Homilía del Arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, en la Eucaristía celebrada en la Catedral, el 14 de octubre de 2012.
«La puerta de la fe (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros». Así comienza la carta apostolica Porta fidei por la que el Papa Benedicto XVI convoca el Año de la Fe. Es una puerta que conduce a la alegría, a la esperanza, a la fortaleza del corazón y a la juventud del espíritu, porque es una puerta que lleva a la comunión con Dios, que es Verdad y Amor eternamente joven. Es una puerta siempre abierta, que constituye una permanente invitación a entrar.
No descubro ningún misterio si afirmo que los cristianos vivimos nuestra fe en Jesucristo en un contexto social de «olvido de Dios» y de profunda crisis de fe, que como afirma el Papa ya no es el presupuesto obvio de la vida de nuestro pueblo. En las sociedades occidentales se ha producido una especie de «eclipse de Dios», una evidente amnesia de nuestras raíces cristianas, un abandono del tesoro de la fe recibido, que ha sido el alma de Occidente, y que ha producido una cultura exuberante, la cultura cristiana. Occidente vive en una especie de apostasía silenciosa, en la desertización espiritual de la que hablaba el Papa en su homilía del pasado jueves, en la inauguración del Año de la Fe. El hombre se cree autosuficiente y vive como si Dios no existiera. Él es el gran ausente en la vida personal, familiar y social.
Por todo ello, la religión ocupa uno de los últimos lugares en una escala de valoración de la sociedad occidental. Sus valores fundamentales son el consumismo, el hedonismo, el placer y el disfrutar, mientras crece el número de los que se adhieren a las llamadas «religiones civiles», la ecología, el deporte, el culto al cuerpo, etc., que son para muchos como un sustitutivo de Dios. Llama la atención el creciente «prestigio» intelectual de la increencia, artificialmente alimentado por algunos medios de comunicación que tienen entre sus objetivos borrar a Dios de la historia y de la ciudad de los hombres.
Lo cierto es que para muchos conciudadanos nuestros se está haciendo normal el olvido de Dios y la relación personal con Él. Pero si Dios es la fuente de la vida, como nos dice el Papa, el ser humano, sin una referencia consciente a su Creador, pierde su dignidad e identidad. El olvido de Dios es el origen de todos los problemas de la sociedad, de la insolidaridad y la pobreza, de las crisis familiares, de la soledad y la angustia de tantos hermanos nuestros, del nihilismo de tantos jóvenes sin rumbo y sin esperanza. Por ello, hemos de agradecer de corazón al Papa la convocatoria del Año de la Fe.
La fe en Dios y en su Hijo Jesucristo es lo único que nos permite construir nuestra vida sobre roca. Él es quien da estabilidad y consistencia a nuestra vida. «Todo cambia –nos dice el Papa- dependiendo de si Dios existe o no existe». Efectivamente, la fe ilumina la vida del creyente, la transforma, la llena de plenitud, de hermosura y de esperanza, porque el hombre está hecho para Dios. «Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti». La frase es de San Agustín, quien a lo largo de su juventud buscó ávidamente la felicidad en los sistemas filosóficos y en toda suerte de placeres, y que sólo la halló cuando a los 33 años volvió a la fe de su infancia, que tanto había pedido a Dios su madre Santa Mónica. Desde entonces tuvo claro que el acto de fe es algo humanamente razonable y que, dado que Dios es el creador del mundo visible, no hay oposición entre el conocimiento científico y el de la fe como nos dice el CIC (nn.155-159).
¿Y qué es la fe? El CIC 50, nos dice que la fe es ante todo la adhesión personal del hombre a Dios y el asentimiento libre a las verdades que Dios nos ha revelado y la Iglesia nos enseña. El Youcat afirma que la fe es saber y confiar. Esto quiere decir que la fe tiene dos dimensiones: una de orden intelectual y otra de orden afectivo. La primera nos exige creer, aceptar los misterios que Dios nos ha revelado por medio de la palabra de su Hijo interpretada por la Iglesia, basándonos en la autoridad de Dios. Este aspecto, siendo relevante, es menos importante que el segundo. Muchos de nosotros no tenemos grandes dificultades para admitir las verdades que la Iglesia nos propone: la divinidad de Cristo, la resurrección de la carne y la vida eterna, la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía o la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
Pero siendo importante esta dimensión, lo es más la segunda: la entrega personal a quien nos pide esa adhesión, es decir, la donación incondicional, radical, absoluta e irrevocable a Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo. Este es el sentido más pleno de la palabra fe, que tiene mucho que ver con la caridad teologal. Pues bien, sólo por medio de una fe así, por la que el hombre entra en comunión con Dios, estableciendo un vínculo de confianza, de amistad y de obediencia a su santa ley, nuestra vida encuentra su verdadero sentido, su más verdadera plenitud. Como afirma el Papa Benedicto XVI, «Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el Creador la criatura se diluye»» (GS 36).
