La fe cristiana no es creer en algo, sino en alguien

Carta del Arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo

Queridos hermanos y hermanas:

El Domingo IV de Cuaresma es conocido tradicionalmente como «Domingo Laetare», domingo de la alegría. Los textos litúrgicos de este domingo están impregnados de una alegría que, en cierta medida, atenúa el clima penitencial de este tiempo santo: ”Festejad a Jerusalén – dice la antífona de entrada- gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría los que por ella llevasteis luto…”.
Y ¿cuál es el motivo por el que en este domingo debemos alegrarnos? El motivo más inmediato es la cercanía de la Pascua. Pensar en ella nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero el motivo último y radical es Jesucristo, que la liturgia de los domingos de Cuaresma nos presenta como el camino, la verdad y la vida del mundo. En este domingo la curación del ciego de nacimiento es una parábola en acción que nos muestra a Jesús como la luz que ilumina nuestra vida, la llena de sentido, de plenitud, de esperanza y alegría.
En las últimas décadas es evidente el oscurecimiento de la esperanza y de la alegría en Occidente como consecuencia de la secularización de la sociedad y de la desaparición de Dios del horizonte de la vida diaria para muchos conciudadanos nuestros. Él es hoy el gran ausente de la vida personal, familiar y social. Sus frutos son la tristeza y la desesperanza. Tampoco los cristianos estamos sobrados de alegría y esperanza, algo que es más notorio en esta hora difícil, cuando sentimos con tanta intensidad el peso del laicismo militante, el peso y la angustia de una cultura pagana, que proclama sus dogmas con tanta agresividad, seguridad y arrogancia. En este contexto, al que se suman también los escándalos que en los últimos años han aparecido en el cuerpo de la Iglesia, podría parecer que el derrotismo, la tristeza y la añoranza de otros tiempos es la actitud más realista y coherente.
El Domingo laetare nos invita a vivir la alegría y la esperanza, una esperanza penetrada de optimismo sobrenatural y de confianza en las promesas de Dios, que guía indefectiblemente a su Iglesia con la fuerza de su Espíritu, que de los males saca bienes, pues como nos dice san Pablo, “para los que aman a Dios, todo lo que sucede, sucede para bien”. El Domingo laetare nos invita a vivir la alegría sobrenatural, que es don del Espíritu y que se fragua en la conciencia limpia, en la oración serena, en la escucha de su palabra, en la experiencia profunda de Dios y en el encuentro diario con Él.
En estos momentos, más que en épocas pasadas es necesario enraizarnos en la esperanza. Es preciso superar una especie de cristianismo acomplejado que empieza a hacer presa en algunos, influidos en parte por los corifeos de la cultura dominante, que pretenden levantar acta de que el cristianismo se halla en su ocaso. Para no pocos prohombres de la cultura europea, el cristianismo y la Iglesia han agotado su vigencia histórica y están inevitablemente condenados a desaparecer. Han llenado un largo ciclo histórico, pero en estos momentos representan una etapa ya superada de la historia. Afirmaciones como estas pueden llegar a acomplejarnos, replegarnos y deprimirnos.
El motivo último y radical de nuestra esperanza no es otro que Jesucristo el Señor, que nos ha prometido que el Espíritu Santo estará con su Iglesia «hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20), haciendo que el cristianismo siga siendo a través de los siglos, un acontecimiento actual, vivo y salvífico. Cristo resucitado es, pues, la razón más profunda de nuestra alegría y de nuestra esperanza. La relación diaria con Él, la oración, es el manantial más fecundo de alegría y esperanza. Por ello, en el ecuador de la Cuaresma, yo os invito a buscar espacios amplios para la oración, a orar más y mejor, a volver a la oración si la hemos abandonado, pues la oración es camino y escuela de esperanza. Así nos lo decía el papa Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme… Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad…, [en la oración constato] que el que reza nunca está totalmente solo”.
Quienes viven de espaldas a Dios y a los hermanos no es extraño que caigan en la desesperanza y en la tristeza, pues como escribiera el papa Benedicto XVI, “el hombre necesita a Dios; de lo contrario queda sin esperanza” (SS 23). Pedimos al Señor que nos haga hombres y mujeres de esperanza, fundamentada en nuestra comunión con Jesucristo, en la oración constante, y en una vida de entrega a los hermanos, especialmente a los pobres los enfermos y los que sufren.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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