En la Eucaristía del Jueves Santo

Homilía del arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios en esta Eucaristía de Jueves Santo. En ella recordamos y actualizamos la última Cena del Señor. Era la fiesta de la Pascua judía. Y Jesús se reunió como de costumbre con sus apóstoles para celebrar la Pascua comiendo el cordero pascual. Y en el transcurso de esa cena religiosa, cargada de significado para el pueblo judío, pues en ella recordaba su salida de Egipto, Jesús anticipó su entrega quedándose en la Eucaristía.

En este día de Jueves Santo recordamos la institución de este sacramento, que a lo largo de dos mil años la Iglesia no ha cesado de celebrar todos los días por el ministerio de los sacerdotes. Jueves Santo es además el día del sacerdocio, que Jesús instituye en la cena pascual. Sin sacerdotes no hay Eucaristía. Por ello, hoy debemos pedir al Señor que no nos falten nunca sacerdotes que puedan celebrar este admirable sacramento. Hemos de pedir también al Señor la santidad para nuestros sacerdotes; que en nuestro ministerio y en nuestra vida de entrega a Dios y a los hermanos estemos a la altura de lo que el sacramento que celebramos representa y simboliza: el cuerpo de Cristo entregado y su sangre derramada en sacrificio para la salvación de todos los hombres.

La Eucaristía es presencia real. En ella nos encontramos con Jesús, vivo, glorioso, resucitado, presente entre nosotros de manera real y verdadera. En ella cumple su promesa de estar “con nosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). En este sacramento, Jesús se nos hace cercano, amigo y compañero de un camino. La liturgia de esta tarde subraya esta presencia, colocando al final de la Misa el pan consagrado en el Monumento. Agradezcamos a Jesucristo su presencia permanente en nuestros templos.

La Eucaristía es también acción de gracias, que eso significa Eucaristía. Ella es la más perfecta acción de gracias y glorificación que Cristo tributa al Padre celestial por su obediencia. Es además sacrificio, porque no sólo rememora, sino que actualiza el único sacrificio de la Cruz. En ella Jesús prolonga su sacrificio y su ofrenda, la que le llevó hasta la muerte por amor en la cruz. La Eucaristía es además Santa Misa, es decir, mesa santa en la que el Señor se convierte en alimento del caminante, viático del peregrino y banquete en el que el Señor nos invita a participar cuando nos dice: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53).

Efectivamente, en la tarde de Jueves Santo Jesús instituye la Eucaristía también como banquete y alimento. Lo hace después de proclamar el mandamiento nuevo y de lavar los pies a los Apóstoles, gesto con el que les propone un programa de vida basado en el amor, en la entrega a los hermanos, el perdón y el espíritu de servicio. Cuando el Señor propone una tarea, da también la fuerza necesaria para cumplirla. La tarea del amor servicial y gratuito a los hermanos, como en general, toda la vida cristiana vivida en una atmósfera de exigencia y de tensión moral sólo es posible vivirla con la gracia y la fuerza interior que nos brinda la Eucaristía, recibida con frecuencia y con las debidas disposiciones.

Con la Eucaristía Jesús nos deja el mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos” (Jn 13,34-35). Participar en la Eucaristía es participar del amor de Jesús a la humanidad, que nosotros debemos reproducir en nuestras vidas como señal de nuestra condición de cristianos. El amor de Cristo nos urge a salir al encuentro de nuestros hermanos que sufren. El amor fraterno, que Jesús vive y después nos enseña lavando los pies a los Apóstoles, no se ejerce pasando de largo o permaneciendo en la cabalgadura de nuestro bienestar, sino abajándose, como hizo el buen samaritano, para recoger al hermano que sufre heridas físicas, psicológicas o morales. El camino de amor recorrido por Jesucristo para salvarnos, le llevó a abajarse hasta la suprema humillación y despojamiento, hasta la muerte de cruz.

Este es también el camino de sus discípulos. El amor cristiano, el amor de Cristo en nosotros, debe impulsarnos a ponernos a los pies de nuestros hermanos más pobres para servirles, a compartir la suerte de los desheredados, a ponernos de su parte y en su lugar, a caminar como Cristo por el sendero de la humillación y el despojamiento, para enriquecer como Él a los demás “con nuestra pobreza” (2 Cor 8,9).

En este Jueves Santo, por razones obvias, no podemos tener lavatorio de los pies, ni recibir la sagrada comunión, ni podremos visitar los monumentos ni presenciar las estaciones de penitencia. Que lo que perdamos en culto externo, lo ganemos en intensidad espiritual, en fervor, comulgando espiritualmente, y adorando al Señor presente en los sagrarios, presente también en los enfermos por el coronavirus, en el personal sanitario que los cuida y en sus familiares. A todos los encomendamos en esta Eucaristía. Encomendamos también a los difuntos víctimas de esta pandemia, para que el Señor les conceda su paz y su descanso, el consuelo y la fortaleza a sus familias y libre a la humanidad de esta horrorosa epidemia. Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

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