La alegría de mi juventud

Homilía del Cardenal Arzobispo de Sevilla, D. Carlos Amigo Vallejo, en la Misa Crismal. Fue costumbre seguida durante mucho tiempo. El sacerdote, antes de subir las gradas del altar para celebrar la Eucaristía, tenía que repetir las palabras del salmo: Me acercaré al altar de Dios; al Dios que llena de alegría mi juventud, mi vida (Cf. Sal 43, 4). Era una expresión de deseo y de súplica: llenar de Dios la vida y que en ella resplandeciera la alegría de quien está sirviendo en su casa.

El sacerdote puede decir siempre, y también con las palabras del salmo: Desde mi juventud me has instruido y yo he anunciado hasta hoy tus maravillas (Sal 71, 17). Tú eres, Señor, mi confianza desde mi juventud (Sal 71, 5).

En nuestro plan pastoral diocesano, y como objetivo prioritario para este año, queremos ocuparnos preferentemente de la juventud y de su entorno familiar. El sacerdote, por su parte, no puede por menos que ser permanentemente joven, porque la gracia que ha recibido por la imposición de manos del obispo, es señal indeleble que nunca envejece, que se hace actual cada día en el ejercicio del santo ministerio.

¿Qué podemos ofrecer nosotros, como sacerdotes, a nuestros jóvenes? El testimonio de una vida entregada al servicio de Dios y de los demás. Así lo dijo Benedicto XVI: “Los jóvenes pueden caminar con Cristo y formar Iglesia. Por eso, se les debe acompañar con respuestas inteligentes a las cuestiones de nuestro tiempo: ¿Hay necesidad de Dios? ? ¿Sigue siendo razonable creer en Dios? ¿Cristo es sólo una figura de la historia de las religiones o es realmente el rostro de Dios, que todos necesitamos? ¿Podemos vivir bien sin conocer a Cristo?” (A los sacerdotes de Aosta, 25-7-05).

Testimonio de una vida

El sacerdocio es un carisma recibido del Señor, pero también una forma de vivir, de estar en el mundo, de servir a los demás. El sacerdote celebra los misterios de Dios, administra los sacramentos y la palabra de vida, habla de Cristo y ayuda a los pobres. Los sacerdotes, presbíteros, son como hermanos mayores. “No tanto en la edad, cuanto en la virtud, sabiduría y discreción, de que tienen necesidad para los ejercicios de su estado y oficio (…), Ministerio que es hacer justos a los hombres, y ponerlos en paz con su Dios, perdonándoles los pecados, y adornándoles con la gracia y las virtudes (…). A los sacerdotes los hizo Cristo nuestro Señor padres de los hombres en el ser de la gracia, médicos de sus enfermedades, jueces de sus delitos con potestad de perdonarlos, llaveros del cielo con facultad de abrir y cerrar sus puertas, abogados y medianeros entre Dios y nosotros, padrinos de los que luchan en las batallas de la muerte, y sobre todo amas que los crían y sustentan con el manjar de vida que hacen bajar del cielo” (Luis de la Puente 13 , 45, 52).

Los jóvenes pueden estar esperando, igual que el pueblo que caminaba por el desierto y aguardaba a que Moisés bajara del monte o que saliera de la tienda del encuentro, para ver la cara que tenía. Era suficiente para saber si había hablado con Dios (Cf. Ex 33, 7ss). Se necesita de nuestro ejemplo, de inequívocas señales que indiquen la personalidad sacerdotal, que nuestra vida está identificada, escondida con Cristo en Dios (Cf. Col 3, 3).

El joven necesita de referentes creíbles, de personas que puedan llenar el perfil deseado para su propia vida. Testigos auténticos de aquello en lo que creen. Maestros veraces de la doctrina que han hecho vida. En seguida, el sacerdote se verá obligado a decir: “Llevo en mí las marcas de Cristo” (Gál 6, 17). No es un hombre igual que los demás. Su vida está en tal manera identificada con Cristo, que hasta las últimas consecuencias de las llagas y de la cruz están presentes en su existencia como ministro de la palabra y de los sacramentos.

De esta forma tan hermosa, tan clara y de tanta exigencia personal, lo describe San Cipriano: “La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la conducta, la firmeza en la fe, el respeto en las palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres; el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor de todo corazón, amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparablemente unidos a su amor, el estar junto a su cruz con fortaleza y confianza; y, cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia de la fe que profesamos, en los tormentos, la confianza con que luchamos y, en la muerte, la paciencia que nos obtiene la corona. Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios y la voluntad del Padre” (Tratado sobre el padrenuestro, CP 43, cap. 15).

Compañero de camino

Mucho se habla del necesario acompañamiento espiritual. El sacerdote ha de ser también maestro de estas lecciones. Si pudo decir: El Espíritu del Señor está sobre mí (Cf. Lc 4, 18), también ese Espíritu ha de llevárselo a los demás.

Tendrá que hacerlo en fidelidad a lo que se ha recibido. Lo que he oído al Padre es lo que os he dado a conocer (Cf. Jn 5,5). El joven no necesita tanto saber tu pensamiento, sino el de Cristo. No quiere tus criterios humanos, sino los que vienen de la Palabra de Dios. Si el joven te pide pan, no le puedes dar una piedra; si te pide un pez, no le des una culebra (Cf. Mt 7,9-10).

El joven te necesita, precisa de tu ejemplo y de tu conversación para que “oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame” (Dei Verbum 1). Una tentación muy frecuente en la que puede caer el sacerdote en el acompañamiento espiritual y en la misma pastoral de la juventud, es la de querer “reciclar” el Evangelio. Pasarlo por un tamiz que lo haga casi irreconocible, para que así, se piensa equivocadamente, puedan aceptarlo mejor los jóvenes. Aparte de ser un fraude, en lugar de autenticidad se les da la caricatura. En lugar del pan de la Palabra, se les quiere alimentar con “doctrinas extrañas” (1Tim 1, 3).

Llamada a la autoestima

Como el sacerdocio es un regalo que Dios le ha hecho al pueblo, el sacerdote lo ha de conservar y ejercerlo con toda fidelidad. Tendrá que cuidar muy bien de su propia identidad sacerdotal, para poder ayudar con ella a quien lo necesite. En fin: conservarse bien espiritualmente para poder cuidar a los demás.

“En los sagrados misterios, dice Benedicto XVI, el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de otro, de Cristo. Así, en los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que significa en general ser sacerdote; lo que expresamos con nuestro “Adsum” -”Presente”- durante la consagración sacerdotal: estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí. Nos ponemos a disposición de Aquel “que murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí” (2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su entrega “por todos”: estando a su disposición podemos entregarnos
de verdad “por todos” (Misa crismal 5-4-07). Es decir: que el sacerdote tendrá que sacar de entre lo mejor que hay en su vida, para con ello poder dar y servir al pueblo que Cristo le ha confiado. Si bueno ha de ser el administrador, en grado infinito lo es el Amo de la viña y del rebaño.10

Aunque sea mucho y sincero el interés en poder ayudar, el sacerdote experimenta, también, unos grandes vacíos que, en no pocas ocasiones, le hacen sufrir lo indecible, pues se ve prisionero de muchas limitaciones humanas, intelectuales, pastorales y, sobre todo, espirituales. Entre esas vivencias negativas de la vida sacerdotal, está la de una indefinida sensación de estar marginado, desde el punto de vista social. Es un extraño, un diferente, uno de otro pueblo. A ello se une la soledad ministerial. Él, y sólo él, ha recibido el sacramento del sacerdocio. Nadie puede suplir su propia identidad.

Pero el tormento más insufrible es el de pensar que se va perdiendo la ilusión de la entrega en el ministerio. Verse distante del ideal y vocación que había emprendido. Y lejos del camino de retorno a una esperanza que se cree ya perdida. Esas, reales o imaginadas carencias, pueden llegar a provocar una lamentable degradación de la autoestima. Incluso se puede11 llegar al autodesprecio y minusvaloración y gritar como Jeremías: Me has seducido y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana y la burla de todos. No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía (Cf. Jer 20, 7-9).

Algún comentarista del texto evangélico acerca del joven que se fuera triste ante la invitación de dejarlo todo para seguir a Cristo, dice que la causa no fue otra que la avaricia. Tenía demasiado aprecio a su riqueza. Esto le puede pasar al sacerdote: no se ha desprendido todavía del propio orgullo, de la vanidad, del considerarse como superior…

El remedio está en vestirse, cuanto antes, de humildad, de comprensión, de caridad sin límites. Revestidos, como nos dice San Pablo, “de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y paciencia” (Col 3, 12). 12

Maestro y servidor de la oración

La oración es un inaplazable trabajo que realizar en este camino para recuperar, si se ha debilitado, el entusiasmo sacerdotal. Sin oración, la vida sacerdotal se percibe vacía y poco menos que sin sentido. Con la oración, se vive el gozo de la insuperable realidad de la identificación con Cristo.El sacerdote, por otra parte, es el que ora por el pueblo, el que recibe la súplica de sus fieles y se la ofrece a Dios.

El que se une a Cristo en la oración de Getsemaní, en la de la Eucaristía y en la de la Cruz. El sacerdote es maestro y espejo de oración, a la manera de Jesucristo orante.

La oración del sacerdote es el cumplimiento de esa santa alianza con Aquel que lo ha llamado y puesto al frente del pueblo. “Sacerdote, mira a Cristo y déjale reinar sobre tu inteligencia por la fe, sobre tu corazón por la caridad, sobre otros deseos por la esperanza” (E. Cheveviére).

“Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza, dice Benedicto (13) XVI, es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar- , Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad…; el que reza nunca está totalmente solo” (Spe salvi, 32).

Me acercaré al altar de Dios lleno de alegría. El Señor ha estado grande conmigo. Me sacó de la fosa de las amarguras, y no sólo me sentó a la mesa de la abundancia sin medida de su amor, sino que me dijo: haz esto en memoria mía.

Mientras oíamos estas palabras, sentíamos el calor de la mano de María, la Madre de Jesús, que se posaba sobre las nuestras, ya consagradas, y nos recomendaba: haced lo que él os diga. Y vimos cómo el milagro de la transformación del hombre en sacerdote de Cristo se había realizado. Amén.

Martes, 18 de marzo de 2008

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