En este III Domingo de Adviento, tradicionalmente llamado Gaudete, la liturgia nos invita a levantar la mirada y a dejarnos renovar por la alegría del Señor. La antífona de entrada toma las palabras de san Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). No se trata de un eslogan optimista, sino de una llamada profunda a descubrir la fuente de la verdadera alegría en medio de las preocupaciones y cansancios de la vida.
Las lecturas de este domingo son un auténtico canto a la esperanza. El profeta Isaías anuncia la vuelta del pueblo del exilio, y describe una creación que se transforma: el desierto florece, los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos caminan, la lengua del mudo canta de alegría (cf. Is 35). Es el lenguaje de los signos mesiánicos, los mismos que Jesús recordará a los enviados de Juan Bautista para que comprendan que en Él se cumplen las promesas de Dios. En el corazón de Cristo, los pequeños, los pobres, los heridos de la historia ocupan el lugar preferente; ellos son los primeros destinatarios de la Buena Noticia.
Sin embargo, no es difícil que surja en muchos la objeción: ¿es posible hablar de alegría en un mundo tan herido por la violencia, las guerras, las crisis económicas, la soledad y las rupturas familiares? Los llamados “maestros de la sospecha”, y de manera muy especial Nietzsche, acusaron al cristianismo de ser enemigo de la vida, de poner sospecha sobre todo placer, de apagar la fiesta del corazón humano. También hoy, algunos piensan que la fe recorta la felicidad o impone una moral gris que sofoca el deseo de plenitud.
Ante estas preguntas, la tradición de la Iglesia nos recuerda que la alegría cristiana no es superficial ni ingenua. El Concilio Vaticano II, al comenzar la constitución Gaudium et spes, afirma que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo […] son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo». Es decir, la Iglesia no vive al margen del sufrimiento del mundo; lo asume, lo hace suyo, lo presenta ante Dios. Nuestra alegría no consiste en cerrar los ojos al dolor, sino en experimentar, precisamente ahí, la cercanía del Señor que viene a salvarnos.
Un gran teólogo del siglo XX, Olivier Clément, decía que el cristianismo tiene sentido en una sociedad secularizada porque nos habla de un Dios que no se “usa”, un Dios que no es un instrumento para nuestro interés, sino el Dios de la gracia, que nos devuelve el gusto por la vida y nos restituye la capacidad de maravillarnos ante la belleza de la existencia. Ante tanta cultura de la utilidad y del rendimiento, la fe nos recuerda que hay realidades gratuitas —el amor, la amistad, el perdón, la adoración— que aparentemente “no sirven para nada”, pero sin las cuales la vida se vuelve fría y sin horizonte.
La liturgia de Adviento nos ayuda a educar nuestro corazón en esta alegría teologal. No se trata de una euforia pasajera, sino de la alegría de sabernos amados por el Padre, acompañados por Cristo y habitados por el Espíritu Santo. Os invito a vivir este Domingo Gaudete como una verdadera escuela de alegría cristiana. En medio de las prisas de estos días, de las compras, de las luces y de los compromisos, dejemos un espacio para la oración serena, para la escucha de la Palabra, para la adoración ante el Señor. Redescubramos la belleza de la liturgia bien celebrada, que nos eleva el alma y nos hace gustar, ya desde ahora, un anticipo de la alegría eterna.
Al mismo tiempo, pidamos la gracia de ser testigos de alegría en medio de nuestro mundo. Un rostro sereno, una palabra de consuelo, un gesto de servicio humilde en la familia, en el trabajo, en la parroquia, pueden convertirse en signos luminosos del amor de Dios. Que María, causa de nuestra alegría, nos acompañe en este tramo final del Adviento y nos enseñe a acoger a Jesús que viene. Que ella nos ayude a responder a la gran pregunta que hoy nos hace la liturgia: ¿es posible una invitación a la alegría? Sí, es posible y es real, porque Dios se ha hecho carne, ha acampado entre nosotros y no se cansa de salir a nuestro encuentro.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla

