición de hijos de Dios, construyendo la familia humana y cuidando la creación, desde su unión con Cristo.
La Iglesia dedica una atención particular a los jóvenes, y mantiene el amor de predilección que Jesús manifestó por el joven del Evangelio: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10, 21). Por eso no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su Evangelio como la única respuesta válida a las aspiraciones más profundas de los jóvenes, como la propuesta comprometedora de un seguimiento personal, que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad[38].
- Perspectiva de la Pastoral Juvenil
Llamada a la santidad
El papa Francisco nos señaló en la exhortación apostólica postsinodal Christus vivit que no necesariamente hacen falta muchos años para vivir un proceso de conversión y llegar a la santidad. San Sebastián, san Francisco de Asís y santa Juana de Arco eran jóvenes, como santo Domingo Savio y santa Teresa del Niño Jesús o santa Catalina Tekakwitha, y tantos otros. El corazón de la Iglesia está lleno de jóvenes santos, que entregaron su vida por Cristo, muchos de ellos hasta el martirio; como nuestros jóvenes mártires de Sevilla, el beato Enrique Palacios Monrobá, seminarista, y el beato José María Rojas Lobo, beatificados el pasado 18 de noviembre. Ellos fueron verdaderos profetas de cambio, reflejos preciosos de Cristo joven que nos inspiran y nos sacan de la rutina. A través de ellos la Iglesia renueva su ardor espiritual y su vigor apostólico, y sana las heridas de la propia Iglesia y del mundo. La llamada a la santidad es para todos los bautizados, y debemos tener el coraje de escucharla y responder generosamente, con la gracia de Dios[39].
Ahora bien, la gracia es el alma, el centro y el motor de toda vida cristiana, de todo programa pastoral: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5), es decir, que todo lo podemos con Dios y con su misericordia, revelada de modo inefable y patente en el misterio pascual de Jesucristo. De hecho, así lo rezamos en la Eucaristía, cuando se ofrece por los laicos. De modo especial, lo pienso aplicado a vosotros, jóvenes: «Señor y Dios nuestro, que salvaste al mundo por el sacrificio de tu Hijo, gracias a esta ofrenda te pedimos que todos los laicos, llamados por el bautismo al apostolado, infundan el Espíritu de Cristo en el mundo, y sean el fermento de su santificación»[40].
Con la oración, movida por la gracia de Dios, y con la confianza puesta en Dios, se puede superar la tentación pelagiana, antigua y actual, de pensar que los resultados dependen de nuestras capacidades y esfuerzos[41]. La Sagrada Escritura nos recuerda constantemente esta verdad honda de fe y de vida: que el esfuerzo humano es inútil sin la ayuda de Dios: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Sal 127, 1), o el episodio de la pesca milagrosa, cuando los discípulos han estado bregando toda la noche y no han pescado nada (cf. Lc 5, 5).
De donde proviene esta gracia nos lo recuerda el mismo Evangelista joven, cuando nos propone el lavatorio de los pies (cf. Jn 13,1-20): del amor eterno del Padre revelándose en la entrega del Hijo de Dios, encarnado. A este respecto, afirmaba Benedicto XVI: «Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.
Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con Él»[42]. Así pues, es indispensable permanecer siempre unidos a Cristo, y dejarse podar por el Padre para ir dando un fruto cada vez más abundante y duradero.
Santidad y misión
La santidad es la meta de la vida cristiana. Así lo afirma el Magisterio solemne de la Iglesia: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»[43]. Ahora bien, siendo un puro don del amor de Dios, requiere también de una disponibilidad humilde a las inspiraciones de la gracia del Señor. Recientemente se nos ha recordado la importancia del magisterio espiritual de san Francisco de Sales que redundaba en este aspecto tan esencial, con una metáfora que acostumbro a usar, la de la viña y la poda:
«Una vez dado el consentimiento, es menester procurar, con mucha diligencia, llevar a la práctica y ejecutar la inspiración, en lo cual consiste la perfección de la verdadera virtud; porque tener el consentimiento en el corazón sin realizarlo, sería lo mismo que plantar una viña sin querer que diese fruto»[44].
En efecto, el ejercicio de la poda es fundamental para la salud de cualquier árbol, si deseamos que fructifique: consiste en cortar las ramas muertas, enfermas y superfluas para que renazca la vida, para dejarlo en mejores condiciones de fructificar y también para darle una forma más bella. Es un bien para el árbol, ya que hace posible un mayor crecimiento y una mejor estructura arbórea, se consigue un fruto más abundante y de mayor calidad, y se le confiere una forma más bella.
Nuestra vida es como un árbol que necesita de una poda continua, como continuo es el proceso de conversión. En efecto, el horizonte de la conversión, personal, comunitaria y pastoral es siempre la santidad. Si alguien quiere cambiar algo de la vida de una comunidad cristiana, y no tiene como meta última que ésta alcance la santidad, está distorsionando el sentido verdadero de la reforma. El papa Francisco así lo pone de manifiesto con su exhortación apostólica Gaudete et exultate. La perspectiva que nos ofrece sobre la santidad y la misión de la Iglesia del siglo XXI se puede sintetizar de esta manera: la misión es el impulso más fuerte que puede encontrar la Iglesia para redescubrir su propia santidad y volver a escuchar la vocación a ser más santa.
Dice el Papa: «Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1Tes 4, 3). Cada santo es una misión»[45] . Lo que nos anima no es la misión por la misión, la salida por la salida, porque entonces caeríamos en ese activismo ciego que sigue las normas de la productividad y la eficacia mundanas. ¡No! Lo que pretendemos, lo que necesitamos y buscamos con todas nuestras fuerzas es revitalizar nuestra comunidad cristiana, que desborda sus propias fronteras cuando se manifiesta en una existencia cristiana auténtica. La vida de cada uno, la vida de la Iglesia, es vida con mayúsculas, vida del Espíritu, es salida y es misión. Y a través de la misión queremos renovar todo el mundo en Dios y devolver la vitalidad a la Iglesia, con la fuerza del Espíritu Santo y la fidelidad al Evangelio y al Magisterio de la Iglesia.
Cómo podrá un joven vivir santamente
Eso ya se lo preguntaban en la antigüedad, la Escritura da prueba de ello: «¿Cómo podrá un joven andar honestamente? Cumpliendo tus palabras. Te busco de todo corazón, no consientas que me desvíe de tus mandamientos» (Sal 119, 9-10). Cumplir las palabras del Señor, buscarlo de todo corazón, no desviarse de sus mandamientos. El capítulo cuarto de Gaudete et exsultate representa el intento más explícito del papa Francisco de actualizar la vocación a la santidad que ha servido de hilo conductor para el Magisterio pastoral de la Iglesia durante el más de medio siglo de posconcilio. Recuerda los medios de santificación fundamentales: la importancia de la oración, los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, la ofrenda de sacrificios, las diversas formas de devoción, la dirección espiritual, etc.; después señala cinco grandes manifestaciones del amor a Dios y al prójimo que considera de particular importancia, en el contexto social y cultural de hoy[46].
En primer lugar, aguante, paciencia y mansedumbre. Vivir fundamentado en Dios es la única forma de poder soportar las contrariedades, los vaivenes e imprevistos de la vida, y también las agresiones, infidelidades y defectos de los demás; es también el camino para alcanzar la humildad. Quien cree en Dios se apoya sólidamente en roca firme, y encuentra por una parte una firmeza interior con la que soportar las dificultades de la vida, y, por otro lado, genera una seguridad que se ofrece como hogar para los heridos y apaleados por los asaltantes del camino (cf. Lc 10, 29-37). El joven cristiano está llamado a ser, en Cristo, roca y hogar para los hermanos.
También la alegría y el sentido del humor con los que es capaz de vivir el santo, sin perder el realismo, pero ayudando a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. En plena cultura del zasca, de los memes virales y los filtros de imagen, la alegría de la santidad es mucho más atrayente: la sonrisa del santo es auténtica y no ofende al otro. Y no es un añadido para nuestra época, sino que forma parte del ADN del cristiano desde los primeros tiempos. La alegría de la salvación se percibe desde las primeras páginas del Evangelio: en la Anunciación; en la Visitación, cuando la Virgen María expresa su gozo con el cántico del Magníficat. También desde Pentecostés la alegría ha sido entendida por la Iglesia como un fruto del Espíritu Santo. El fruto de ser y vivir en Cristo es una alegría nueva, sobrenatural, permanente, que ha de inundar nuestros grupos y comunidades, nuestras parroquias, movimientos y hermandades, generando un clima de amistad y confianza que favorece la apertura de todos, compartiendo vida y esperanza, avanzando con gozo por el camino de la santidad.
La santidad es también audacia y fervor, es parresía. La parresía es la confianza inquebrantable en la fidelidad de Cristo; es una característica esencial en la vida cristiana y en la misión evangelizadora: predicar con valentía, sin temor, con coraje y libertad: «La santidad es parresía, es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo […], entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico»[47]. Se trata de una invitación providencial a que redescubramos y revitalicemos nuestra mística de apóstoles.
La santificación es un camino comunitario, de ahí que la dimensión comunitaria constituya un elemento importante. No se puede vivir de forma individualista la fe ni el camino de la santificación, y, sobre todo, Dios nos llama a vivir la fe en familia, en comunidad, en Iglesia. En la familia, en la parroquia y en cualquier comunidad humana, lo importante es compartir la fe y la vida, superando todo tipo de individualismo, que nos aísla y empobrece. Los bautizados no somos como otakus que se obsesionan con determinados temas, ni somos francotiradores de la fe: somos una familia, la familia de los hijos de Dios que deseamos prender en el mundo el fuego del Espíritu, el fuego del amor de Dios, tal y como deseaba el Señor al que seguimos (cf. Lc. 12, 49).
Por último, junto a la mansedumbre, la alegría, la parresía y la vida en comunidad, está la oración constante, una profunda espiritualidad que se distingue por la vida de oración intensa, que se alimenta fundamentalmente de la Palabra de Dios y de los sacramentos, en particular de la Eucaristía y de la confesión frecuente, y de la adoración y la alabanza ante Jesús Sacramentado. Y también es preciso vivir el espíritu de abnegación de sí mismo, el servicio a los hermanos y el ejercicio de todas las virtudes.
- Construir la familia humana
Por su vigor y porque son quienes protagonizarán la historia del mañana, los jóvenes están llamados especialmente a reconstruir la familia humana, a luchar por un mundo mejor a través de la fraternidad y la amistad social. Estos son los caminos que el papa Francisco nos propone para construir un mundo mejor, más justo y pacífico. En esta construcción es imprescindible el compromiso y la aportación de todos, tanto de las personas como de las instituciones, y, especialmente, de los jóvenes cristianos, que han sido llamados por el Señor a la construcción del Reino. No es una imposición externa ni una carga moralista, sino una petición misionera expresa del Señor. Por eso, cada joven puede estar seguro que en ese compromiso de transformar cristianamente la sociedad, se esconde también la clave de la felicidad personal. Dios nos llama a salir de nosotros mismos, a desinstalarnos y a aceptar el reto de poner en juego los talentos que nos ha dado para mejorar nuestro entorno personal, social y global. ¡Él siempre nos llama a cosas grandes, que comienzan por entornos pequeños!
Todos hermanos
El 3 de octubre de 2020 el papa Francisco firmó la carta encíclica Fratelli tutti en la basílica de Asís, junto a la tumba de san Francisco. Este extenso documento, que sintetiza muy bien el pensamiento social del Papa, se divide en ocho capítulos: comienza señalando “las sombras de un mundo cerrado”, las tendencias del mundo actual que desfavorecen el desarrollo de la fraternidad universal, y seguidamente procede a la iluminación bíblica desde la parábola del buen samaritano; continúa desarrollando los grandes principios para llegar a “gestar un mundo abierto”, y posteriormente los va concretando en diversas realidades como las migraciones, la política, el diálogo, la paz y el perdón, y el servicio de las religiones.
El Santo Padre nos llama a reconstruir este mundo «a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común»[48], y pone como imagen la parábola del buen samaritano. En esta parábola se descubre que el prójimo no son simplemente los otros, sino que soy yo respecto a los otros, es decir, mi relación con todos los seres humanos sin distinción alguna. Soy yo quien debo convertirme en prójimo de todos, cumpliendo el mandamiento del amor a los demás, sobre todo a los más heridos y vulnerables del camino. ¡Y cuántos heridos hay en nuestros caminos! Heridos en el cuerpo y en el alma por una cultura que ha sido creada de espaldas a Dios, sólo desde parámetros humanos como el éxito, la productividad, la fama, el dinero, el placer, la recompensa inmediata, la falsa libertad, que en realidad es miedo al compromiso auténtico.
En virtud de la compasión que le toca el corazón, es el samaritano quien se convierte en prójimo. Por tanto, el planteamiento ha cambiado: no se trata de descubrir o establecer quién de entre los demás es o no es mi prójimo. Soy yo quien he de convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto como yo mismo. Jesús da un vuelco total a la perspectiva de su tiempo, pero también del nuestro, porque Él hace siempre nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5): es el samaritano el que se convierte a sí mismo en prójimo y me muestra que la clave para serlo está dentro de mí. Dejándome amar por Cristo y con la ayuda eficaz del Espíritu Santo, sin fiarme de mi fuerza de voluntad, aunque ejerciéndola responsablemente, he de llegar a ser una persona que ama a los demás, que se preocupa por ellos, que se conmueve ante el sufrimiento ajeno, que tiene un corazón abierto.
En efecto, el prójimo no son sólo los otros, que pueden merecer o no consideración y ayuda, soy yo respecto a los otros, en relación con todos los seres humanos, sin distinción de ningún tipo. Porque no se trata del objeto de nuestra ayuda, sino del sujeto que ha de ayudar. Desde esta óptica, soy yo quien debo convertirme en prójimo de todos, incluso de los enemigos, de los que me hacen mal, de los que me caen antipáticos o de los que llamamos “personas tóxicas”. Aceptar vivir como un buen samaritano significa cumplir el mandamiento del amor haciéndome prójimo de los demás, sobre todo de los más heridos y sufrientes. En consecuencia, es preciso subrayar que aquí aparece una universalidad en el amor que se fundamenta en el hecho de que yo soy hermano de todo aquel que me encuentro, de todo aquel que necesita mi ayuda.
La parábola del buen samaritano es el criterio de comportamiento para los cristianos, y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado que encuentro en el camino de mi vida, sea quien sea, sin importar de dónde venga. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y al que yo pueda ayudar. Jesús universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, no se diluye en una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico en el tiempo y en el espacio, en el momento presente y en el lugar en que habito. Es un quehacer diario y concreto con las personas que me rodean, no un brindis al sol, ni uno de esos propósitos de Año Nuevo que ya olvidamos a mediados de enero. Si soy un buen samaritano, no me costará reconocer cómo se llama ese prójimo concreto y real que hay en mi vida: en mi familia, en mi vecindario, en mi clase, en mi equipo deportivo, en la puerta del supermercado al que suelo ir, etc. Este es el criterio de comportamiento y la medida que nos propone Jesús: la universalidad del amor que se dirige a todo hermano necesitado, quienquiera que sea, con un nombre, un rostro y una historia concreta[49].
Hijos de un mismo Padre
Pero, ¿por qué somos todos hermanos? ¿Solo porque lo diga un documento pontificio? ¿O porque la ONU y las leyes internacionales nos reconozcan a todos los seres humanos los mismos derechos? ¿Tal vez porque decirlo sea algo cool en un entorno de Iglesia? Es bueno cultivar un espíritu crítico que nos lleve a mirar de frente las grandes preguntas, con un deseo real de encontrar las respuestas y de buscar el sentido profundo de aquello que vivimos. En contra de lo que algunos piensan, los cristianos jamás tenemos miedo a confrontarnos con la verdad, porque seguimos con denuedo a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida (cf. Jn 14, 6).
Busquemos, entonces, la respuesta. En su primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2014, el papa Francisco comenzó destacando que el corazón de todo ser humano alberga en su interior el deseo de una vida plena de la que forma parte un anhelo inquebrantable de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, que son hermanos a los que acoger y querer. La fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional, y nos lleva a ver y a tratar a cada persona con sentimientos fraternales. La fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente primera de fraternidad[50].
Tal vez por eso, por la sistemática y extendida destrucción de tantas familias, que está dejando profundas heridas en nuestros corazones, hoy asistimos a una progresiva pérdida de la práctica de la fraternidad, y a la vez, a un deseo cada vez mayor de sentirnos amados y aceptados. Como esas personas que necesitan satisfacer ya de adultos las carencias psicológicas, materiales o afectivas que padecieron de niños, quienes no han conocido la fraternidad en su familia suelen tener grandes dificultades para tratar a los demás como prójimos, aunque al mismo tiempo sufran hondamente por esa falta de amor.
Todos experimentamos que la globalización nos acerca a los demás, pero no nos convierte automáticamente en hermanos, al igual que enviar un emoji sonriente desde el móvil no significa necesariamente que estemos felices y riendo a carcajadas ante la pantalla. Hoy, las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan falta de fraternidad, y ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, que se caracterizan por el materialismo, el individualismo y el consumismo, debilitan los lazos sociales, y fomentan la mentalidad del “descarte”, que lleva al abandono de los más débiles[51]. Y aquí es donde el papa Francisco pone el dedo en la llaga y da respuesta a esa pregunta que nos planteábamos, cuando resalta que «tampoco las éticas contemporáneas son capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como fundamento último, no logra subsistir. Una verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse ‘prójimo’ que se preocupa por el otro»[52].
Todos somos hermanos… ¡porque todos tenemos el mismo Padre! Y si nos olvidamos de Dios, si damos la espalda a nuestro Padre, entonces también daremos la espalda a nuestros hermanos. La fe ilumina todas las relaciones sociales, y, desde la experiencia de la paternidad de Dios, se expande en un camino de fraternidad. La fraternidad universal entre los hombres no se puede fundamentar únicamente en la igualdad ante la Ley, ni mucho menos en el consenso, o en un mero deseo voluntarista de vivir como hermanos. No puede haber fraternidad sin referencia a un Padre común como fundamento último. Y quienes prometen un mundo fraterno, pero sin Dios, están prometiendo algo imposible que da la espalda a la realidad, a la racionalidad, y a la naturaleza humana, y que esconde otros intereses con el maquillaje de las palabras bonitas. Jóvenes: no os dejéis engañar. Es necesario construir el presente y el futuro sobre el verdadero fundamento de la fraternidad, volver a su verdadera raíz. “A lo largo de la historia de la salvación, Dios revela su deseo de hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su plenitud en Jesús, y que todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. A través de la fe descubrimos que cada hombre es una bendición para mí, un hermano”[53].
Por eso, la fraternidad cristiana no es simplemente un don, es también para los discípulos de Jesús una tarea: continuamente han de dejar que esta se edifique y han de estar atentos frente a la constante amenaza del pecado, la división y la tentación de dominar a los otros (cf Mt 20,25-28; l Pe 1,22; 3,8).
Soñemos juntos
Aunque ya casi no nos acordemos de cuando no podíamos salir de casa y nos veíamos obligados a lavar cada tarro que sacábamos de la bolsa de la compra, y sintamos como flashbacks lejanos cada vez que nos encontramos una mascarilla olvidada en el bolsillo de un abrigo, la pandemia del coronavirus sigue de algún modo marcando nuestro presente. A fin de cuentas, no ha pasado tanto tiempo como para borrar todo cuanto vivimos y sufrimos en todo el mundo. En aquel diciembre de 2020 se presentó el libro del papa Francisco Soñemos juntos, en el que reflexiona sobre la crisis del covid 19 y todas sus consecuencias. El texto viene a ser una hoja de ruta para afrontar la situación que quedaría en la sociedad después de esta pandemia, y en él afronta con esperanza profética la post-pandemia y los desafíos que trae consigo para el futuro de la humanidad. A lo largo del texto responde a diferentes cuestiones y problemas candentes tanto en la Iglesia como en la sociedad.
Así, el Papa subraya que esta crisis ha puesto de relieve la desigualdad y la injusticia que reinan en nuestra sociedad, y ofrece una crítica lúcida y valiente de las causas que han llevado a la situación actual. A la vez, destaca la fuerza de la solidaridad, la capacidad de recuperación, la generosidad y la creatividad de tantas personas que ponen el corazón y los medios al servicio de los demás, y que se entregan a la tarea de mejorar la sociedad, articulando un sistema económico más justo e intentando salvar la casa común. Por eso exhorta a trabajar para que tanto dolor soportado en este tiempo no sea en vano, sino que saquemos las lecciones pertinentes de cara al futuro.
Esta situación histórica que hemos vivido, y todas sus consecuencias, nos hace poner sobre la mesa un término que no es de uso corriente, pero que es necesario conocer y comprender: la antropología. La Real Academia de la Lengua define “antropología” como el “conjunto de ciencias que estudian los aspectos biológicos, culturales y sociales del ser humano”. O lo que es lo mismo, cómo los seres humanos nos vemos y nos entendemos a nosotros mismos, qué visión tenemos de nosotros y de nuestra realidad. Porque según nos veamos a nosotros mismos, y a los demás, así actuaremos en consecuencia; así nos trataremos, así trataremos a los demás y así esperaremos ser tratados. Por eso es tan necesario saber qué antropología hay detrás de cada modelo social, de cada credo religioso, de cada ideología, de cada filosofía, de cada cultura, incluso detrás de cada moda o expresión artística como la música o el cine, porque eso nos permitirá entender por qué no todas las formas de vida son iguales, ni intercambiables.
La antropología de la Iglesia se fundamenta en la revelación cristiana, que nos manifiesta un designio de amor de Dios: que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios”, con capacidad para conocer y amar a su Creador; que no somos fruto del azar, sino un deseo expreso de Dios; y que no nos ha creado porque nos necesite para algo, sino por puro desbordamiento de amor: hemos sido creados porque nuestro Padre nos quiere, igual que unos padres engendran hijos no porque los necesiten sino como fruto del amor entre los esposos. Nos enseña también que Dios ha constituido al ser humano señor de toda la creación, y que debe ordenarla para gloria de Dios y para su propio perfeccionamiento (cf. Gn 1, 28)[54]. Recapitulando: ¿cuáles son los elementos fundamentales de la antropología cristiana? En primer lugar, la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios; en segundo lugar, su relación con las criaturas terrenas, su actuar en el mundo, vinculado al respeto a la naturaleza y a sus leyes, perfeccionándolo según el proyecto del Creador; por último, la condición social del ser humano, el hecho de que está llamado a existir en la comunión interpersonal. Porque desde el principio Dios los crea hombre y mujer (cf. Gen l, 27) y de esta manera expresa la comunión de personas. Por tanto, el ser humano es un ser social que no puede desarrollarse sin la relación con los demás[55]. Esta concepción de la persona humana, de la sociedad y de la historia se fundamenta en Dios y en su designio de salvación.
En un mundo materialista y consumista podemos acabar reduciéndolo todo al “hacer”, al producir, a la utilidad. Es preciso poner la atención en la persona concreta. Es necesario partir de nuevo desde la persona, desde su integridad, desde sus necesidades, desde sus potencialidades. El centro de la actividad económica ha de ser ocupado por la persona y la búsqueda del bien común, y no puede ser monopolizado por el puro rendimiento y menos aún por el beneficio.
La sociedad sólo puede organizarse y funcionar adecuadamente si coloca al hombre en su centro, si promueve la dignidad de la persona, y si tiene en cuenta a Dios, ya que el anclaje último en Dios es lo que sostiene la vida personal y social. La persona ha de ocupar la centralidad de la economía sobre todo como ser humano dotado de una dignidad trascendente. Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada por nada ni por nadie. La economía no puede desvincularse de las exigencias éticas[56]. Es muy importante que quienes van a ser los trabajadores del mañana, los autónomos, los jefes, los empresarios, los directivos, los creadores y los reguladores de las reglas económicas, no pierdan esto de vista, ni sustituyan a Dios por ídolos materiales, económicos o ideológicos.
Soñar juntos es mirar al mañana con la esperanza y la determinación de aplicar unas “reglas de juego” para la sociedad que se sostengan sobre una antropología capaz de ver al ser humano en toda su dignidad trascendente. ¡Cuánto mejoraría el mundo si en los puestos de trabajo, en las aulas y en las calles, y también en los puestos directivos económicos, políticos, educativos o productivos, no sólo hubiera buenos profesionales, sino profesionales santos! ¿Y quiénes serán esos santos de las fábricas y los despachos del futuro, sino los jóvenes cristianos de hoy? ¿Quién más va a aceptar el desafío de ser santos, si no lo hacen suyo con entusiasmo los jóvenes católicos que hoy van a nuestras parroquias, a nuestras hermandades y cofradías, a nuestros movimientos y congregaciones, a nuestros centros educativos?
- Jóvenes para un mundo nuevo
El Cántico de las Criaturas es un cántico de agradecimiento a Dios por la naturaleza, compuesto en 1225 por san Francisco de Asís. El papa Francisco se inspira en este bello cántico, y en la carta encíclica Laudato si’ eleva también un canto de alabanza a Dios por la creación a la vez que dedica un amplio espacio a denunciar las actividades que pueden acabar destruyendo la naturaleza, y la falta de voluntad política y social para evitar esta destrucción. Se trata de un mensaje dirigido a los miembros de la Iglesia y también a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. El pasado 4 de octubre de 2023, fiesta de san Francisco de Asís, nos ha ofrecido la exhortación apostólica Laudate Deum, que es una continuación de la encíclica Laudato si’, y que se centra en la crisis climática.
Una llamada a fundamentarlo todo en Dios
El papa Francisco busca sacudir las conciencias de «todos» y lo hace particularmente con tres documentos. El primero es la carta encíclica Laudato si’, donde ofrece la perspectiva de una conciencia conjunta de la humanidad, como una familia natural abierta al don de Dios. El segundo es la carta encíclica Fratelli tutti, que evoca la importancia de unas relaciones interpersonales sanas y saludables que impulsen un espacio de convivencia propicio para la evangelización. Finalmente, el más reciente es la exhortación apostólica Laudate Deum, sobre la crisis climática. En esta, el Papa vuelve a poner en el centro de la reflexión de los fieles la urgencia de que debemos coordinarnos desde una conciencia colectiva natural, de respeto por el entorno, y sobrenatural, de reconocer a Dios como creador de todas las cosas, para buscar modos de respetar el ecosistema, que con tanto acierto él llama casa común, con actuaciones de doble valor.
El primer valor se puede definir como el fomento del valor intrínseco de la casa común, reciproca y mutuamente beneficiosa con el respeto por el ser humano, miembro insigne de la creación:
«La cultura posmoderna generó una nueva sensibilidad hacia los que son más débiles y menos dotados de poder. Esto se conecta con mi insistencia en la carta encíclica Fratelli tutti sobre el primado de la persona humana y la defensa de su dignidad más allá de toda circunstancia. Es otro modo de invitar al multilateralismo en orden a resolver los problemas reales de la humanidad, procurando ante todo el respeto a la dignidad de las personas de manera que la ética prime por sobre las conveniencias locales o circunstanciales»[57].
El segundo valor que, a mi juicio, resalta de la exhortación apostólica Laudate Deum, es una urgencia de cultivar la fe sobrenatural en Cristo para poder actuar moralmente de un modo provechoso para el entorno y que no perdamos de vista nuestra vocación misma a la santidad, que ya hemos recordado más arriba:
«A los fieles católicos no quiero dejar de recordarles las motivaciones que brotan de la propia fe. Aliento a los hermanos y hermanas de otras religiones a que hagan lo mismo, porque sabemos que la fe auténtica no sólo da fuerzas al corazón humano, sino que transforma la vida entera, transfigura los propios objetivos, ilumina la relación con los demás y los lazos con todo lo creado»[58].
