El mes de noviembre comienza con dos celebraciones muy tradicionales en nuestra tierra: la fiesta de Todos los Santos, el día 1, y la Conmemoración de todos los fieles difuntos, el día 2. Estas dos celebraciones nos ponen, por una parte, ante la verdad cristiana de la llamada «comunión de los santos» y, por otra parte, ante la realidad de la muerte. En la carta dominical de hoy quiero recordar un artículo que un gran estudioso de la liturgia, el canónigo Aimé Georges Martimort, publicó en el ya lejano 1955, en una revista de liturgia llamada La Maison-Dieu. Un artículo titulado “cómo muere un cristiano”, que leí en mis tiempos de seminario y me llamó mucho la atención. La parte central lleva este título: «La muerte, participación en la Pascua de Cristo». Sin esconder que la muerte es la más terrible de las angustias humanas, una ruptura que divide al hombre y conmueve a la naturaleza, se subraya que la muerte de Cristo es su victoria; por su muerte, la muerte fue vencida: “mortem nostram moriendo destruxit”, reza el prefacio de Pascua. La muerte no es una meta, sino un paso, una Pascua.
El diácono san Esteban es el primer discípulo de Cristo, cuya muerte nos es descrita en el Nuevo testamento. Una muerte privilegiada, porque se trata del testigo por excelencia: el martirio. “Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios”. Esta solemne afirmación provocó su suplicio. Y mientras le lapidaban, Esteban repetía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (v. 59). Después, cayó de rodillas y gritó con toda la fuerza: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras, murió” (v. 60). Lo que impresiona en este relato es la voluntad del narrador de remarcar el parecido entre la muerte de Esteban y la de Jesús. Como su Maestro, Esteban entrega su vida, ruega y perdona a sus verdugos, como Jesús en el Calvario.
A partir de Esteban los cristianos se esforzarán en identificarse con Cristo en el momento de la muerte: ésta es la primera característica que se desprende de la Tradición. Reflexionando, además, en el misterio de la muerte de Cristo, los primeros cristianos comprenderán que también para ellos la muerte es una Pascua, la participación en la única Pascua de Cristo. Por eso, a pesar del sufrimiento y las luchas, es una fiesta, y por eso también es un acto de Iglesia, de comunidad, un acto que está marcado por un sacramento: el de la comunión como viático con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La palabra esencial y definitiva que sintetiza los sentimientos de Cristo al morir es ésta: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Ésta es la forma de muerte que los primeros cristianos deseaban como gracia suprema, el martirio por la causa de Cristo. Y éste fue el primer modelo de santidad que la Iglesia propuso desde sus primeros tiempos.
Ante los primeros días de noviembre, invito a todos los lectores a elevar plegarias a Dios por el eterno descanso de todos sus familiares y por el de todos los difuntos de nuestra diócesis. También deseo dar las gracias a todas las personas – sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, laicos, hombres y mujeres, sobre todo quienes trabajan en la atención religiosa a los moribundos- que ayudan a las personas para que puedan morir verdaderamente como cristianos. Éste es nuestro mayor consuelo -en la fe- ante la partida, siempre dolorosa, de aquellas personas que amamos. Cada domingo reafirmamos nuestra fe en la vida eterna al recitar el Credo. Cuando estos días vayamos a los cementerios y rezar con amor por nuestros difuntos, renovemos nuestra fe en la vida eterna, y seamos testigos de esperanza en medio de nuestros ambientes.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla