«Estamos obligados a aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad»

Homilía del Arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo, en la Misa in Coena Domini, que ha presidido este jueves santo en la Catedral de Sevilla.

1. El Señor nos ha convocado en esta tarde para celebrar con nosotros «aquella misma memorable Cena en [la que] antes de entregarse a la muerte confió a la Iglesia el banquete de su amor, el sacrificio nuevo de la alianza eterna», como hemos rezado en la oración colecta. Efectivamente, en esta tarde de Jueves Santo actualizamos la última Cena del Señor. Jesús reúne a los Apóstoles para celebrar la Pascua judía. Es éste el momento culminante de su vida, como él mismo confiesa a los Apóstoles: «He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Y en el marco de esa cena religiosa, tan llena de significado para el pueblo judío, pues le recordaba su salida de Egipto y el paso del Mar Rojo, Jesús nos manifiesta su amor hasta el extremo quedándose en la Eucaristía.

2. En esta tarde de Jueves Santo recordamos con emoción agradecida la institución de este sacramento, que la Iglesia ha celebrado durante veinte siglos y que seguirá celebrando hasta que el Señor vuelva. Lo hace por el ministerio de los sacerdotes, que nacen en la última cena. Por ello, el Jueves Santo es el día del sacerdocio, que Jesús instituye cuando, después de convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre, dice a los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24-25). De ahí la unión estrecha entre Eucaristía y sacerdocio. Los sacerdotes hemos nacido con la Eucaristía y para la Eucaristía, que no existiría sin nosotros. Por ello, en esta tarde pedimos al Señor la fidelidad y la santidad para nuestros sacerdotes; que la Eucaristía, en la que Jesús renueva cada día su entrega sacrificial por la salvación de los hombres, sea la medida y el modelo de nuestra entrega al Señor, a la Iglesia y a nuestros hermanos. Pidamos también por los seminaristas y por las vocaciones: que no nos falten nunca sacerdotes que puedan celebrar este admirable sacramento.

3. La Eucaristía es el manantial de la vida y de la misión de la Iglesia. En ella está presente Jesucristo, vivo, glorioso y resucitado, con una presencia no meramente simbólica sino real y verdadera. En ella cumple su promesa de no dejarnos huérfanos, de estar «con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). En ella se hace vecino de nuestros barrios, amigo y compañero de camino. La liturgia de esta tarde quiere subrayar esta presencia, colocando al final de la Misa el pan consagrado en un altar especial, al que llamamos Monumento. Acompañémoslo en esta noche. Acompañémoslo cada día. No nos cansemos de postrarnos ante Él para adorarlo, contemplarlo y alabarlo. No nos cansemos de pasar largas horas ante esta presencia dinámica y bienhechora, pues desde el Sagrario el Señor nos atrae para hacernos suyos, nos fortalece y nos diviniza.

4. Junto al Sagrario, por una especie de ósmosis transformante, adquirimos sus actitudes y sentimientos, su entrega, su humildad, su obediencia al Padre hasta el heroísmo y su amor a la humanidad. Porque esto es así, no es extraño que el Santo Padre Benedicto XVI nos pidiera «a los pastores de la Iglesia que [hagamos] todo lo posible para que el pueblo que [nos] ha sido encomendado sea consciente de la grandeza de la Eucaristía y se acerque con la mayor frecuencia posible a este sacramento de amor, tanto en la celebración eucarística como en la adoración» (A los Obispos polacos en Visita ad Limina, 17,XII,2005). Quiera Dios que en todas las iglesias de nuestra Archidiócesis hagamos cuanto esté a nuestro alcance por cumplir estas orientaciones del Papa, que yo hago mías.

5. El Concilio Vaticano II nos dijo a los sacerdotes que «en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua. En ella se contiene la carne de Cristo, vivificada y vivificante por el Espíritu, que da la vida a los hombres» (PO 5). Por ello, la Eucaristía es la fragua en la que se ha templado el valor de los mártires y en la que se ha encendido el fuego de amor de los santos y de los buenos cristianos de todos los tiempos. En la Eucaristía hallamos al Señor siempre que lo deseamos y allí encontramos consuelo en nuestros sufrimientos, fuerza para soportar en nuestras enfermedades, fortaleza en las tentaciones y esperanza en el abatimiento.

6. En la tarde del primer Jueves Santo, el Señor instituye la Eucaristía como banquete y alimento de nuestras almas, como «Pan divino y gracioso, sacrosanto manjar que da sustento al alma mía». Así comienza el bellísimo motete del sevillano Francisco Guerrero, maestro de capilla de esta catedral en la segunda mitad del siglo XVI, que hoy resonará de nuevo en nuestras iglesias y que continúa con estas estrofas: «El Pan que estás mirando… es Dios que en ti reparte gracia y vida, y pues que tal comida te mejora, no dudes de comerla desde ahora». Así es, queridos hermanos y hermanas: la Eucaristía es también sustento y alimento, que hoy necesitamos más que nunca. Vivimos tiempos de secularización intensa, en los que una pertinaz lluvia ácida quema el humus cristiano de nuestra tierra. Vivimos tiempos arduos, de increencia, agnosticismo y olvido de Dios. En ellos se pone a prueba la hondura de nuestra fe y de nuestro amor. En este contexto, ninguno de nosotros tiene derecho ni al adormecimiento o la tibieza. Tampoco al derrotismo o la desesperanza.

7. En el momento presente, más incluso que en tiempos pasados, estamos obligados a aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad, a remar contra corriente, a defender y transmitir nuestra fe con coraje y entusiasmo. Para ello, como al profeta Elías el Señor nos dice: «Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti» (1 Rey 19,7). Sin la Eucaristía, ni los sacerdotes, ni los consagrados, ni los laicos podremos vivir nuestra fe y nuestros compromisos con coherencia y valentía. Sin ella nos faltarían las fuerzas para mantener la esperanza, para afrontar las dificultades del camino, para luchar contra el mal, para no sucumbir a la idolatría y a las seducciones del mundo, para seguir al Señor con entusiasmo, ofrecerle la vida, confesarle delante de los hombres (Mt 10,32-33), servir, amar y perdonar, incluso a los enemigos.

8. En la noche de Jueves Santo, Jesús nos deja el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34-35). Lo hace después de lavar los pies a los Apóstoles. Con este gesto insólito, el Señor nos propone un ideal de vida basado en el amor, el perdón de los enemigos, el servicio generoso y gratuito, que sólo es posible vivir con la energía interior que nos ofrece el Señor en este sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad.

9. La Eucaristía es fermento de reconciliación y de amor fraterno, un amor que tiene que regenerar nuestra sociedad, purificarla de todas las injusticias, las violencias, las agresiones contra la vida de los más débiles; un amor que tiene que hacer de nosotros una comunidad sensible a las necesidades de los pobres y angustiados, de los ancianos y enfermos, de todos los que se sienten solos y de los que sufren. Jesús que se nos entrega en este sacramento, por medio de su Espíritu, introduce en nuestros corazones su propio amor, para que seamos capaces de perdonar, acoger y servir, para que seamos capaces de amar como él mismo ama.

10. Dentro de unos momentos, vamos a repetir el gesto de Jesús en la última Cena, el lavatorio de los pies a los Apóstoles, en este caso a doce seminaristas. Mientras yo lavo los pies a estos hermanos a imitación del Señor, pidámosle que este gesto penetre en nuestros corazones y nos convenza de que sólo es posible vivir el cristianismo desde el amor, el perdón, la compasión, la fraternidad y el servicio a nuestros hermanos, porque también en ellos Jesús ha querido quedarse cuando nos dijo: «lo que hagáis con estos mis humildes hermanos, a mí me lo
hacéis» (Mt 25,40). Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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