Obviamente, el papa Francisco y el ecologismo integral del Evangelio nos urgen a tomar conciencia, o por decir con él, a dejarnos espolear por el «aguijón ético». En efecto, “Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación”[59] . Y redunda, casi una década después, insistiendo en lo ilusorio de un discurso parcial y sesgado, sin la adecuada visión de conjunto del bien común: «La lógica del máximo beneficio con el menor costo, disfrazada de racionalidad, de progreso y de promesas ilusorias, vuelve imposible cualquier sincera preocupación por la casa común y cualquier inquietud por promover a los descartados de la sociedad. En los últimos años podemos advertir que, aturdidos y extasiados frente a las promesas de tantos falsos profetas, a veces los mismos pobres caen en el engaño de un mundo que no se construye para ellos»[60].
El hombre no es un ser aislado del resto de seres vivos. Formamos parte de la misma realidad, de la misma creación, del mismo ecosistema en el que necesitamos de los demás seres vivos para poder vivir. Desde este punto de vista, la necesidad de cuidar la naturaleza no es sólo una cuestión moral; es también una cuestión biológica. Necesitamos al resto de los seres vivos.
Hemos de ser realistas, tener los pies en el suelo, y el Papa nos invita a hacer un ejercicio de realismo. Llamamos “fundamento” al principio sobre el que se funda algo, a su raíz y origen. Sobre la vida en general, sobre la vida cristiana y sobre cuál debe ser su fundamento, seguro que podemos encontrar diferentes concepciones y opiniones. Ahora bien, el fundamento de la vida es Dios, la realidad de las tres Personas divinas. El misterio de la vida sólo puede entenderse si se parte de su fundamento, es decir, si se parte de la Realidad de las tres Personas divinas, cuya vida se comunica al hombre en Cristo por el Espíritu Santo. De hecho, en el Catecismo de la Iglesia Católica nos lo recuerda de manera escueta pero directa y clara: «El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo»[61].
El Papa Francisco nos dice que debemos tener esa mirada contemplativa porque Dios nos habla a través de la creación, de la que Jesucristo mismo es modelo por su humanidad, y causa, por ser el Hijo de Dios, creador de cielo y tierra, como afirman las Escrituras. El conjunto del universo, con sus múltiples relaciones, muestra la inagotable riqueza de Dios. Jesús estaba en contacto permanente con la naturaleza y le prestaba atención, y podía invitar a otros a estar atentos a la belleza que hay en el mundo. Se detenía a contemplar la hermosura sembrada por su Padre, e invitaba a sus discípulos a reconocer en la creación un mensaje divino[62].
Ecología integral
Si bien el Papa ofrece en la carta encíclica Laudato si’ una breve explicación del paradigma tecnocrático que subyace al actual proceso de degradación ambiental, y lo define como una forma de entender la vida y la acción humanas que se desvía y que contradice la realidad hasta el punto de arruinarla, ahora invita a ir un paso más allá, a trascender la inmediatez de las cosas y circunstancias para poder percibir la realidad desde su misma identidad buena, porque Dios lo creó todo bueno. El punto débil de la tecnocracia, en definitiva, es concebir que el poder mismo de la tecnología y la economía son base suficiente para crecer de modo infinito o ilimitado. Y esto hoy ha entusiasmado a economistas, teóricos financieros y tecnológicos. Sin embargo, la tierra, y por ello, también cuanto contiene, «clama por el mal que le provocamos, debido al uso irresponsable y al abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella». La preocupación por la naturaleza, la justicia hacia los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior, son absolutamente inseparables[63].
El hilo conductor de la exhortación apostólica Laudate Deum se desarrolla en torno al concepto de un doble eje de cooperación: natural y sobrenatural. Por un lado, está el paradigma de la tecnocracia que no da más de sí, al ser sesgado, centrado en un relato de poder y beneficio a cualquier precio, llamado a ser revisado por un «multilateralismo» aguijoneado por la ética y la colaboración recíproca, que ha de generar «un nuevo procedimiento de toma de decisiones y de legitimación de esas decisiones, porque el establecido varias décadas atrás no es suficiente ni parece eficaz. En este marco necesariamente se requieren espacios de conversación, de consulta, de arbitraje, de resolución de conflictos y de supervisión, y en definitiva una suerte de mayor “democratización” en el ámbito global para que se expresen e incorporen las variadas situaciones. Ya no nos servirá sostener instituciones para preservar los derechos de los más fuertes sin cuidar los de todos»[64].
Ahora bien, está el eje vertical o trascendente, que articula las relaciones fundamentales de la persona: con Dios, consigo misma, con los demás seres humanos, con la creación. Este itinerario comienza a partir de motivaciones espirituales, que brotan de la propia fe[65]. El Papa retoma la tradición judeocristiana, principalmente a partir de los textos bíblicos y con la posterior elaboración teológica que sobre ellos se construye.
El análisis se orienta después a proponer un trabajo conjunto desde la comunión y el compromiso, experimentando un espacio de reconciliación con el Señor y con la propia conciencia, primero, porque «un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo»[66], y en segundo lugar, porque: «terminamos con la idea de un ser humano autónomo, todopoderoso, ilimitado, y nos repensamos a nosotros mismos para entendernos de una manera más humilde y rica»[67]. Sobre la base de esta mirada actualizada e integral, podemos proponer una «conversión ecológica» igualmente integral de lo humano y lo divino.
El camino de la conversión ecológica
Estas cuestiones pueden parecer muy elevadas o alejadas de nuestro día a día, pero hemos de recordar que a la Iglesia nada de lo humano le es ajeno, porque buscamos descubrir y hacer presente a Dios en todas las cosas; por otra parte, todas estas cuestiones “macro” tienen un impacto “micro”, es decir, directo y real en la vida cotidiana de nosotros mismos y de nuestros prójimos, y los jóvenes no pueden permanecer ajenos a ellas. Por eso, si volvemos a la mirada del papa Francisco sobre la realidad social, política y económica, podemos detectar una serie de líneas de renovación de la política internacional, nacional y local, de los procesos de toma de decisión en el ámbito público y de los sectores privados, de la relación entre la política y la economía, y de la religión y la ciencia, a partir de un diálogo honesto y transparente. También propone algunas líneas de maduración humana inspiradas en la experiencia espiritual cristiana[68].
En primer lugar, como elementos transversales, es necesario captar «la relación íntima entre los pobres y la fragilidad del planeta; la convicción de que todo en el mundo está estrechamente relacionado; la crítica del nuevo paradigma y las formas de poder que derivan de la tecnología; la invitación a buscar otras formas de entender la economía y el progreso; el valor intrínseco de toda criatura; el sentido humano de la ecología; la necesidad de debates sinceros y honestos; la grave responsabilidad de la política local e internacional; la cultura del «descarte» y la propuesta de un nuevo estilo de vida»[69].
En segundo lugar, estamos llamados a ser personas de diálogo. Eso no significa poner en un mismo grado de valor todas las opiniones y las visiones del mundo y de la persona, como si ignorásemos que hay antropologías y cosmovisiones que destruyen y otras que construyen; significa huir del egocentrismo que dificulta la colaboración con personas e instituciones a la hora de buscar soluciones a los problemas. El desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos afectan a todos y a todos nos deben interesar. Necesitamos dialogar, tender puentes, llegar a acuerdos. Por eso la primera respuesta consiste en dialogar y trabajar unidos, desde los diferentes ámbitos de los países y la sociedad, en colaboración, buscando y encontrando las posibles soluciones. Un diálogo honesto desde la convicción profunda de que es posible encontrar un modelo de desarrollo sostenible; un diálogo que se ha de llevar a cabo en la política internacional, nacional y local, en los procesos de decisión en el ámbito público y de iniciativa privada, entre la política y la economía, entre las ciencias, y también entre las diferentes tradiciones religiosas.
La conversión ecológica no se alcanza por la aplicación de leyes y normas con sus correspondientes sanciones; constituye un inmenso desafío educativo, que requiere fomentar la educación ecológica y la espiritualidad integral, con todos los recursos de que seamos capaces, para llegar a adoptar otro estilo de vida, otros hábitos. La sociedad entera ha de recibir la formación oportuna, con la motivación conveniente, para que vaya cambiando de mentalidad hasta poner en práctica virtudes como la sencillez, la sobriedad, la generosidad, la austeridad, la responsabilidad. Los agentes educativos se han de aplicar con decisión y con los recursos suficientes en todos los ámbitos: en la familia, la escuela, la parroquia, las entidades deportivas y de educación en el tiempo libre; también los medios de comunicación, etc. En este sentido, una correcta y completa educación en la infancia y juventud tiene una importancia crucial para el futuro.
Es preciso, por otra parte, adoptar un planteamiento de ecología que sea integral y ético, con un desarrollo humano que integra los aspectos sociales, medioambientales y económicos y que tiene repercusiones en la vida cotidiana y en la cultura, superando los enfoques fragmentados y parciales. Este itinerario comienza a partir de las mejores aportaciones científicas hoy disponibles en materia de medio ambiente, para colocar después un fundamento sólido en el recorrido ético y espiritual que deberemos hacer. La propuesta ha de tener en cuenta las interdependencias de las personas entre sí y con los sistemas de la naturaleza, con la certeza de que en el mundo todo está conectado como un sistema capaz de armonizar las relaciones fundamentales de la persona: con Dios, consigo misma, con los demás seres humanos, y con la creación.
Finalmente, es urgente que entremos por el camino de una profunda conversión a Dios, que nos lleva a la conversión ecológica. No se trata de un tema menor, el problema que nos ocupa es antropológico, y es consecuencia del modo de entender la vida y la acción humana; el problema radica en la concepción misma del ser humano, que se ha alejado del mandato de Dios a nuestros primeros padres: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra». Y dijo Dios: «Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la superficie de la tierra y todos los árboles frutales que engendran semilla: os servirán de alimento. Y la hierba verde servirá de alimento a todas las fieras de la tierra, a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra y a todo ser que respira» (Gn 1, 28-30).
Hoy, cuando los seres humanos tratan de ocupar el lugar de Dios y de vivir como si Dios no existiera, están intentando erigirse en dioses. Ahora bien, pretender sustituir a Dios y vivir de espaldas a sus mandatos jamás conduce al paraíso, aunque así se nos prometa, sino a la angustia y al infortunio. Por eso, en lugar de perfeccionar la tierra y de acompañar la creación, hemos llegado al punto de dañarla gravemente a través de una técnica de posesión, de dominio y transformación, usando y abusando de los recursos sin límite alguno. La solución no consiste en poner parches a las urgencias que van apareciendo, sino en una verdadera conversión del corazón, que tiene su dimensión ecológica, en adoptar un nuevo estilo de vida por parte de las personas, las instituciones y los Estados que respete la obra creada por Dios. Consiste, en fin, en vivir como cristianos en todos los ámbitos de nuestra existencia, con una auténtica y responsable coherencia con nuestra fe, que sigue siendo capaz de iluminar los problemas particulares de las personas individuales, y también los grandes desafíos históricos del mundo entero. No hemos de olvidar que Dios mira a cada uno como un Padre de familia, que no deja de atender las necesidades de toda la prole, a la vez que trata a cada uno de sus hijos como si fuera un hijo único.
- Cómo será eso, si somos tan pobres y pequeños
María acompaña toda la vida de Jesús, desde el instante de la concepción virginal del Redentor hasta la muerte y resurrección; también acompañó los primeros pasos de la Iglesia naciente. En ella, pues, tenemos un admirable punto de unión entre Dios y la humanidad, en virtud de ser la Madre del Redentor, Jesucristo.
El anuncio del ángel significa una irrupción poderosa e inimaginable de Dios en su vida, y el punto de partida de su peregrinación de fe. El ángel le anuncia un mensaje desconcertante, la propuesta de convertirse en la Madre del Mesías. Se siente absolutamente desbordada por el Misterio de Dios, y no duda de su poder, pero para comprender mejor su voluntad y conformarse más plenamente a ella, formula una pregunta: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34). Gabriel contesta que el Espíritu Santo vendrá sobre ella y su sombra divina actuará el misterio de la Encarnación del Santo e Hijo de Dios, y ella responde con un «sí» confiado, que comprometerá toda su vida, aceptando la misión encomendada, ofreciendo su consentimiento humilde y generoso. En su respuesta no hay otra seguridad que la confianza en la Palabra de Dios. Responde con una fe absoluta, una fe que desempeña un papel decisivo en este momento único y decisivo de la historia de la humanidad, y se consagra totalmente a la Persona y a la obra de su Hijo, cooperando con Él al misterio de la Redención.
María Santísima nos inspira y nos alienta para responder con generosidad a la llamada de Dios, como ella; nos ayuda para que nuestra respuesta sea confiada, sin miedo, porque el Señor nos dará la fuerza y la gracia para llevar a cabo la misión que Él nos encomiende; nos acompaña para que nuestra entrega sea total, sin límites, con ilusión y esperanza, dispuestos a ser sal, luz, fermento en medio de nuestros ambientes.
- «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1, 37)
La misión de los jóvenes consiste en la santificación personal, la construcción de la familia humana y el cuidado de la creación. No estamos llamados a la mediocridad, sino a hacer santas todas las cosas del mundo, de las más pequeñas a las más grandes, dejándonos transformar por el Señor. La labor del santo no es otra que la de configurarse con Cristo, anunciándole y mostrando al mundo que Dios existe y nos cambia la vida; es transformar la sociedad en la que vive e imprimir el sello del Evangelio en el momento histórico en que Dios le ha hecho vivir; es dejarse cambiar el corazón por el Espíritu, para cambiar el mundo, empezando por el entorno inmediato. Seguramente nos parecerá una misión imposible, y así es, efectivamente, si dependiera de nosotros. Pero la gracia, nunca mejor dicho, la gracia es que depende de Dios, que quiere nuestra colaboración, que consistirá, sobre todo, en no poner trabas a su acción, en dejar que actúe a través de nuestras pobres personas.
Si algo define al corazón joven es su insatisfacción y su inconformismo. En lo profundo de su corazón busca el bien y la verdad, desea vivir en la coherencia y en la solidaridad. Ahora bien, los jóvenes están necesitados de Alguien que los llame por su nombre para un ideal de altura. Algunos querrían que los jóvenes permaneciesen con la mirada fija en las pantallas, desgastando su energía en un scroll infinito de videos vacíos, contemplando extasiados su propio reflejo rodeado de likes o anhelando con envidia la vida de los demás. Otros prefieren esterilizar su inconformismo natural haciendo que esgriman eslóganes ideológicos que resultarán caducos en unas décadas, o animándoles a un activismo de sillón que los convierte en haters amargados. Para otros, no son más que compradores potenciales, piezas de un engranaje materialista e inhumano, o posibles votantes a los que sobornar con dinero público.
La propuesta de la Iglesia es bien distinta: como han señalado san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco, los jóvenes responden cuando se les propone una meta alta, sin rebajas ni medias tintas. La Iglesia quiere a los jóvenes con la mirada puesta en el cielo, sabedores de que son amados infinitamente por Dios, y capaces de encontrar en Él el auxilio del Espíritu que los hará capaces de transformar la tierra con su entrega generosa, su responsabilidad y su alegría. Al contrario de lo que el mundo acostumbra a hacer con los jóvenes, la Iglesia no les promete un futuro prefabricado, sino que los anima, ante todo, a responder con libertad a la llamada de Dios. Si quienes acaban sembrando división y desigualdad están tan empeñados en que los jóvenes no escuchen a Dios, es precisamente porque saben que Dios los animará a destinos que superan toda expectativa humana, en libertad verdadera.
Vocación y estados de vida
Toda vida humana es una vocación. Toda la vida misma del ser humano es una llamada de Dios a reconocerle en sus criaturas, y por medio de Jesucristo, alabarlo, bendecirlo y darle gloria. Así reza el pórtico de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, el «principio y fundamento». Todo ser humano recibe la llamada a descubrir su lugar en la historia y orientarlo todo según esa llamada, para encontrar la felicidad, para descubrir un sentido a su vida que la unifique y le ayude a experimentar la trascendencia del amor. Dicho amor, sin embargo, no es suficiente por sí mismo, si no se hace la pregunta trascendental: aceptar que no solo existes tú, que hay Alguien que te llama y te atrae al modo y manera que considera mejor para ti. A ese Ser lo llamamos Dios, y reconocer su primacía en tu vida es lo que llamamos «vocación cristiana». Solos no podemos, si no es Dios quien nos capacita para dar una respuesta. Por eso, la vocación consiste en una llamada a realizar el plan de Dios en la vida.
Curiosamente, hoy parece que estamos más dispuestos a escuchar a pretendidos gurús profesionales, a orientadores y coachs, incluso aunque no nos conozcan de nada o nos cobren abultadas facturas por sus servicios, antes que atrevernos a pedirle a Dios que nos revele la razón por la que nos ha creado, y nos ayude a descubrir su voluntad. Por mi experiencia de años acompañando a los jóvenes, sé que muchos desasosiegos, angustias y ansiedades desaparecerían si tuviésemos el coraje de ponernos en oración sincera para discernir nuestra vocación, con el propósito de seguirla. Desde un punto de vista teológico, la vocación se articula en tres ámbitos: vocación a la vida, vocación a la vida en Cristo, y vocaciones específicas.
La primera vocación es la llamada a la vida. Dios nos llama a la vida, de un modo individual y personal; y cada persona es única, irrepetible, insustituible. Después vendrá la llamada a la fe, a la vida en Cristo, a formar parte de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios; esta llamada se recibe en el Bautismo, que nos impulsa hacia la santidad y el apostolado. Y, finalmente, Dios nos llama a un estado de vida particular, a través del camino del matrimonio, del sacerdocio o de la vida consagrada. Todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a trabajar en la viña del Señor: sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles laicos; todos participan en la comunión de la Iglesia y en su misión evangelizadora, trabajando unidos, con carismas y ministerios diversos y complementarios, en comunión y sinodalidad.
Sacerdocio ministerial
El sacerdocio ministerial no es un invento de la Iglesia, ni es equiparable a una mera profesión. La vocación del sacerdote ordenado tiene sus raíces en el misterio mismo de Dios, Trinidad santa, que es la fuente de toda identidad cristiana. Dicha identidad en el sacerdote se manifiesta por medio de Jesucristo, en el seno de la Iglesia. De hecho, es la Madre Iglesia quien recibe el don de varones consagrados para la extensión del Reino de Dios, tejiendo la comunidad viva de los fieles, como misterio, comunión y misión. El sacerdote es un reflejo en la Iglesia del amor invisible de Dios, y su responsabilidad es manifestar y compartir dicho amor para la vida del mundo[70]. A su vez, el Obispo es el principio de comunión en la diócesis y tiene que ser padre, pastor y servidor de todos. La Iglesia diocesana es una comunidad de fe, de gracia, de amor y de apostolado. Los Obispos, sucesores de los apóstoles[71], reciben el ministerio de la guía de la comunidad como pastores, como sacerdotes del culto sagrado y como maestros de doctrina.
El ministerio de los presbíteros está unido al Orden episcopal. Ellos son llamados a prolongar la presencia de Cristo, como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado. Son una representación sacramental de Jesucristo, proclaman su palabra, renuevan sus gestos de perdón y de salvación, ejercen el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre. Su misión es anunciar el Evangelio, edificar la Iglesia, viviendo la caridad pastoral, al servicio de los hermanos. Los diáconos, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad[72].
Los sacerdotes ejercen una paternidad real en el ámbito espiritual. Su vida es fecunda, no estéril, aunque en el rito occidental de la Iglesia católica el sacerdocio vaya unido al celibato. Pocas cosas pueden hacer tanto daño al sacerdocio ministerial como olvidar esa paternidad espiritual, o sustituirla por el “colegueo” o el deseo de agradar al mundo. Del mismo modo que un padre de familia no puede pretender convertirse en amigo de sus hijos, porque su vínculo siempre será de padre, aunque deba ser un padre cercano, tampoco los sacerdotes pueden olvidar que son padres de almas. Y si bien es cierto que tanto los sacerdotes como los fieles tienen que aprender a superar los esquemas de clericalismo y de un autoritarismo que se extendía a todos los ámbitos de la sociedad, hoy lo que está en crisis en nuestra sociedad es la figura paterna, que afecta de lleno a la relación con Dios y que la Iglesia está llamada a recomponer.
Vida consagrada
Mediante la adopción de los consejos evangélicos, la persona consagrada centra su existencia en Jesucristo, imita su forma de vida cuando eligió venir al mundo, enviado por el Padre para nuestra redención. La vida de consagración radical al Señor, principalmente por la virtud de la obediencia evangélica viene acompañada del ofrecimiento de la propia vida afectiva por el celibato o virginidad, y por la renuncia a las posesiones legitimas en este mundo para seguir con mayor disponibilidad al Señor en su obra de glorificación de Dios. En este sentido, los miembros de la vida consagrada[73] dan testimonio de la índole escatológica de la Iglesia. La vida consagrada pone de manifiesto la primacía de Dios, de los valores evangélicos y de los bienes futuros; no antepone nada al amor a Cristo y a los hermanos. Se trata de un testimonio valiente y profético, especialmente necesario en estos tiempos de liquidez, de relativismo, de materialismo a ultranza.
Los institutos de vida activa difunden el mensaje del Evangelio, realizan obras de caridad y sociales, educan en la fe a niños y jóvenes, promueven la cultura y apoyan a los más desfavorecidos. Viven los principios del Reino de Dios practicando la castidad, la pobreza y la obediencia, entregándose completamente a Dios y estando plenamente dispuestos a ayudar a las personas y a la comunidad, inspirándose en la vida de Cristo.
Las comunidades de vida contemplativa representan un símbolo de lo eterno y la unidad; son un espacio para la acogida del amor de Dios, para el diálogo del mundo con el corazón de Cristo en vistas a su conversión, y para la oración constante de alabanza, súplica, intercesión y expiación. A través de la convivencia fraterna, y el compartir trabajo y oración constante, revitalizan la sociedad y la historia, y colaboran significativamente al desarrollo de la santidad de la Iglesia. En definitiva, son y obran como ángeles de Dios, mensajeros del Señor y guías de fe, e inspiran a las personas de su tiempo a expandir sus perspectivas y aspiraciones en la vida.
También las personas consagradas viven una vida fecunda, y su modo de vida comunitario está llamado a reflejar la vida familiar y fraterna, sin perder sus particularidades. Ni los sacerdotes, ni los consagrados, ni los laicos, somos islas autónomas que funcionemos como compartimentos estancos. Cada carisma particular dentro de la vida religiosa encierra una alegría y un don de Dios. Por desgracia, considerar esta vocación como algo de tiempos pasados está cerrando hoy el corazón de muchos jóvenes, y singularmente de muchas jóvenes, a una vida feliz y plena, entregada a Dios y a los demás, solo por descartar de antemano la posibilidad de la vida consagrada.
La responsabilidad de cada familia religiosa es mantener activo y atractivo su carisma tal y como de Dios lo recibió, viviéndolo sin rebajas ni maquillajes, para que los jóvenes puedan reconocer en él un camino del que enamorarse, para amar más al Señor. Ningún joven quiere para sí algo marchito por el paso del tiempo, por más que estén tan de moda los mercadillos vintage. Para los jóvenes, un carisma que no permanezca siempre joven, es decir, que no permanezca fiel a la radicalidad novedosa de sus orígenes, no podrá ser considerado una alternativa de vida. Y les estaremos dejando huérfanos, sin posibilidad de reconocer la vocación que Dios tiene pensada para ellos. ¡Qué gran responsabilidad la de quienes han de dar la respuesta, y la de quienes han de suscitar la llamada!
Estado de vida laical
Los laicos en la Iglesia tienen una naturaleza singularmente vinculada con el ritmo y el palpitar del mundo[74]. Lo son todos aquellos fieles que se unen a Jesucristo a través de los sacramentos de la Iniciación cristiana, a saber: el Bautismo, la Confirmación y la participación en la mesa de la Eucaristía. Forman parte del Cuerpo de Cristo, comparten la misión eclesial de la evangelización y la santificación del mundo contemporáneo para la gloria de Dios y salvación de la misma humanidad en el Señor. Están inmersos en el mundo, comprometidos en labores cotidianas, ocupaciones y en la vida familiar y social: estudian, trabajan, establecen vínculos de todo tipo. El mundo, gracias a ellos, pasa de ser un escenario anónimo a ser el escenario y medio de su vocación cristiana.
Desempeñan un papel esencial en la transformación interna del mundo: son como el fermento en la masa, que afirma nuestro Señor en los evangelios, y llevan a cabo sus responsabilidades desde una perspectiva evangélica. Mediante su fe y sus obras, revelan la presencia de Cristo en la sociedad. Porque, como es lógico, los laicos pueden llegar a ambientes donde no podría hacerlo un sacerdote o una religiosa, o al menos, no podrían llegar de la misma manera: a las oficinas, a las aulas, al mundo del trabajo, a las empresas, a los espacios de ocio, al trabajo agrícola, a los gimnasios, a los conciertos, etc. Las imágenes de la sal, la luz y la levadura, nos ayudan a entender la pertenencia y la participación de los laicos en la sociedad, en el mundo, a la vez que expresan la singularidad de esta participación. El estado de vida laical alberga diversas vocaciones, diversos caminos espirituales y apostólicos, que el Espíritu Santo va suscitando para dar respuesta a las necesidades de la Iglesia y del mundo de modo que «cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 P 4, 10)[75].
Uno de estos caminos laicales, el más común, es el matrimonio. San Juan Pablo II señalaba en la exhortación apostólica Familiaris Consortio que Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, lo capacita para amar y lo llama a vivir el amor en su vida; que constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de Cristo como auténticos misioneros del amor y de la vida hasta los últimos confines de la tierra; más aún, afirmaba que «la Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de Dios”»[76].
Y todo ello, tratando de vivir como una verdadera iglesia doméstica, que no se rija por los criterios del mundo sino por un deseo real de llegar a la santidad. No es fácil hoy día vivir como una familia cristiana en la que Cristo pudiera sentirse cómodo en cada estancia y con cada decisión, como en su propia familia de Nazaret. La meta es poder construir un hogar donde pudiera instalarse un sagrario en cada habitación, sin sonrojo por lo que se ve en la televisión o en el ordenador, sin peleas ni malos tratos, con alegría y deseos de santidad. Aunque el día a día sea complicado y humanamente costoso, esa es la realidad última del matrimonio y de la familia cristiana: en la rutina normal de cada día, vivir sin miedo ni vergüenza la propia fe, transmitirla a los hijos y a los padres, y abrir las puertas del hogar, sin encerrarse en sí mismos, para compartirla con los amigos, con los vecinos, con la sociedad entera.
- Cuando Dios llama, capacita para la misión
La historia de toda vocación es la historia de una misión que comienza con una llamada de Dios y continúa con la respuesta que corresponde al hombre. Así lo encontramos siempre en las escenas vocacionales descritas en la Sagrada Escritura. Y así continúa a lo largo de la historia de la Iglesia en todas las vocaciones. Las palabras de Jesús a los apóstoles, «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), reflejan esa primacía de la iniciativa de Dios en la vocación.
No es extraño que nos sintamos pequeños, incapaces e indignos ante la misión encomendada; no es extraño que afloren los temores, ansiedades y confusiones. De sobras sabemos que no somos superhéroes de Marvel, ni podemos domesticar dragones como en las series de ficción. Ante Dios no vale el postureo, y al escuchar la llamada, podemos ignorarle y “dejarle en visto”, como ocurre en las aplicaciones de mensajería, pero a riesgo de no llegar nunca a ser felices. Es cierto que a veces cuesta percibir la llamada, y nos quedamos a oscuras, como perdidos, sin saber por qué camino seguir. Pero, que no cunda el pánico: no somos los primeros en buscar y escuchar la vocación a la que Dios nos llama. Y por eso podemos aprender de quienes han hecho este camino antes que nosotros. No hay que ignorar el ejemplo de los creyentes que nos han precedido, solo porque nuestra sociedad sea diferente de la suya, o porque los tiempos hayan cambiado.
Un caso emblemático es la llamada al profeta Jeremías (cf. Jer 1, 4-19), que no se ve capaz de llevar a cabo la misión porque es muy consciente de sus limitaciones, de su fragilidad personal; pero a pesar de los miedos, con la ayuda de Dios superará las dificultades y se entregará a la misión con confianza y alegría. Dios llama a todos los bautizados a ser sus profetas, y tal como insiste el papa Francisco, tiene un sueño para cada uno, conforme a su edad y situación personal, a sus capacidades, a sus virtudes y defectos, a su forma de ser. En la Sagrada Escritura encontramos siempre respuestas a nuestras inquietudes y miedos, a cualquier situación existencial. ¿Para qué crees que tienes los talentos que Dios te ha dado? ¿Para enterrarlos, o para hacerlos fructificar a gloria suya y al servicio de los hermanos a través de una vocación concreta?
Vamos a inspirarnos en el Evangelio y en algunas expresiones de santa Teresa del Niño Jesús, una santa joven a quien el papa Francisco ha dedicado una exhortación apostólica recientemente[77]. Una joven que, a pesar de su dulzura y su alma de niña, era también enérgica, decidida, y, sobre todo, enormemente generosa y valiente. Porque los santos no suelen ser pusilánimes, ni remilgados, incluso aunque tengan formas suaves a la hora de expresarse y de tratar a los demás. Ser personas de carácter no es lo mismo que tener mal carácter. Y los santos, por lo general, tenían un carácter fuerte, que se reflejaba en su decisión y compromiso para seguir la llamada de Dios.
Sin miedo, llevar a Jesús a los demás
La primera actitud es el ánimo, el celo misionero. Nos inspiramos en una escena del evangelio de san Mateo (cf. 14, 22-33). Después de la primera multiplicación de los panes, Jesús se retira al monte para estar a solas y orar. Mientras tanto los discípulos se adelantan camino de la otra orilla donde se encontrarán de nuevo con él. En un momento dado, la barca se encuentra muy lejos de tierra, y es sacudida duramente por las olas, porque el viento era contrario; además, entrada la noche, se les acerca Jesús andando sobre las aguas. Los discípulos no lo reconocen, no comprenden que se trataba del Señor, y se asustan creyendo que era un fantasma, hasta el punto que llegan a gritar de miedo. Pero Jesús los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Según la interpretación de los Padres de la Iglesia, el mar simboliza la vida presente y la inestabilidad de este mundo visible; la tempestad representa el conjunto de los sufrimientos y dificultades que oprimen al ser humano. La barca representa a la Iglesia, que está edificada sobre Cristo y es guiada por los apóstoles. La conclusión de este episodio es la necesidad de sobrellevar con valentía las adversidades de la vida, confiando siempre en Dios.
En la escena podemos distinguir tres elementos: el primero, que están abandonados a sí mismos; el segundo, que se encuentran “de noche”, lejos de Jesús; por último, que se encuentran expuestos a las fuerzas adversas tanto exteriores (la sacudida de las olas, el viento contrario, etc.) como interiores (fatiga, temor, desconfianza). Los tres elementos los mantienen alejados de Jesús, y como están lejos, no lo pueden reconocer. Ellos llegan incluso a pensar que es un fantasma y por eso gritan de miedo. Jesús los tranquiliza. Toda la reflexión apunta a la confianza que la Iglesia naciente ha de tener en medio de las dificultades. También nosotros hemos de reavivar la confianza, porque Jesús está presente entre nosotros y nos da paz, serenidad, unidad. Confiando en él somos capaces de superar el miedo.
El miedo forma parte de la vida humana en el ámbito personal, familiar, profesional, económico, político, social. Y estos tiempos que nos tocan vivir están marcado por incertidumbres y riesgos que, lógicamente, nos provocan miedo. Humanamente hablando, puede parecer que la fe no nos libera de los problemas, de las inseguridades y los riesgos, porque los creyentes estamos a la intemperie, como todo el mundo. Estamos a merced de las crisis, pandemias, e imprevistos múltiples, como todos los demás. Nuestra gasolina cuesta lo mismo que la de los demás, nuestra cesta de la compra no es más barata, la matrícula de la Universidad no nos sale más económica, ni tampoco el alquiler de un piso compartido o la hipoteca de un apartamento; las crisis sanitarias nos enferman como al resto, y los conflictos locales, nacionales e internacionales nos golpean de la misma manera que al resto del mundo. Por eso también nos asustamos y podemos llegar a gritar de miedo en nuestro corazón, al mirar al presente y hacia el futuro.
Y en esta situación, donde escuchamos tantos cantos de sirena que nos asustan o que intentan atraernos a intereses mundanos y cortoplacistas, como esos pop-ups fraudulentos que nos alertan de virus informáticos, o esos anuncios de internet que nos asaltan en mitad de un video para ofrecernos la solución mágica y rápida a nuestros problemas, Jesús se hace presente y nos dice de verdad, con una autoridad nueva y diferente a todo lo demás: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
Pensándolo bien, eso que algunos dicen de que la fe no nos libera de nada, no es verdad. Nos libera precisamente del temor, y nos da la fuerza para superar los problemas. No hace desaparecer nuestras preocupaciones, pero nos da una mirada nueva sobre ellas y nos da la fuerza para vencerlas. No evita que tengamos que presentarnos a los exámenes, pero nos libera de la angustia por el éxito vacío y nos devuelve la responsabilidad de hacer cuanto está en nuestra mano. No nos sube esa nómina tal vez insuficiente, pero nos ayuda a resistir, a seguir luchando, y a descubrir la acción de la Providencia, a amar la sencillez, mientras nos abre puertas para seguir creciendo y nos da el coraje para abandonar los entornos que nos oprimen.
«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Estas palabras de Jesús pertenecen a la esencia de su mensaje. Aquella noche se hizo realidad para los discípulos en la barca, y quiere ser realidad para nosotros, estemos en la situación que estemos, en cualquiera de nuestras noches. Tanto la Iglesia, como cada uno de nosotros, cuando nos fijamos sólo en nosotros mismos, o tenemos más conciencia de los “elementos” adversos que de la presencia de Jesús, entonces tenemos miedo. En cambio, andamos seguros cuando fijamos la mirada en Él, cuando tenemos conciencia de su presencia en medio de nosotros. La oración es el principal alimento de esa conciencia.
Confianza y amor en Cristo
San Pablo, en su carta a los filipenses, afirma: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13). De este modo, el Apóstol muestra su agradecimiento a la comunidad por su apoyo; comparte una revelación profunda sobre su capacidad de adaptarse a cualquier situación, que supera el mero autocontrol, como lo enseñaba el estoicismo en su tiempo. En él, y también en nosotros, es capacidad de adaptabilidad y versatilidad nacidas de su deseo de comunicar el Evangelio. Un verdadero cristiano no se deja atrapar por la comodidad ni se distrae con las tentaciones del mundo, ni se deja derrotar por los obstáculos. No importa la situación o el desafío: lo que importa es la fortaleza que Cristo le brinda. La fe en Cristo no es una forma específica de vida, es la constante presencia y apoyo de Jesús, que suscita en nosotros, los fieles, una confianza y un amor que nos plenifica. Afirma el Papa sobre esta actitud en la joven Teresa del Niño Jesús:
«Es la confianza la que nos lleva al Amor y así nos libera del temor, es la confianza la que nos ayuda a quitar la mirada de nosotros mismos, es la confianza la que nos permite poner en las manos de Dios lo que sólo Él puede hacer. Esto nos deja un inmenso caudal de amor y de energías disponibles para buscar el bien de los hermanos. Y así, en medio del sufrimiento de sus últimos días, Teresita podía decir: «Sólo cuento ya con el amor». Al final sólo cuenta el amor»[78].
El Señor nos concede el don de fortaleza, que nos ayuda a cumplir la voluntad de Dios y a sobrellevar las contrariedades de la vida, a vencer las tentaciones internas y externas, a superar tanto la timidez como la agresividad, a hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. De esta forma nos podemos sobreponer a los contratiempos, hacer frente a las adversidades de la vida, adaptarnos, superar las desgracias e, incluso, salir fortalecidos. No solo resistimos ante las dificultades, sino que, con la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, llegamos a ser mejores y más fuertes.
No hay aquí nada de populismo bienintencionado, ni de ese sinsentido de la “ley de la atracción”, hoy tan de moda como tantas otras corrientes New Age, neognósticas, paganas, alejadas de la verdad y que solo terminan por generar vacíos y sentimientos de culpa. No es voluntarismo estoico, ni puro azar, ni magia de amarres, ni la conspiración de un universo abstracto, ni de energías intangibles. Dios es real y su acción es eficaz en nosotros. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las dificultades de la vida diaria, es decir, en la defensa de la verdad, permaneciendo coherentes con los principios del Evangelio; en el ejercicio de soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, contra corriente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y el bien.
Apoyados en la firmeza que Cristo nos da, tenemos la capacidad de construir y reconstruir la vida, incluso en medio de los mayores infortunios. Con fe, esperanza y amor, y con deseo de trabajar por un futuro mejor, podemos hacer frente a cualquier adversidad. En tiempos de crisis y cambio de paradigmas es esencial recordar la capacidad de resistir, adaptarse y confiar en Dios, sabiendo que, con su apoyo, cualquier desafío puede ser superado.
El acompañamiento pastoral: signo del amor de Jesús hoy
Pero no podemos ser ingenuos. La vida cristiana no es sencilla, y querer descubrir, discernir y vivir solos nuestra vocación cristiana es prácticamente imposible. La fe católica no es para francotiradores, para lobos solitarios, para otakus espirituales. Ya lo hemos visto antes, cuando reflexionábamos sobre la parábola del buen samaritano. No podemos ser tan soberbios como para evitar que otros nos ayuden, ni somos el centro del universo, ni seres autosuficientes que no necesitan de los demás, ni narcisistas enfermizos que solo reclaman ayuda para satisfacer sus deseos.
Hemos de ser conscientes de que en el camino de la fe el acompañamiento es esencial por parte de la Iglesia y de sus pastores, y también de los fieles en las diversas obras de apostolado. En este contexto, el papa Francisco destaca que el anuncio del Evangelio debe ir de la mano con la formación y el crecimiento individual, nunca separados. Él sugiere que el propósito final de cada individuo es alcanzar la santidad, en sintonía con la urgente llamada que desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia siente que debe anunciar:
«El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, la llamada a la santidad»[79].
Esta aspiración se logra con el acompañamiento adecuado, y el Pontífice recuerda hay que tomar muy en serio a cada persona concreta y el proyecto que Dios tiene sobre ella, que no es otro que la santidad, la perfección[80] . Para ello, propone cinco aspectos cruciales:
- La Iglesia debe adoptar una postura de empatía y cuidado hacia el prójimo, como nos enseña Jesús en la parábola del buen samaritano. Es vital que los sacerdotes, religiosos y laicos seamos expertos en el “arte del acompañamiento”; hacer presente a Cristo en cada situación y ambiente, por la caridad del buen Pastor.
- El acompañamiento espiritual busca conducir a las personas hacia Dios, donde se encuentra la verdadera libertad. Es un viaje con Cristo hacia el Padre.
- El acompañamiento espiritual requiere de experiencia, prudencia y capacidad de escuchar genuinamente, dóciles al Espíritu Santo. Es esencial la práctica del arte de escuchar para proporcionar la orientación adecuada. De este modo, se encontrará la palabra y el gesto oportunos. Sólo entonces se pueden descubrir los caminos para un genuino crecimiento.
- El acompañamiento se hace desde el respeto de la relación individual de cada persona con el misterio de Dios. Ese ámbito de misterio tiene que ser respetado. Un buen acompañante invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, y a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio.
- El verdadero acompañamiento se centra en servir a la misión evangelizadora, al modo de Pablo con Timoteo y Tito, que les recuerda que son guías y a la vez acompañados por la voz experta del Apóstol mismo. El acompañamiento no solo está dirigido al desarrollo espiritual, sino también a la acción y la misión. Ahora bien, siempre hemos de recordar que todos somos acompañantes y acompañados. Por eso, la propia experiencia de dejarnos acompañar y sanar, nos ayuda a ser pacientes y comprensivos con los demás y nos capacita para encontrar las maneras de ayudarles a crecer.
Estos cinco criterios son muy importantes en el fondo y en la forma para la práctica del acompañamiento en nuestra triple misión: el camino de la santificación personal, la construcción de la familia humana, y el cuidado de la casa común.
Por eso, queridos jóvenes, os animo a encontrar un acompañante o un director espiritual, y no solo para descubrir la vocación concreta a la que os llama Dios, sino también para perseverar en la fe y en la vida cristiana, aspirando a la santidad. Es una figura que durante años ha caído en desuso, pero que cada vez más personas descubren hoy con una ilusión renovada, conscientes de su importancia y necesidad. De hecho, el acompañamiento es algo tan importante que el mundo de alguna manera lo ha sustituido y “secularizado”, ofreciendo coachs y personal trainers para múltiples disciplinas y ámbitos, pero sacando a Dios de la ecuación. Dios nos ofrece la salvación y la gracia solo porque nos ama, de forma gratuita, y a través de mediaciones humanas que no nos cobran, porque viven desposeídos de sí mismos, a ejemplo de su Maestro. Aquel que dijo: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10, 8).
- «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15)
La misión de la Iglesia está en continuidad con la misión de Cristo de proclamar e instaurar el Reino de Dios. Se realiza mediante la predicación de la Palabra, la celebración de los misterios y el servicio a la comunidad. Consiste en llevar la Buena Nueva a todos los ambientes, transformar la humanidad a través de la transformación del ser humano, la conversión del corazón, transformar por la fuerza del Evangelio los criterios, valores, centros de interés, líneas de pensamiento, fuentes de inspiración, modelos de vida, en definitiva, la cultura del hombre[81].
La misión es responsabilidad y compromiso de toda la Iglesia. Toda la Iglesia y cada Iglesia local tiene que vivir la acción misionera, cada miembro según su función y según los carismas recibidos. El papa Francisco impulsa una pastoral misionera con el fin de que toda la Iglesia salga al encuentro de todas las personas. Esto significa pasar de una pastoral sedentaria y estática, a otra abierta, itinerante. La pastoral debe concretar ese proceso misionero permanente que quiere ir a todos y llegar a todos, y que se verifica en el deseo de la Iglesia de llegar a los últimos, a los olvidados que Dios no olvida. Cada miembro del Pueblo de Dios, cada uno de los bautizados, es un agente evangelizador, en virtud del Bautismo recibido. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados[82].
Ideas-Fuerza de la JMJ Lisboa 2023
En los diferentes parlamentos que el Santo Padre ha ofrecido a lo largo de la JMJ Lisboa 2023, nos ha dejado algunos subrayados para los jóvenes, en el marco de la misión de la Iglesia aquí y ahora[83]:
En primer lugar, ha destacado la figura de María como modelo para los jóvenes. Ella se levanta y se pone en camino tras la anunciación; ella es el modelo de cómo acoger el don de Dios y comunicarlo a los demás, siendo portadores de Cristo; es modelo de los jóvenes en movimiento orientados hacia Dios y hacia los demás, especialmente los más necesitados, poniendo las necesidades de los demás por encima de las propias, buscando el amor y el servicio, el compartir y el encuentro. Los jóvenes son la esperanza para una humanidad fragmentada y dividida. Es hora de volver a emprender sin demora el camino de los encuentros concretos, de una verdadera acogida de los que son diferentes a nosotros, para descubrir en ellos a Dios, y también para descubrirles a los otros la grandeza del Señor de modo que también puedan encontrarse con Él.
En segundo lugar, que «Dios nos ama como somos». El amor de Dios ha aparecido en varias de las intervenciones, pero de una manera especial en la ceremonia de acogida de los peregrinos en la Colina del Encuentro. Medio millón de jóvenes escucharon al Santo Padre decir: «Somos amados como somos, sin maquillaje». En ese momento, animó a los jóvenes a acoger esta realidad y hacerse eco de ella porque «somos valiosos a sus ojos a pesar de lo que a veces ven tus ojos nublados por la negatividad». Al mismo tiempo, advirtió a los jóvenes sobre los múltiples peligros de manipulación que nos acechan. «Cuántos lobos se esconden detrás de una sonrisa de falsa bondad, diciendo que saben quién eres pero no te quieren y luego te dejan solo», denunció. Según Francisco, estas son las ilusiones de lo virtual. «Hay que estar atento para no dejarse engañar», aconsejó. Dios nos ama como somos y la experiencia de su amor nos ayuda a ser cada vez más como Él nos ha soñado. Así, ese “yo soy como soy”, que tantas veces empleamos como excusa para no abandonar nuestras mediocridades, puede ser el pórtico perfecto para preguntarle a nuestro Creador: «¿Quién soy yo para ti? ¿Cómo quieres Tú que sea?».
En tercer lugar, que Jesús es el camino. El papa Francisco animó a los jóvenes a caminar con Jesús hacia el calvario en la tarde del viernes y a compartir con él sus miserias. «Jesús muere en la cruz para que nuestra alma vuelva a sonreír», dijo entonces. Fue antes del Via crucis cuando interpeló a los jóvenes al preguntarles: «¿Lloráis de vez en cuando?». Él llora con nosotros, sufre con nosotros, continuó. Él es el camino» y está también presente en nuestro camino para ayudar a cada uno a llevar su cruz. Jesús, con su cercanía, nos ayuda a superar nuestra soledad y nuestros miedos.
En cuarto lugar, que «en la Iglesia caben todos». El Papa no ha dejado de insistir en que la Iglesia es para todos. Una de estas ocasiones tuvo lugar ante la Virgen de Fátima, donde el Pontífice tras rezar el rosario con los enfermos, dedicó unas palabras a los presentes: «La Iglesia no tiene puertas, para que todos puedan entrar». «Todos, todos, todos», le respondían los peregrinos a Francisco cuando les decía: «Ninguno sobra. Eso lo deja claro Jesús cuando manda a los apóstoles a llamar para el banquete, ‘vayan y traigan a todos’». En la Iglesia cabemos todos, todos estamos llamados a formar parte de esta familia de los hijos de Dios, porque todos estamos llamados a la conversión y a la santidad, a vivir en plenitud nuestra realidad de hijos de Dios.
En quinto lugar, que «la alegría es misionera, la alegría no es para uno, es para llevar algo». El joven cristiano se convierte en testigo y mensajero de alegría desde su experiencia del amor de Dios, y trasmite a los demás la alegría de haber encontrado a Cristo. Los bienes materiales, los avances científicos y tecnológicos, las situaciones de poder, las posibilidades de placer, etc., no acaban de saciar la sed de felicidad que anida en lo profundo del corazón humano. El joven cristiano ha de ofrecer un testimonio luminoso de esperanza, ser transmisor de la auténtica alegría, una alegría sencilla y contagiosa que despertará no pocos interrogantes. El joven cristiano es una persona que avanza por la vida con confianza, sin temor, saciado y feliz como un niño en los brazos de su madre (cf. Sal 131), experimentando el amor de Dios; recorre el camino en la compañía de los hermanos, en familia, en Iglesia, por eso nunca está solo, y se convierte en mensajero de alegría.
Por último, resplandecer, escuchar, y no tener miedo. Acogiendo a Jesús, viviendo unidos a él, aprendiendo a amar como Él, devenimos luz del mundo, transparencia de su luz, llamados a llevar su luz a todos los ambientes; Él ilumina la vida con una nueva claridad, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. En actitud de escucha, de escucharlo para poder conocerlo, para amarlo, para seguirlo con decisión, sin desalentarse ante las dificultades, obedeciendo su voz. Sin miedo, llevando a cumplimiento las últimas palabras que en la transfiguración dijo a sus discípulos: «Levantaos, no temáis» (Mt 17, 7). No tengáis miedo al mundo, ni a las dificultades y problemas del presente, ni a las incertidumbres del futuro, ni a la propia debilidad y las carencias personales, ni a comprometerse en un ideal grande, ni a lo que el Señor os pueda pedir. Hemos de grabar en la mente y el corazón las palabras del discurso de despedida de Jesús: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Ámbitos de compromiso misionero para los jóvenes
Dios podía habernos salvado de muchas maneras, pero empleó la lógica de la Encarnación para hacerse uno de nosotros; se hizo carne, se hizo concreto, palpable. Y tras su resurrección, se quedó entre nosotros de un modo real, presente en la Eucaristía. Jesucristo es Dios-con-nosotros, Emmanuel. También podemos encontrarle en el hermano, y estamos llamados a hacerle presente con nuestro propio testimonio de vida. «Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21). Por eso, no hay nada que resulte más favorable para animar a la conversión que el testimonio cotidiano de nuestra propia vida.
Para los jóvenes, esta llamada al testimonio responde al mandato misionero del Señor, que nos envía a proclamar el Evangelio a toda la creación: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20); también es una condición indispensable para vivir y preservar la propia fe en una época convulsa y llena de cambios. Porque quien no vive aquello en lo que cree, acaba por creer en aquello que vive. O lo que es lo mismo, que si en nuestro día a día vamos dejando de lado el testimonio de nuestra fe cristiana, que inspira nuestros valores, principios y decisiones, terminaremos por abrazar el credo pagano que nos vende el mundo, dejando a un lado nuestra fe. Sustituiremos a Dios por los ídolos. Y con el paso de los años, la fe será para nosotros un mero recuerdo de juventud. Seguro que cada uno de vosotros recordáis a compañeros y amigos con los que compartíais actividades en la parroquia, los campamentos, los grupos del colegio, las hermandades y cofradías, los movimientos, el coro, el voluntariado… y que con el paso de los años terminaron por alejarse del templo, luego de la Iglesia, y finalmente de Dios.
¡No dejéis que se apolille vuestra fe, queridos jóvenes! ¡No guardéis la vida de la gracia y el compromiso apostólico en el baúl de los recuerdos de un tiempo que no volverá! ¡No aceptéis el trueque fraudulento de cambiar a Dios por ídolos de barro que terminan corrompiéndose, y que no os abrirán las puertas del cielo ni os darán la felicidad en la tierra! Porque la fe católica, vivificada siempre por la luz y la fuerza del Espíritu Santo, no tiene fecha de caducidad ni en la Historia, ni en vuestra historia. La Palabra de Dios no es un trend de Tik Tok, que dentro de unos meses pasará al olvido. Cristo es válido para cada estado y momento de la vida, y para cada época de la Historia. ¡Y quien os diga lo contrario, os miente!
Así, para que el testimonio de vuestra fe crezca y contagie a los demás, es necesario que se haga concreto en aquellos ambientes en los que cada uno está presente. Con una máxima indispensable: antes de hablar a las personas de Dios, has de hablar a Dios de las personas. Es decir: has de rezar por aquellos a quienes deseas evangelizar, antes de empezar a hacerlo. Nosotros no queremos hacer proselitismo, como tantas veces dice el papa Francisco, ni queremos predicarnos a nosotros mismos. No pretendemos engordar las estadísticas de la Iglesia, como si nos moviésemos por intereses sociológicos o políticos. ¡Todo lo contrario! Nosotros, los católicos, queremos dar a conocer el amor de Dios, por amor a los demás. Así que antes de hablar de Dios, antes de evangelizar, reza por las personas y ambientes a los que quieres llevarlo. Con nombres y apellidos, con sus historias concretas. Incluso aunque en ocasiones te cueste pedirle a Dios por ciertas personas, que seguramente sean las que más necesiten de tu oración. Así encontrarás el valor que crees que te falta, el celo apostólico que necesitas, o la humildad que es siempre indispensable. Y llegado el momento, invoca al Espíritu Santo para que ponga en tus labios las palabras oportunas.
Cada uno de los ambientes en los que estamos llamados a dar testimonio tiene sus particularidades, y cada uno de nosotros tiene sus propios entornos cercanos, pero podemos trazar un esquema común para todos los jóvenes, a fin de que no penséis que estáis solos en vuestra misión, pues sois muchos los que compartís estas realidades. Para vosotros los ámbitos más cercanos son claramente ámbitos de misión: la familia, el barrio, el pueblo, el ambiente de estudio o de trabajo, las amistades, el voluntariado, las redes sociales, el ocio y diversión, etc. Voy a referirme a algunos de ellos.
La familia
Dar testimonio en el propio hogar no siempre resulta sencillo, aunque es indispensable. «Nadie es profeta en su tierra» (Jn 4, 44), dice el Señor en el Evangelio, una frase tan realista que el refranero la ha hecho suya. Nuestros padres y hermanos conocen mejor que nadie nuestras flaquezas e incoherencias, y, además, la familia es un espacio propio para que surjan los roces propios de la convivencia diaria. Sin embargo, el amor de Dios nos proporciona una mirada nueva sobre aquellos a quienes más amamos y más nos aman, que son comúnmente aquellos con quienes más nos peleamos, y por eso ellos pueden ser los primeros testigos de nuestra transformación, de nuestra conversión a Dios en el día a día. Muchos padres que transmiten la fe a sus hijos cuando son pequeños, luego necesitan que sus hijos les devuelvan las ganas de incorporarse de nuevo a la comunidad cristiana. Muchos hermanos que pelean por el uso del ordenador o por el reparto de las tareas de la casa, o que comparten andanzas nocturnas y confidencias divertidas, necesitan que alguien les hable de Dios con una libertad y firmeza a la que no prestarían oídos si viniesen de boca de un adulto. Piensa en tu propia familia, y no te faltarán los ejemplos. La familia de origen es, por tanto, el primer territorio de misión.
Pero la familia no se agota solo en aquella de la que venimos. También hemos de tener claro que el horizonte de formar una familia cristiana, en la que se viva la fe y se comparta la alegría del Evangelio, fundada en el matrimonio indisoluble y fiel entre un varón y una mujer, es hoy un desafío de primer orden. No es lo mismo casarse que convivir, ni es lo mismo unirse civilmente que hacerlo ante Dios y contando con Él. En un mundo que rehúye el compromiso, la entrega, la generosidad y la apertura a la vida, el matrimonio cristiano de unos jóvenes esposos es un signo profético que no pasa desapercibido.
El noviazgo
No tengamos miedo a decir alto y claro que existe el “amor para siempre”. Que eso del amor “hasta que dure” es hacerse trampas al solitario, es guardarse un as de egoísmo en la manga, porque el amor de los esposos no es solo un sentimiento sino, sobre todo, un compromiso de amor, que se renueva cada día y que está dispuesto a solucionar los problemas cuando llegan. El matrimonio cristiano es para toda la vida, hasta que la muerte separe a los esposos, no es “hasta que dure”. Porque al entender así el amor, para siempre, cuando surjan las crisis se buscará el modo de solucionarlas y superarlas, mientras que si pensamos que el amor puede acabarse, al llegar una crisis severa prestaremos oídos a quienes nos sugieran el divorcio con palabras que desalientan la vivencia de un amor auténtico. Pero para llegar a ese punto, es indispensable vivir un noviazgo cristiano, que permita un correcto discernimiento de si la persona con la que estás es aquella con la que quieres estar para siempre.
La forma de vivir el noviazgo es una piedra de toque para saber dónde tienes anclado el corazón: ¿en Dios, o en tus propias apetencias? El noviazgo cristiano es un testimonio de fe que conlleva una radicalidad que ilumina a cuantos están cerca, empezando por los propios novios: no utilizar al otro, ni dejarse utilizar; no renunciar a los más altos ideales por la presión sentimental o social; no abandonar la fe solo porque uno de los dos no la viva o no la entienda; apostar por una comunicación sincera, frecuente y de calidad, capaz de afrontar sin temor los proyectos de futuro; rezar juntos para pedir discernimiento; prepararse para dar la vida por el otro, etc. La experiencia pastoral me ha enseñado que el joven que renuncia a ser coherente con su fe en el noviazgo, en sus relaciones sentimentales, no tardará en irla abandonando, con el resultado de que, la mayoría de las veces, esas relaciones acaban por terminar en la nada, pero ya se ha perdido el trato con Aquel que lo es Todo.
La sexualidad
Los seres humanos somos seres sexuados, y nuestra sexualidad forma parte de nuestra identidad personal. Nuestras relaciones personales tienen siempre un componente que va ligado a nuestra sexualidad como varones o como mujeres. Somos iguales en derechos y ante la ley, pero nuestras diferencias físicas, psicológicas y genéticas son más que evidentes para cualquiera que no esté cegado por la ideología. La sexualidad es algo bueno y querido por Dios, que nos creó desde esta diferencia complementaria (cf. Gn 1, 27). Así es como lo entiende la Iglesia, y aunque en tiempos anteriores hemos adolecido de ciertas carencias formativas, las enseñanzas sobre la Teología del Cuerpo de san Juan Pablo II nos han aportado una visión renovada de la sexualidad humana y el matrimonio, más aún, una visión renovada del hombre y de la mujer como imagen de Dios.
Hoy, sin embargo, la sexualidad se ha convertido en un objeto de consumo para muchos. La tiranía de la pornografía esclaviza cada vez a más personas, a pesar de los profesionales que alertan de sus peligros y de sus efectos negativos; la promiscuidad es tolerada y alentada como si entregar el propio cuerpo fuese un mero divertimento, a pesar de que cualquier persona honesta sea capaz de reconocer que vivir así acaba pasando una enorme factura. La visión del sexo como un elemento banal del que podemos disponer y que podemos alterar según nos plazca en cada momento, no es sino una distorsión, una trampa, que está dejando a muchas personas heridas a lo largo del camino. Nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, pero hoy tantas veces lo tratamos y lo vemos, especialmente a través de las redes sociales, como si fuese un mero objeto para excitar los instintos de los demás.
No se trata de adoptar posturas mojigatas, ni de escandalizarnos como hipócritas. Se trata de llamar a las cosas por su nombre, con valor; se trata de denunciar la sexualización de la infancia, la pornificación del ocio, la cosificación de la mujer, la banalización del sexo, la mercantilización de las relaciones personales a través de aplicaciones en las que las personas se exhiben como si fuesen objetos de compra-venta. Y en este escenario, vivir una sexualidad ordenada según la voluntad de Dios, respetuosa con uno mismo y con los demás, capaz de esperar al compromiso total antes de la entrega total, de un modo consciente y bien formado, es un testimonio de fe que sorprende, que llama la atención, que impacta y atrae.
Los amigos
Lázaro, Marta, María, Pedro, Juan, Santiago… Jesús tuvo amigos. Es decir, que la amistad es un elemento crucial de la fe cristiana, porque el mismo Cristo eligió contar con los amigos para vivir y para darse a conocer. Por eso, también es un elemento fundante de la evangelización. Porque él mismo ha querido ser amigo nuestro: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 12-15).
Un buen amigo es aquel que saca lo mejor de nosotros mismos, y de quien nosotros sacamos lo mejor. Es aquel que nos ayuda a ser mejores, más parecidos a como Dios nos soñó. Es aquel con quien no tenemos que disimular ni fingir, que nos conoce “sin filtros”, que nos levanta cuando caemos, que ríe y llora con nosotros. Así que, si tú has encontrado al Señor, si sabes que te hace bien participar en la Iglesia, si tienes en Dios un motivo de alegría y regocijo, compártelo con tus amigos. Proponles acompañarte a tu grupo de fe o a tu voluntariado eclesial, sin miedo ni vergüenza, porque un verdadero amigo sabrá escucharte y apreciar tu invitación.
La amistad vivida entre cristianos tiene en sí misma una gran fuerza testimonial y evangelizadora. Toda la actividad misionera de la Iglesia debe estar revestida de amistad. Salir al encuentro, dialogar en verdad y caridad, con delicadeza y humildad, con prudencia, compartiendo las situaciones vitales, haciéndose uno con las personas, favoreciendo los lazos de amistad para llevarlas hasta el Señor. Esta vivencia de la amistad es un testimonio que hace presente a Cristo en medio de las personas, en medio de los ambientes, que vivifica la amistad humana y ayuda a encontrar a Cristo como el mejor Amigo.
Los estudios
La juventud es la etapa de formación por excelencia. No hay más que ver cuántas horas al día pasa un joven en el colegio, el instituto, la universidad o los centros de Formación Profesional, y cuánto de su tiempo libre dedica a estudiar y formarse. Y es normal, pues en estos años cruciales es donde se asientan los cimientos de la vida adulta. Esa cantidad de horas da lugar a múltiples conversaciones y relaciones humanas, en las que también es necesario mostrar nuestra fe por la vía de la normalidad. El testimonio de jóvenes responsables, alegres, simpáticos y empáticos, conscientes de los problemas del mundo y abiertos al diálogo con quien es diferente, sin miedos ni complejos, humildes y trabajadores, capaces de participar en la vida comunitaria y esforzarse por el bien común, es un sello propio del joven cristiano. Los grandes santos que se movieron en ambientes de estudio, ya fuesen educadores o alumnos, desde san Juan Bosco hasta el beato Carlo Acutis, desde santa Úrsula a santa Luisa de Marillac, así lo atestiguan, y nos sirven de inspiración.
No solo se trata de ver los centros de estudios como un terreno para la misión, que en muchas ocasiones resulta hostil y complicado. Evangelizar los estudios significa también descubrir la belleza y el orden de la Creación, instruirse en las ciencias para desentrañar los misterios de lo creado por Dios, conocer y comprender la Historia y los quehaceres de los hombres para entender mejor el mundo al que estamos llamados a evangelizar, o aprender un oficio para servir más y mejor a los demás; estos son modos en los que vivir nuestra relación con Dios y con los demás a través del estudio. La rutina cotidiana del esfuerzo, el sacrificio de las horas de estudio, el placer por aprender y el dolor por los suspensos, pueden ser un importantísimo capital de gracia que ofrezcamos a Dios, y que empleemos para evangelizar este ámbito y para nuestra santificación personal. También hay que dejar siempre un hueco para la formación específica en la fe cristiana, a través de lecturas que nos permitan conocer mejor la Palabra de Dios, nuestro Credo, la Doctrina de la Iglesia, la vida del Señor y el discurrir de la Historia de la salvación. Porque la formación humana y cristiana resulta hoy cada vez más necesaria para dar razón de nuestra esperanza (cf. 1Pe 3, 15).
El trabajo profesional
Como ocurre con los estudios, el mundo del trabajo es un espacio propicio para las relaciones humanas, en las que podemos reflejar al Señor a través de nuestro estilo de vida. Muchas veces evangelizaremos de un modo implícito, simplemente haciendo bien nuestro trabajo, preocupándonos por los demás, siendo un buen compañero, un buen empleado o un buen jefe. Otras veces, cuando tengamos más confianza, tendrá que ser de una forma explícita, mostrando sin complejos nuestra fe, e incluso proponiéndola a aquellos compañeros más cercanos. Hay muchos modos de dar testimonio cristiano en el trabajo: hacer la señal de la cruz antes de comer, no ocultar que hemos ido a misa el domingo al explicar nuestro fin de semana, decir un “rezaré por ese problema tuyo” cuando alguien lo pasa mal y te lo explica, o incluso tener alguna estampa en el lugar de trabajo, son formas sencillas de identificarnos como creyentes.
Evangelizar en el trabajo es también elegir aquel oficio o profesión en el que mejor podemos desarrollar los talentos que Dios nos ha dado. No solo aquellos que nos ofrecen un mayor éxito o un mejor salario, sino aquellos en los que vamos a poder desplegar todas nuestras capacidades y servir mejor al Reino, dando gloria a Dios. Hoy necesitamos santos en todos los lugares de trabajo, sean los que sean, sin excluir ni aquellos que comporten una mayor responsabilidad ni los que parezcan menos influyentes. El modo de dar gloria a Dios en el trabajo, que es siempre una vía constante de santificación, variará en cada caso, pero siempre partirá del deseo de hacer bien aquello que tenemos que hacer, para agradar a nuestro Padre Dios y servir mejor a nuestros hermanos.
No obstante, también hemos de estar atentos a tres peligros muy frecuentes en este terreno. El primero, idolatrar el trabajo. Hoy vemos cuántas vidas se sacrifican en el altar laboral, huyendo de la propia familia, quebrando hogares, abandonando amistades, zancadilleando a los compañeros, con tal de “triunfar”. El segundo, considerar que el mundo laboral es algo ajeno a Dios, y que se rige por unas leyes propias que nos obligan a no intervenir. Es justo en esos ambientes en los que hemos de esforzarnos por construir el Reino conforme nos anima la Doctrina Social de la Iglesia. El tercer peligro es el de vivir con pesar nuestro día a día profesional, deseando que llegue el fin de semana para escapar. Si no vemos la ocasión de santificarnos en la actividad a la que más horas dedicamos al día, es momento de pedir a Dios que nos ilumine y nos ayude a encontrar nuevas sendas. El mundo del trabajo necesita hoy más que nunca ser transformado según los criterios del Evangelio.
El ocio
Las canciones, las series, los videojuegos, los videos, las distracciones, las salidas con amigos, etc. En definitiva, la forma que tenemos de divertirnos es una de las pruebas más fiables para comprobar si nuestra vida es o no coherente con nuestra fe. Nuestra lista de Spotify o Netflix y nuestro historial de navegación dicen más de nosotros que cuanto digan los perfiles de todas nuestras redes sociales. Por ese motivo, el ocio es también uno de los más importantes terrenos de evangelización.
Hemos de comenzar siendo autocríticos. Desde hace décadas, la participación de la Iglesia en el mundo del ocio ha sido deficiente; hemos dejado que sean otros quienes ocupen este terreno, y lo han llenado de prácticas y criterios que en su mayor parte están alejados de la antropología y la cosmovisión cristianas, cuando no las combaten abiertamente. Necesitamos ser más exigentes con aquello que recibimos y consumimos mientras nos divertimos, porque sin darnos cuenta, a través de ese ámbito del ocio se han subvertido en los últimos tiempos los valores cristianos de nuestra sociedad y de nuestros corazones. Y no se trata solo de ser consumidores de un ocio que no nos destruya por dentro, sino también de ser creativos; hoy, los jóvenes tienen al alcance de la mano la posibilidad de convertirse en creadores de contenidos masivos y virales, y eso implica que los jóvenes cristianos tienen la oportunidad, y también la responsabilidad, de transformar la cultura desde dentro, ofreciendo alternativas positivas, alegres, divertidas y entretenidas, que a la vez propongan de un modo, explícito o implícito, toda la belleza que nace de la fe que nos ha transmitido el Señor.
Las redes sociales
La importancia de las redes sociales hoy es indiscutible. Su impacto en nuestra generación, y de forma particular entre los jóvenes, es tan grande que muchos no se conciben a sí mismos sin ellas. El problema es que las redes sociales nos hacen deambular por una realidad virtual, y por tanto no real, pero que tiene una repercusión auténtica en nuestra vida off line. Por ejemplo, puede que en los comentarios que dejemos en un post de Instagram o en un tweet ocultemos nuestra identidad detrás de un nick o de un perfil falso, pero la experiencia de haber escrito aquello, que ha salido de nuestras manos, de nuestro corazón y de nuestra cabeza, no tiene nada de irreal. O tal vez recurramos a filtros o a sonrisas huecas para parecer más felices, pero la insatisfacción que sentimos no puede ser ocultada a nuestros propios ojos.
La forma de comportarnos con los demás y con nosotros mismos en las redes sociales no puede ser igual que si no hubiésemos recibido el bautismo y la conversión a Cristo. Un cristiano no puede ser un hater, ni un irresponsable, porque «Dios es amor» (Jn 4, 7), y como hijos suyos que somos, hemos de actuar en consecuencia. Y no debemos caer en el postureo, en la falsedad o en la difamación, porque somos «hijos de la luz» y «todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 20). Al contrario, las redes sociales son hoy un campo propicio para mostrar la fe con espontaneidad, con naturalidad y de un modo creativo.
El compromiso social
En la conocida obra El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien, Gandalf tiene una frase memorable: “No nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza”. La cita tiene tanto más valor porque aparece en el tercer libro, El retorno del rey, cuando en apariencia el mal que anida en Mordor tiene todas las de ganar. Si hacemos un paralelismo con la realidad de hoy, vemos que los males e injusticias que aquejan a nuestra sociedad son muchos, incluso parecen cada vez mayores, y aquí ya hemos dado cuenta de algunos de ellos: olvido de Dios, relativismo moral, guerras, violencia, cultura del descarte contra los ancianos, los enfermos y los niños por nacer, pobreza, marginación, exclusión social, rechazo a los inmigrantes, desempleo, trata de personas, cosificación de la mujer, destrucción de la creación, desigualdades, banalización de la sexualidad, ideologías contrarias a la antropología verdadera, falta de un horizonte de futuro, etc. No podemos “dominar todas las mareas”, sin duda alguna. Pero tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados, instalados en la queja estéril o, peor aún, desentendiéndonos de todo.
Cambiar el mundo entero es imposible, pero el mundo no cambiará nunca si renunciamos a introducir pequeños cambios en nuestros pequeños mundos, en nuestros entornos cercanos. Como en un efecto mariposa, un pequeño gesto puede producir grandes cambios en el mundo si dejamos que sople a través de nosotros el viento del Espíritu. ¿O acaso podían imaginar aquellos doce apóstoles iletrados de Galilea que el mundo entero conocería la resurrección del Señor y que de la fe en Cristo Jesús nacería una civilización como nunca antes había existido sobre la Tierra? Basta con ser fieles al Señor, haciendo lo que está en nuestras manos, y él hará el resto.
El compromiso social está en el ADN de la Iglesia, que desde sus inicios trata de imitar a su Señor, «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó por el mundo haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (Hch 10, 38). No es un añadido, no es un extra, ni está reñido con la vida de oración y la espiritualidad. Al contrario, los cristianos encontramos en la oración y en el trato diario con el Señor, especialmente a través de los sacramentos, el amor para ayudar a los demás en sus situaciones concretas, y también la fuerza para perseverar cuando el primer impulso altruista se va desvaneciendo.
Comprometernos en mostrar el amor de Dios a los hombres, a través de obras concretas, es también una piedra de toque para saber si nuestra fe y nuestro apostolado son auténticos. Una fe sin obras de caridad concretas y sin un compromiso social explícito acaba volviéndose vacía, incapaz de atraer a otros. La Iglesia ofrece una enorme pluralidad de lugares para comprometernos con los más necesitados: promoción y capacitación de las personas más pobres y desfavorecidas, denuncia de las injusticias y sensibilización de la sociedad, comedores sociales, dispensarios, residencias, hospitales, hogares para niños, centros de ayuda a mujeres embarazadas en dificultades, casas de acogida para inmigrantes, pastoral penitenciaria, visitas a enfermos en sus domicilios, etc. Cada uno según su sensibilidad y sus talentos, y también desde sus propias comunidades de fe, puede elegir aquellas en las que se siente más llamado por el Señor. Lo propio de un cristiano es dejarse conmover por las necesidades de los demás, y ponerse a su servicio.
La política
Aunque sea de un modo breve, no quiero dejar pasar por alto la necesidad de un compromiso en el mundo de la política. Es algo que el papa Francisco ha repetido en muchas ocasiones a lo largo de su pontificado. Todos sabemos la importancia que tienen en el devenir del mundo las decisiones que se adoptan en el terreno político, tanto local, como nacional e internacional. ¿Acaso hemos de desentendernos nosotros, los que servimos a Dios, del compromiso y el testimonio en este ámbito? No, nada más lejos de la realidad. Y mucho más en el caso de los jóvenes, que serán quienes decidan las políticas del mañana.
En la carta encíclica Fratelli tutti, el papa Francisco señala que «para hacer posible el desarrollo de una comunidad mundial, capaz de realizar la fraternidad a partir de pueblos y naciones que vivan la amistad social, hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común. En cambio, desgraciadamente, la política hoy con frecuencia suele asumir formas que dificultan la marcha hacia un mundo distinto»[84]. Lo básico para ese “mejor tipo de política” es que en ella participen personas capaces de fomentar el amor social entre los demás a través del diálogo y de «perspectivas nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy, y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos»[85].
Ser católico en política “no significa ser recluta de un grupo”, como recordó el papa Francisco a la Academia de Líderes Católicos en 2019. Al contrario, se trata de servir al pueblo haciendo valer la dignidad de la persona y defendiendo los “principios no negociables” de los que habló Benedicto XVI en la exhortación apostólica Sacramentum Charitatis, que dedicó a la Eucaristía:
«El culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11,27-29)”[86].
¿Y quién defenderá en la política del mañana a los pobres, y esos principios no negociables, sino los jóvenes católicos del presente? ¿Quién lo hará en nuestro país, en nuestra archidiócesis, sino aquellos jóvenes católicos que hoy viven la fe en nuestras comunidades eclesiales?
Conclusión
Queridos jóvenes: La Jornada Mundial de la Juventud que hemos vivido en Lisboa el pasado mes de agosto ha sido un auténtico regalo del Señor, un tiempo de gracia y salvación, de alegría y esperanza, una experiencia de encuentro con Cristo, de pertenencia y amor a la Iglesia, de reflexión personal. A pesar de las dificultades del momento presente, volvimos colmados de esperanza y de proyectos para el futuro. El encuentro con Cristo es el acontecimiento más grande y más bello, el que cambia la vida, el que cambia el corazón y nos sitúa en un horizonte nuevo. Él nos ofrece su amistad, nos invita a permanecer unidos a él y a participar de su misión dando un fruto abundante y duradero.
La experiencia del amor de Dios, de la vida nueva en Cristo, tiene como consecuencia inmediata el deseo de comunicarlo a los demás, de compartir el tesoro encontrado. El apóstol tiende a expresar el amor de Dios, que llena su existencia. El mundo actual, tan materialista y secularizado, es como una inmensa tierra de misión, llena de desafíos; pero, a la vez, surgen nuevas ocasiones y posibilidades para anunciar el Evangelio. A vosotros, jóvenes, corresponde dar testimonio de la fe, aquí y ahora, y comprometeros a llevar a los demás el Evangelio de Cristo, camino, verdad y vida, en el tercer milenio; a vosotros corresponde construir una nueva civilización que sea la civilización del amor, de la justicia y de la paz.
No son pocas ni pequeñas las dificultades, incertidumbres y riesgos, ni son pocos los motivos para que a lo largo del camino aflore el miedo, que forma parte de la existencia humana. Es posible que nos asustemos al mirar al presente y hacia el futuro ante la fuerza de los elementos adversos. Jesús nos dice, como a los apóstoles: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14, 27). En nuestra Archidiócesis de Sevilla, en el lugar y el tiempo que Dios ha dispuesto para nosotros, asumimos la misión evangelizadora con alegría y esperanza, con un impulso nuevo. Cristo resucitado está presente en su Iglesia, camina con nosotros y nos envía su Espíritu; María santísima, Virgen de los Reyes, estrella de la evangelización, es la luz que nos guía. ¡Adelante jóvenes!, ¡Duc in altum!
Sevilla, 3 de diciembre de 2023, Primer Domingo de Adviento.
+ José Ángel Saiz Meneses,
Arzobispo de Sevilla
[1] Cf. José Ángel Saiz Meneses, Mira, hago nuevas todas las cosas, pp. 93-104.
[2] Juan Pablo ii, Homilía de inicio de pontificado, Roma, 22 de octubre de 1978.
[3] Benedicto xvi, Homilía en la Vigilia de Oración con los Jóvenes, Madrid, 20 de agosto de 2011.
[4] Francisco, Homilía en la Santa Misa de envío de la Jornada Mundial de la Juventud, Lisboa, 6 de agosto de 2023.
[5] XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Documento final: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional (2018), n. 54.
[6] Via Crucis JMJ Lisboa, 1ª y 14ª estación.
[7] Ibidem, 14ª estación. De hecho, en Jornadas anteriores, se expresaba esta realidad. Benedicto XVI lo expresaba en la homilía de la Eucaristía final celebrada en el Aeropuerto de Cuatro Vientos de Madrid, el año 2011: «Queridos amigos, que ninguna adversidad os paralice. No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra».
[8] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 3ª estación.
[9] Ibidem, 7ª estación.
[10] Ibidem, 9ª estación.
[11]XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Documento final: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional (2018), 21.
[12] Es interesante la aportación de Lourdes Espinosa-Fernández, Luis Joaquín García-López y José Antonio Muela Martínez, del Departamento de Psicología de la Universidad de Jaén, sobre esta temática, visibilizando la importancia de un adecuado acompañamiento pastoral a las familias y a la sensibilización sobre la información y la “alfabetización” emocional, para generar espacios más higiénicos humana y cristianamente. Una mirada hacia los jóvenes con trastornos de ansiedad, en Revista de Estudios de Juventud, ISSN-e 0211-4364, Nº. 121, 2018.
[13] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 10ª estación.
[14] En este sentido, es interesante el concepto de “sociedad selfie”: “De esta sociedad red hemos llegado a la sociedad selfie. Una sociedad basada en el egocentrismo propio de la misma imagen. A la generación de hoy se la define como particularmente narcisista y exhibicionista […]. El selfie ha constituido una nueva evolución social basada en las teorías del hiperrnarcisismo tecnológico contemporáneo” (V. Renobell Santarén, Análisis de Instagram desde la sociología visual, A. Martín-García, coord., la imagen en la era digital, Sevilla: Egregius 2017, pp. 115-129, en especial, pág. 118).
[15] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 2ª estación.
[16] Cf. https://www.un.org/es/un75/new-era-conflict-and-violence
[17] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 5ª estación.
[18] Ibidem, 11ª estación.
[19] Oxfam, 178 Informe de Oxfam, Gobernar para las élites -Secuestro democrático y desigualdad económica-, 20 de enero de 2014.
[20] Fuente: Tendencias Globales de Desplazamiento Forzado 2022, ACNUR, 14 de junio de 2023.
[21] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 6ª estación.
[22] Via Crucis JMJ Lisboa, 13ª estación.
[23] Cardenal Joseph Ratzinger, Homilía de la Misa ‘pro eligendo Pontifice’, 18 de abril de 2005.
[24] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 8ª estación.
[25] Cf. Francisco, Carta Encíclica Laudato si’, 10.
[26] Via Crucis JMJ Lisboa, 12ª estación.
[27] Cf. Via Crucis JMJ Lisboa, 14ª estación.
[28] Cf. Benedicto xvi, Mensaje a los jóvenes del mundo con ocasión de la XXIV Jornada Mundial de la Juventud 2009, 22 de febrero de 2009.
[29] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium nn. 81-83.
[30] Cf. Benedicto xvi, Carta Encíclica Spe salvi, nn. 32-40.
[31] Via Crucis JMJ Lisboa, 4ª estación.
[32] Cf. Pablo vi, Carta Encíclica Populorum Progressio, n. 15.
[33] Cf. Juan pablo ii, Mensaje para la XXXVIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 14 de septiembre de 2000.
[34] Benedicto xvi, Carta Encíclica Caritas in veritate, n. 1.
[35] Francisco, Mensaje para la 60 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, Roma, 30 de abril de 2023.
[36] Francisco, A los fieles de la diócesis de Roma, 18 de septiembre de 2021.
[37] Como indica Francis J. Moloney: «Los jóvenes son alabados por su fortaleza […], pero su juventud los hace abiertos a las seducciones del mundo. Podría ser que fueran un grupo prometedor en una emergente comunidad cristiana. El autor tiene grandes esperanzas en ellos, pero está seguro de los peligros que pueden engañar los senderos de la gente joven y enérgica» (“The Letters of John”, BC21C, 1836).
[38] Cf. Juan Pablo ii, Exhortación Apostólica Postsinodal Christifideles laici, n. 46.
[39] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Postinodal Christus vivit, nn. 49-63; Cf. Concilio Vaticano ii, Constitución Apostólica Lumen Gentium, n. 39; Cf. Juan Pablo ii, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, n. 30.
[40] Misal Romano, Misas por diversas necesidades, Por los laicos, oración sobre las ofrendas.
[41] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo, 3: «En nuestros tiempos, prolifera una especia de neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios».
[42] Benedicto xvi, Homilía en la Misa In Cena Domini, 20 de marzo de 2008.
[43] Concilio Vaticano ii, Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 11.
[44] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, 18.
[45] Francisco, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, n. 20.
[46] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, nn. 112-157.
[47] Francisco, Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate, n. 129.
[48] Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti, n. 67.
[49] Cf. Benedicto xvi, Carta Encíclica Deus Caritas est, nn. 15. 25.
[50] Cf. Francisco, Mensaje para la celebración de la XLVII Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2014.
[51] Ibidem.
[52] Francisco, Mensaje para la celebración de la XLVII Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2014.
[53] Francisco, Carta Encíclica Lumen fidei, n. 54.
[54] Cf. Concilio Vaticano ii, Constitución Pastoral Gaudium et spes n. 12.
[55] Cf. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 34-37.
[56] Cf. Francisco, Discurso del Santo Padre Francisco al Parlamento Europeo, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014; Benedicto xvi, Carta Encíclica Caritas in veritate, nn. 9. 28. 44. 75.
[57] Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 39.
[58] Ibidem, n. 61.
[59] Francisco, Carta Encíclica Laudato si’, n. 89.
[60] Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 31.
[61] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 261.
[62] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 63-64.
[63] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 20; Encíclica Laudato si’, n. 10.
[64] Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 43.
[65] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 61.
[66] Francisco, Exhortación Apostólica Laudate Deum, n. 73.
[67] Ibidem, n. 68.
[68] Cf. Francisco, Carta Encíclica Laudato si’; Exhortación Apostólica Laudate Deum; Mensaje del Santo Padre Francisco a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa sobre Medio ambiente y derechos humanos: Derecho a un medio ambiente seguro, saludable y sostenible, 29 de septiembre de 2021.
[69] Francisco, Carta Encíclica Laudato si’, n. 16.
[70] Cf. Juan pablo ii, Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, n. 12.
[71] Cf. Concilio Vaticano ii, Constitución Dogmática Lumen Gentium, nn. 20. 24-27.
[72] Cf. Concilio Vaticano ii, Constitución Dogmática Lumen Gentium, nn. 18-29; Decreto Presbyterorum Ordinis, nn. 2. 4; Juan Pablo ii, Carta Encíclica Redemptoris Missio, n. 67; Juan Pablo ii, Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, nn. 15-18.
[73] Cf. Juan Pablo ii, Exhortación Apostólica Postsinodal, Vita Consecrata nn. 84-85; Carta Encíclica Redemptoris Missio, n. 69.
[74] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, nn. 30-32; Decreto Apostolicam Actuositatem, nn. 1-4; Juan Pablo ii, Exhortación Apostólica Postsinodal Christifideles Laici, nn. 2. 3. 9. 14-15; Carta Encíclica Redemptoris Missio, nn. 71-74.
[75] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Christifideles Laici, n. 56.
[76] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Familiaris Consortio, n. 11.
[77] Cf. Francisco, C’est la confiance, Exhortación Apostólica sobre la confianza en el amor misericordioso de Dios con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, 15 de octubre de 2023.
[78] Francisco, Exhortación Apostólica C’est la confiance, n. 45.
[79] Francisco, Exhortación Apostólica Gaudete et exultate, n. 1.
[80] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, nn. 169-173.
[81] Cf. Pablo vi, Exhortación Apostólica Postsinodal Evangeli Nuntiandi nn. 17-20.
[82] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, n. 120.
[83] Cf. Francisco, Discurso en la Ceremonia de Acogida, Lisboa, 3 de agosto de 2023; Discurso en el Via Crucis con los jóvenes, Lisboa, 4 de agosto de 2023; Discurso en la Vigilia con los jóvenes, Lisboa, 5 de agosto de 2023; Homilía en la Eucaristía del Envío, Lisboa, 6 de agosto de 2023.
[84] Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti, n. 154.
[85] Ibidem, n. 183.
[86] Benedicto xvi, Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis, n. 83.