Carta del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo XVII del Tiempo Ordinario comienza con estas palabras: «Un día Jesús estaba orando en cierto lugar; cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar como enseñó Juan a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino»». A los apóstoles les impresiona el rostro de Jesús orando, embebido totalmente en su diálogo amoroso con el Padre. Por ello, solo viéndole orar piden al Maestro que les enseñe a orar también a ellos. Y Jesús les corresponde enseñándoles la oración del Padre Nuestro.
En su biografía de Jesús nos dice el papa Benedicto XVI que “sin el arraigo en Dios la persona de Jesús es fugaz, irreal e inexplicable. Éste es el punto de apoyo sobre el que se basa este libro mío: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad”. Jesús vive y actúa en continua referencia al Padre celestial, ora y enseña a orar.
En la vida cristiana todo es don, pues es Dios el que nos regala, por medio de su Espíritu, el querer y el obrar y es Él quien nos alienta con su gracia en nuestro camino de fidelidad. “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” nos dice el salmo 126. San Pablo, por su parte, nos dice que, en nuestra vida, “ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que da el incremento” (1 Cor 3,7). De ahí, la necesidad de la oración, tema central de las lecturas de este domingo.
Uno de los aspectos más genuinos de la enseñanza de Jesús, el primer orante, que sube al monte cada noche para estar a solas con su Padre, es la invitación a la oración constante, que es exigencia de nuestra condición de hijos, que reconocen la absolu¬ta soberanía de Dios, confían en su amor y misericordia y tratan de ajustar constantemente su voluntad a la de Dios. En la oración diaria sintonizamos con la sabiduría y la voluntad de Dios y, casi sin darnos cuenta, se produce en nosotros una especie de afinidad con la verdad de Dios, que es en definitiva la verdad más profunda sobre el hombre y el mundo. En la oración crece nuestra amistad e intimidad con el Señor, se graban en nosotros sus propios sentimientos y el Señor nos va modelando y robusteciendo nuestra unión e identificación con Él.
Santa Teresa de Jesús nos dice en el libro de la Vida, 8,2, que orar no es otra cosa «sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Y en el Camino de perfección, 4,5, añade que «sin este cimiento fuerte [de la oración] todo edificio va falso». Así es en realidad. Quiero añadir que, sin el humus de la oración, todo en nuestra vida será agitación estéril. No habrá eficacia pastoral ni fecundidad apostólica, ni será posible vivir la fraternidad y el servicio a nuestros hermanos. La oración diaria nos refresca, nos reconstruye por dentro y facilita grandemente el complimiento de nuestras tareas y deberes. Cuando en nuestra vida hay oración verdadera, nos dice un gran maestro de oración del siglo XX, san Pedro Poveda, «no hay dificultad insuperable, ni hay problema insoluble, ni falta paz, ni deja de haber unión fraterna, ni se conoce la tristeza que aniquila, ni se siente cansancio en el trabajo; todo está en orden, hay tiempo para todo».
Los cristianos, como nos dijera el papa san Juan Pablo II, somos lo que rezamos. En consecuencia, debemos ser hombres y mujeres de oración, convencidos de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con el Señor es siempre el mejor empleado, porque, además de ayudarnos en el plano personal, nos ayuda también en nuestro trabajo apostólico. Efectivamente, en la oración, en las cercanías de Jesús, en el encuentro diario con Él, descubriremos el gozo y el valor de vuestra propia vida. Ese es el lugar de la Iglesia y su principalísimo quehacer y ese es el lugar y el quehacer fundamental de todo cristiano. En las cercanías del Señor encontraremos la alegría, la fortaleza y la seguridad para vivir con gozo y con verdadero compromiso nuestras respectivas vocaciones.
Soy consciente de que esta es la última carta semanal de este curso. Muchos de nosotros comenzaremos muy pronto las vacaciones. Dios quiera que todos tengamos claro que en nuestra relación con Dios no puede haber vacaciones. Todo lo contrario. Al disponer de más tiempo libre, hemos de buscar espacios para la interioridad, el silencio, la reflexión, la oración y el trato sereno, largo y relajado con el Señor.
A todos os deseo unas felices y reparadoras vacaciones, mientras manifiesto mi afecto y cercanía a aquellos que, por diversas causas, no las podrán disfrutar. Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla