En el mes de los difuntos

Carta Pastoral de Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla.

Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos, comenzábamos el mes de noviembre,  que en lapiedad popular está dedicado a quienes «nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz». El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la Iglesia peregrina… desde los primeros tiempos del cristianismo, honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos también ofreció sufragios por ellos, pues, “es una idea piadosa y santa orar por los difuntos para que sean liberados del pecado” (2 Mac, 12,46)».

La visita al cementerio y la oración por nuestros familiares, amigos y bienhechores difuntos, especialmente en el mes de noviembre, es en primer lugar una profesión de fe en la vida eterna y en la pervivencia del hombre después de la muerte, uno de los artículos capitales del Credo Apostólico.

Gracias a la resurrección del Señor, los cristianos sabemos que somos en esperanza ciudadanos del cielo, que la muerte no es el final, sino el comienzo de una vida más plena, feliz y dichosa, muy distinta de la vida aquí en la tierra, entreverada siempre de dolores, sufrimientos y enfermedades. Es la vida que el Señor tiene reservada a quienes mueren en gracia de Dios y viven con intensidad su vocación cristiana.

Los sufragios por los difuntos, entre los que hay que contar también la mortificación y la limosna, son además una confesión explícita de nuestra fe en el dogma de la Comunión de los Santos y de nuestra convicción cierta de que los miembros de la Iglesia peregrina, junto con los Santos del cielo y los hermanos que se purifican de sus pecados en el purgatorio, constituimos un pueblo y un cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesucristo. Somos una familia en la que todos nos pertenecemos, que participa de un patrimonio común, el tesoro de la Iglesia, del que forman parte los méritos infinitos de Jesucristo, todos los actos de su vida, muy especialmente su pasión, muerte y resurrección, y la oración constante de quien «vive siempre para interceder por nosotros» (Hebr 7,25). A este patrimonio preciosopertenecen también los méritos e intercesión de la  Santísima Virgen y de todos los Santos, la plegaria de las almas del purgatorio y nuestras propias oraciones, sacrificios y obras buenas, que hacen crecer el caudal de caridad y de gracia del Cuerpo Místico de Jesucristo.

En la vida de la Iglesia, como dice Santo Tomás, «todo lo de uno redunda en beneficio de todos por el amor. Este es el que da cohesión a la Iglesia y hace comunes todos los bienes». Esto quiere decir que los  miembros de la Iglesia no somos islas. Todos, vivos y difuntos, estamos misteriosamente intercomunicados por lazos tan invisibles como reales. Todos nos necesitamos y podemos ayudarnos. Por ello, acudimos cada día al Señor y nos encomendamos a la Santísima Virgen, a los Santos y a nuestro ángel custodio. Del mismo modo, podemos y debemos encomendar la fidelidad y perseverancia en nuestros compromisos a la intercesión de las almas del purgatorio, a las que también nosotros podemos ayudar a aligerar su carga y a acortar la espera del abrazo definitivo con Dios, con nuestras oraciones, sacrificios y sufragios,  singularmente con el ofrecimiento de la Santa Misa. Como es natural, hemos de encomendar en primer lugar a nuestros seres queridos, familiares, amigos, conocidos y bienhechores, pero también a todas las almas del purgatorio, sobre todo, a aquellas que no tienenquien rece por ellas o están más necesitadas.

En el último día de nuestra vida, en la presencia del Señor, conoceremos en qué medida las oraciones y sacrificios de otras personas por nosotros nos mantuvieron en pie y afianzaron nuestra vida cristiana. Entonces comprobaremos el valor salvífico de nuestra plegaria y de nuestras buenas obras para otros hermanos, cercanos o lejanos, conocidos o desconocidos. Entonces sabremos también cómo nuestra tibieza y nuestros pecados debilitaron el tesoro de gracia del Cuerpo Místico de Cristo, haciéndonos reos de los pecados ajenos, lo cual ya desde ahora debe estimularnos a hilar fino en nuestra fidelidad al Señor y en el cumplimiento de nuestros deberes.

Al mismo tiempo que os invito a encomendar, especialmente en este mes, a las benditas ánimas del purgatorio a la piedad y misericordia de Dios, os recuerdo con el Papa Pío XII en su encíclica Mystici Corporis el misterio, que él llama «verdaderamente tremendo y que nunca meditaremos bastante», que la salvación de un alma dependa de las voluntarias oraciones y mortificaciones de otros miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo. Este misterio tremendo debe ser para todos una interpelación permanente y una llamada constante a la santidad y a vivir con responsabilidad nuestra vida cristiana, pues muchos bienes en la vida de la Iglesia están condicionados a nuestra fidelidad.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

† Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

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