Domingo, 14 de enero de 2024
“¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is 60, 1). La solemnidad de la Epifanía nos ha recordado un año más la gran luz que comenzó a irradiar desde la cueva de Belén, a través de los Magos procedentes de Oriente inunda a toda la humanidad. El profeta Isaías, después de las humillaciones infligidas al pueblo de Israel por los reinos poderosos de aquella época, ve el momento en el que la gran luz de Dios surgirá sobre toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se inclinarán ante él, vendrán desde todos los confines de la tierra y depositarán a sus pies sus tesoros más preciados. Y el corazón del pueblo se conmoverá de alegría.
En contraste con esa visión, san Mateo nos presenta una estampa pobre y humilde en su evangelio. Ciertamente, a Belén no llegan los reyes más poderosos de la tierra, sino unos Magos, unos sabios, personajes desconocidos, que no despiertan una particular atención. Los habitantes de Jerusalén son informados de lo sucedido, pero no se toman interés, y tampoco los vecinos de Belén están impresionados por el nacimiento de este Niño, al que los Magos llaman Rey de los judíos, ni les impresionan estos hombres venidos de Oriente que van a visitarlo.
En realidad, son perspectivas que se complementan. El profeta Isaías vislumbra y anuncia una realidad que está destinada a transformar toda la historia; por su parte, el acontecimiento que narra san Mateo no es un breve episodio intrascendente y fugaz, sino el comienzo de algo nuevo, porque los Magos de Oriente serán los primeros de una multitud inmensa de personas que a lo largo de la historia han descubierto el signo de la estrella, han peregrinado por los caminos correctos, y han encontrado a Aquel que, aunque aparentemente es débil y frágil, puede proporcionar el sentido y la alegría más grande al corazón del hombre, porque nos manifiesta que Dios está cerca de nosotros, se ha hecho uno de nosotros, que su grandeza y su poder no se manifiestan según la lógica del mundo, sino a través de un niño recién nacido, cuya fuerza es el amor.
Los Magos ofrecieron a Jesús oro, incienso y mirra. Esos dones no respondían a las necesidades primarias y cotidianas que en aquel momento concreto tenían Jesús, María y José, pero tienen un significado mucho más profundo, y lo que representan, en el fondo, es el reconocimiento de aquel Niño como Dios y como Rey. Significa que desde aquel momento los Magos reconocen la autoridad de aquel Niño, que marcará definitivamente sus vidas.
Contemplemos en los Magos un corazón inquieto y buscador, que eleva los ojos a lo alto, que inicia la marcha, se encuentra con Jesús, lo adora, le ofrece lo mejor que tiene, y vuelve. Ellos se pusieron en camino hasta encontrarse con Jesús, y con aquel encuentro comenzó algo nuevo, un camino abierto a todos los hombres, porque ese Niño trae la salvación, una salvación universal; porque este Niño trae la luz para iluminar todos los corazones. En ese Niño se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los hombres de todos los tiempos y lugares.
Según la antigua tradición de la Iglesia, en el día de la Epifanía del Señor, después del canto del Evangelio, tiene lugar el llamado “Anuncio de la Pascua” en que se anuncian desde el ambón las fiestas movibles del año en curso. El Año litúrgico resume toda la historia de la salvación, en cuyo centro está el Triduo Pascual, la celebración de la pasión, muerte y resurrección del Señor, que en Belén se revela en la humildad de la encarnación, en la condición de siervo, que será crucificado. A través de este ocultamiento ha querido Dios manifestarse, y, por eso, en la sencillez y la pobreza de Belén, y en la humillación y la ignominia de la Pasión y muerte, vamos penetrando en el conocimiento del misterio de Dios. Volvemos al Tiempo Ordinario.