Texto de la homilía del arzobispo de Sevilla en el funeral celebrado en la Catedral de Sevilla, el 12 de mayo de 2015.
Acabamos de escuchar, queridos hermanos y hermanas, el relato de la muerte de Jesús. El evangelista San Lucas nos ha dicho que instantes antes de morir, el Señor prorrumpe en un tremendo grito de dolor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», para añadir poco después en un gesto de filial aceptación de su sacrificio redentor: «A tus manos Señor encomiendo mi espíritu». «Y dicho esto -añade San Lucas- expiró». Inmediatamente el sol se oscureció, las tinieblas cubrieron la tierra y el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Es ésta una descripción bastante aproximada de lo que ocurrió en Sevilla en las primeras horas de la tarde del pasado sábado, a medida que se iba extendiendo la noticia del terrible accidente aéreo que ha costado la vida a cuatro hermanos nuestros,
La tiniebla de la noche se apoderó también de nuestros corazones, que se inundaron de una pena honda y de un dolor personal y colectivo como pocas veces ha sentido la ciudad de Sevilla. La pena se extendió muy pronto a España entera y a Europa y todos nos sumamos al llanto de sus familiares y compañeros por la muerte en acto de servicio de cuatro profesionales, llenos de vida, de alegría y de proyectos de futuro. También para nosotros el velo de la esperanza se rompió de arriba abajo y anegó en lágrimas nuestras mejillas. Es muy posible que en esa tarde, el domingo, lunes y hoy martes, muchos de nosotros, como Jesús, hayamos levantado los ojos al cielo para preguntar al Señor «Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?, para añadir enseguida en forma de oración confiada «A tus manos Señor encomiendo su espíritu».
Queridos familiares, esposas, hijos, padres y hermanos de los cuatro profesionales, pilotos o ingenieros fallecidos en el accidente aéreo, queridos compañeros y amigos que hoy lloráis su muerte: Os manifiesto la condolencia más sincera de la Iglesia de Sevilla, de sus obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Contad con nuestra solidaridad, la comunión con vuestro dolor y, sobre todo, con nuestra oración ferviente que mitigue vuestro sufrimiento y alcance del Señor para vuestros seres queridos la paz y el descanso eterno.
La Palabra de Dios, que acabamos de proclamar ilumina con una torrentera de luz la Eucaristía que estamos celebrando. Si la muerte es siempre dolorosa y provoca en nosotros, en expresión del Concilio Vaticano II, innumerables interrogantes como máximo enigma que es de la vida humana (G&S, 18), es mucho más dolorosa todavía la muerte inesperada de cuatro personas en la plenitud de su existencia. La Palabra de Dios que alimenta la fe, responde a nuestros enigmas y conforta nuestros corazones. Como nos ha dicho San Pablo en la primera lectura, nada ni nadie puede apartarnos del amor de Dios: ni la aflicción, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada o la muerte… «En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado», por aquel que ha compartido con nosotros la condición humana, por aquel que siendo inocente bebió el cáliz de la muerte ignominiosa y violenta y experimentó el dolor inaudito de la muerte de cruz.
Su Misterio Pascual es el camino de nuestra liberación, y su resurrección, de la que nos han dado testimonio los dos ángeles que se aparecen a las mujeres a la puerta del sepulcro vacío del Señor, es la fuente, el manantial, la razón y la certeza de nuestra futura resurrección. Por ello, queridos hermanos y hermanas, esposas, hijos, padres, hermanos, familiares, amigos de nuestros cuatro hermanos, permitidme en nombre de la Iglesia una palabra de esperanza. En el sermón del Monte nos dice el Señor: «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados». Nos consuela en esta tarde la seguridad que nos da nuestra fe: ellos no sólo perviven en nuestro recuerdo y en nuestro afecto. Siguen viviendo en sus almas inmortales, que al final de los tiempos se unirán a sus cuerpos hoy rotos, pero que al final de los tiempos resucitarán.
Esta es una de las verdades fundamentales de nuestra fe, el pilar de nuestra esperanza, el contrapunto de tantas corrientes culturales cerradas a la transcendencia para las que la muerte es el final absoluto, una puerta que se abre sobre el vacío, ante la que no cabe otra actitud más honesta que la rebeldía o, en el mejor de los casos, una infinita resignación ante lo irremediable. Al renovar en esta tarde sobre el altar el Misterio Pascual de Cristo muerto y resucitado, renovamos también con el Credo Apostólico nuestra fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
Ello nos permite encomendar a nuestros hermanos a la piedad infinita de Dios nuestro Padre. Así lo hacemos seguros de que nuestra plegaria por ellos es el mejor homenaje a su memoria. Con el salmo 22 que acabamos de recitar, pedimos a Jesucristo, Buen Pastor, que les acompañe en su tránsito por las oscuras cañadas de la muerte, que su vara y su cayado les conduzcan a las verdes praderas de su reino, hacia fuentes tranquilas, en las que repare sus fuerzas quebrantadas. Pedimos a Jesucristo, Señor del tiempo y de la historia, que siente a nuestros hermanos en el banquete de su reino y que gocen por años sin término de la alegría de su casa, en la que ya no habrá dolor, ni llanto, ni luto, sino solamente una gran luz.
Al mismo tiempo que encomendamos a la poderosa intercesión de la Santísima Virgen en sus títulos de los Reyes y de Loreto a los dos compañeros gravemente heridos, le encomendamos también el consuelo, la paz y la fortaleza para vosotros sus familiares, esposas, hijos, padres y hermanos, golpeados todos por su muerte inesperada. Pedimos también a la Virgen que la investigación que ahora se abre evite futuros accidentes y que se procure la estabilidad laboral de los empleados de Airbus. Le pedimos, por fin, que lleve de la mano a los fallecidos ante el trono de Dios para que puedan gozar de la compañía de los santos y contemplar por toda la eternidad la infinita hermosura del rostro de Cristo resucitado. Dales Señor el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. Amén.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla