Homilía en la solemnidad de la Asunción

Texto íntegro de la homilía de Mons. Juan José Asenjo, Arzobispo de Sevilla,  en la Misa estacional de la Virgen de los Reyes

SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

Sevilla, Catedral, 15, VIII, 2012

Celebramos la solemnidad de la Virgen de los Reyes, patrona de Sevilla y de su Archidiócesis, en el día en que la Iglesia celebra la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen, una de las fiestas marianas que más hondamente han calado en la piedad del pueblo cristiano. La Asunción de la Virgen es el misterio de la glorificación y del triunfo de María. En esta fiesta celebramos la certeza que la Iglesia tiene de que al final de su vida la Virgen no conoció la corrupción del sepulcro, sino que fue asunta inmediatamente al cielo en cuerpo y alma «como Reina del Universo, con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte» (LG, 59), como nos dice el Concilio Vaticano II.

Esta conciencia de que María fue asunta a los cielos en cuerpo y alma es tan antigua como la misma Iglesia. Tiene su reflejo patente en la enseñanza de los Padres de la Iglesia, en los escritos de los teólogos escolásticos y en toda la tradición medieval. Estalla, sin embargo, de forma incontenible en el Renacimiento y en la época barroca. A partir del siglo XVI son incontables los pueblos y ciudades de España, de la América recién descubierta y de todo el mundo cristiano, que se acogen a su patronazgo. Precisamente por ello, más de la mitad de los retablos de nuestras catedrales e iglesias, también el retablo mayor de nuestra Catedral, el más grande y hermoso de toda la cristiandad, están dedicados a la Santísima Virgen en el misterio de su Asunción, que es además la titular de un gran número de catedrales y cabildos españoles, también de nuestra Catedral.

Esta certeza del triunfo de María, que se fundamenta en su Concepción Inmaculada, en su perpetua virginidad y en su maternidad divina, no decrece en los siglos posteriores, sino que va en aumento. Por ello, el día 1 de noviembre de 1950, con gran alegría de toda la cristiandad, el Papa Pío XII define solemnemente ser «dogma divinamente revelado que la inmaculada madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste», donde goza ya de la misma condición que al final de los tiempos disfrutarán todos los bienaventurados después de la resurrección de la carne.

La solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen nos invita a contemplar largamente este privilegio mariano. Nos invita también a la alabanza a la Santísima Trinidad por las maravillas que ha obrado en la Madre de Cristo y Madre nuestra. Nos invita, por fin, a la alabanza y felicitación a la Santísima Virgen. En su Asunción se cumplen sus propias palabras en el Magnificat: «Me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,48).

Pero la solemnidad de la Asunción de este año, cuando faltan dos meses para la apertura del Año de la Fe, que inauguraremos el 14 de octubre en esta catedral, nos invita a volver la mirada a aquella que, como peregrina de la fe, es modelo y maestra de esta virtud, en la anunciación, en la visita a su prima Isabel, en Belén, en la huida a Egipto, en la vida pública de Jesús, al pie de la cruz, en la resurrección y en Pentecostés, como nos dice el Papa en la exhortación apostólica Porta Fidei (PF 13). Ella nos ha de ayudar a redescubrir la alegría de la fe y a vivir también con entusiasmo renovado el encuentro con Cristo (PF 2), que es el objetivo último de esta convocatoria universal.

En los comienzos de la vida pública de Jesús, tras el discurso del Pan de Vida, muchos discípulos se escandalizan y dejan de seguirle. Es entonces cuando el Señor se dirige a los Apóstoles para preguntarles: “¿También vosotros queréis marcharos?”. A la pregunta de Jesús, y en nombre de los Doce, responde Pedro con estas palabras: “Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-68). Como Pedro, también nosotros sabemos hacia quien hemos de encaminar nuestros pasos en el acontecimiento al que nos ha convocado el Santo Padre, hacia aquel que es la imagen de Dios invisible, primogénito de entre los muertos, que es anterior a todo y en el que todo encuentra su consistencia (Col 1,15.17-18). En pos de aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida del mundo (Jn 14,6), hacia aquel que es el salvador y redentor único y el único mediador entre Dios y los hombres (Hech 4,12; 1 Tim 2,5).

En esta mañana seguramente ninguno de nosotros preguntamos como Pedro al Señor: “¿A quién iremos?”; pero sí es posible que le preguntemos: Señor, ¿con quién iremos, cuál es la señal para que nos pongamos en camino, en qué promesa afianzaremos nuestra esperanza vacilante? Abrahán, cuando deja su casa a la búsqueda de una nueva tierra, cuenta con la promesa de la bendición del Señor (Gén 12 y 15). Moisés, cuando sale de Egipto con su pueblo hacia la tierra prometida, ya en la primera jornada, tiene también una señal: el Señor camina delante del pueblo. De día, le guía con la columna de nubes y, de noche, le alumbra con la columna de fuego (Ex 13,20-22). Y en la plenitud de los tiempos, también María pide una señal ante la aparente antinomia entre su condición de Virgen y la maternidad que se le anuncia (Lc 1,34-38).

Convocados a recorrer el Año de la Fe al encuentro de Cristo, que nos invita a renovar nuestra fe en Él, también nosotros pedimos al Señor una señal: Señor, ¿con quién iremos, en quién apoyaremos nuestra flaqueza, cómo tendremos la seguridad de que caminamos en tu nombre? En verdad que no necesitamos de ninguna teofanía maravillosa que responda a esta pregunta. En realidad ya tenemos la respuesta. La solemnidad de la Virgen de de los Reyes  nos la brinda cumplidamente: ¿Con quién hemos de ir sino con María, qué mejor seguridad que “a la zaga de su huella”? Ella es la nube que nos conduce de día y la luz que alumbra nuestras oscuridades interiores. Ella es pilar de firmeza indestructible. María es la señal. Ella es la prenda de Dios. Nos lo dice la Escritura Santa. Nos lo dice también la tradición cristiana, la enseñanza perenne de la Iglesia y el sentido de la fe de nuestro pueblo.

María es la mujer que hiere la cabeza de la serpiente en los umbrales de la historia y se nos muestra como garantía segura de victoria (Gén 3,15). María es la señal que da Dios al rey Acaz por medio de Isaías: una virgen dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros (Is 7,13-15). María es la señal que sube del desierto, a la que saluda el Cantar de los Cantares como columna de humo sahumado de mirra y de incienso y de toda suerte de aromas exóticos (Cant 3,6). María es la señal magnífica y deslumbrante, la mujer vestida de sol, la luna por pedestal y coronada de doce estrellas, que cierra las alentadoras visiones del Apocalipsis (12,1-2).

Señor, ¿con quién iremos? Ninguna compañía mejor que la de aquella que es la puerta por la que Dios se hace presente en nuestra historia, el lugar de encuentro de la humanidad con Dios y, por ello, el camino más enderezado para llegar a Él. La liturgia secular de la Iglesia la llama “puerta dichosa del cielo”. La llama también “estrella del mar”, porque nos guía hacia Cristo, puerto de salvación. Ella es la reina enjoyada con oro (Sal 44, 11), entronizada en el cielo a la derecha de Cristo, rey del universo. Ella, unida íntimamente al misterio de Cristo desde la Anunciación hasta el Calvario, es asociada a su triunfo y, junto con Él, gloriosa en el cielo, es la primicia
de la nueva creación (1 Cor 15,20). Por ello, la liturgia nos alienta a acogernos bajo el amparo de aquella que es abogada nuestra, auxilio de los cristianos, socorro y medianera entre Dios y los hombres.

Si, queridos hermanos y hermanas, vayamos con María, «a la zaga de su huella», llevándola al frente de nuestro camino en el Año de la Fe. ¡Qué mejor compañía que la de María! Ojalá que en esta etapa de gracia que Dios nos ofrece, María sea el centro de nuestros pensamientos, el norte de nuestros anhelos, el apoyo de nuestras luchas, el bálsamo de nuestros sufrimientos y la causa redoblada de nuestras alegrías. «María en el corazón» podría ser un buen lema para el Año de la Fe. «María en el corazón» de nuestros niños y jóvenes, de nuestros adultos y ancianos. «María en el corazón de todos los sevillanos». Con «María en el corazón» el Año de la Fe se convertirá en un camino de conversión y en un manantial de gracia, de santidad y de fidelidad a nuestra vocación cristiana, que propiciará nuestro encuentro con el Señor, meta final de este gran acontecimiento eclesial. Así se lo pedimos a la Virgen de los Reyes en esta Eucaristía en la que honramos su Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Le encomendamos a nuestra Archidiócesis, que la tiene como titular, a sus sacerdotes y consagrados, a los laicos, a las familias y a los enfermos. Le encomendamos a nuestra ciudad y a sus autoridades: que a nadie le falte el pan y el trabajo, que todos seamos fieles a nuestras raíces cristianas, y que conservemos siempre como rasgo de nuestra identidad colectiva el amor y la devoción a la Virgen de los Reyes. Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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