La fe es un don de Dios, un don gratuito que cada día debemos impetrar. Necesitamos pedirla como los Apóstoles, que mediada la vida pública, piden a Jesús: «Señor, auméntanos la fe» (Luc 17, 5), o como el padre del muchacho epiléptico que dice a Jesús: «Señor, yo creo, pero aumenta mi fe» (Mc 9,24). Necesitamos la fe de Tomás, que arrodillado ante Jesús, exclama: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). Necesitamos la fe de la hemorroísa, que no atreviéndose a pedir a Jesús que la cure, trata de tocar siquiera el borde de su manto, y a la que Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y que se te cure todo mal» (Mc 5,34). Necesitamos la fe de Pedro, que confesa a Jesús como el Mesías, el Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16) y que dice a Jesús: «Señor, a quién iremos. Solo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
9. La fe aumenta, crece y se mantiene en el trato con Dios. En la oración, el Señor va derramando en nuestros corazones, con el poder de su Espíritu, una especie de connaturaralidad o afinidad con la verdad revelada, ayudandonos a adquirir una fe madura, sólida, que no se fundamenta únicamente en el sentimiento. Todas las grandes conversiones han tenido como punto de partida la nostalgia de Dios y la oración. Es el caso de Paul Claudel, el gran poeta frances, convertido en la tarde de Navidad de 1886. Como él mismo nos confiesa, llevaba tiempo sintiendo en su corazón joven la nostalgia de la fe de su infancia, perdida en su adolescencia; y pedía a Dios que le concediera el don de la fe. En esa tarde, entró en Notre Dame de París. Se estaban celebrando las Vísperas. Un coro de niños y de seminaristas cantaba el Magníficat. Sobrecogido por la belleza del gótico catedralicio, del canto gregoriano y de los acordes del órgano, sintió en su corazón que renacía el don de la fe: «¡Es verdad! –se dijo a sí mismo entre sollozos mientras sonaba en la catedral el Adeste fideles- ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!». Entonces se persuadió de Dios era alguien real, tan real como él mismo, y que su verdadero hogar era la Iglesia católica.
10. He dicho al principio que la puerta de la fe conduce a la esperanza y a la alegría. Es la alegría de Mateo, de Zaqueo o de la Samaritana cuando se encuentran con Jesús. Es la alegría que experimenta André Frossard, aquel comunista francés, hijo del primer Secretario del partido comunista de Francia, educado en el más crudo ateísmo, que encontró la fe cuando, en una tarde de julio de 1935, entró en una iglesia del barrio lati
no de París buscando a un amigo y se encontró inesperadamente con Dios, experimentando una alegría indescriptible, «una alegría –escribirá él después- que no es sino la exultación del salvado, la alegría del náufrago recogido a tiempo». Es el júbilo que experimentan todos los que se encuentran con el Señor. Dios quiera que sean muchos en este Año de la Fe.
11. La fe necesita ser alimentada en la oración; necesita ser cultivada y formada. Necesita asemás ser refrendada por las obras. El Youcat nos dice que «la fe es incompleta mientras no sea efectiva en el amor». Así es en realidad. La fe sin obras es una fe muerta. Esto quiere decir nuestra fe tiene que reflejarse en la vida. A veces los cristianos somos tan pobres y tan abandonados que se produce en nosotros una especie de divorcio entre la fe y la vida. Pero cuando falta la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive, antes o después la fe se va tornando mortecina hasta apagarse.
12. Otro aspecto que subraya el CIC es que vivimos nuestra fe dentro de la comunidad cristiana y sostenidos por ella. Nadie puede creer por sí sólo, como nadie puede vivir por sí sólo. La fe es un asunto personal, pero no es un asunto privado. La fe la recibimos de la Iglesia. Ella es la que la ha trasmitido a todas las generaciones, la ha protegido de falsificaciones y la ha hecho brillar a lo largo de los siglos. Esa fe se contiene en el Catecismo de la Iglesia Católica, que debe ser en este Año de la Fe, junto a la Biblia y los documentos del Concilio Vaticano II, nuestros libros de cabecera y el principal instrumento para la preparación de la homilía, de la catequesis, de la clase de religión y de cualquier actividad formativa.
13. Quiero deciros también que hoy es muy difícil perseverar en la fe en solitario. Necesitamos el apoyo, la compañía y el arropamiento de la Iglesia, de la comunidad parroquial, del grupo o movimiento del que formamos parte y de los sacerdotes. La Iglesia nos ha transmitido la fe y nos sostiene, alienta y anima en nuestra vida de fe. De la misma forma, nosotros hemos de transmitirla a nuestros hermanos. Nuestro amor a Jesucristo y a los hombres debe impulsarnos a hablar a los demás de nuestra fe. No podemos esconder la fe bajo el celemín, porque correríamos el riesgo de que se asfixiara. Hemos de ponerla sobre el candelero para que alumbre a todos, cercanos y lejanos. Si estamos convencidos de que nuestra fe es el mayor tesoro que poseemos, si estamos convencidos de que nuestro encuentro con el Señor es con mucho lo mejor que nos ha podido suceder en nuestra vida, hemos de arder en deseos de gritarlo por las plazas y de compartir con los demás este tesoro: la fe en Jesucristo, fuente de la esperanza que no defrauda.
14. Pero para evangelizar con garantías la primera condición requerida es la conversión, la conversión de nosotros los cristianos, nuestra propia conversión. Así nos lo está diciendo insistentemente el Papa Benedicto XVI. Así nos lo decía el pasado lunes en la primera sesión del Sínodo de los Obispos: «El cristianismo no debe ser tibio, este es el mayor peligro del cristianismo de hoy: la tibieza desacredita al cristianismo». Una Iglesia que quiera ser luz y sal, tiene que ser una Iglesia convertida, una Iglesia de santos. Los santos son los verdaderos evangelizadores, nos decía el Papa en su homilía del pasado domingo. La necesidad más urgente de la Iglesia en Occidente, es la necesidad de contar con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y colectivo de vida santa. A la protección maternal de la Santísima Virgen, peregrina de la fe, maestra y modelo de fe, os encomiendo. Que Ella nos ayude a todos a robustecer nuestra fe en este año de gracia. Que Ella nos aliente en el Año de la Fe a convertirnos a nuestro único Señor, a aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad y a vivir gozosa y comprometidamente nuestra fe. Así sea.
+ Juan Jose Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla