Salvador Guerrero es el párroco de Santa María y Espíritu Santo, en Ronda. Nos ofrece esta reflexión a la luz de la reciente Solemnidad de Pentecostés, la fiesta del Espíritu Santo.
Hace años que no asisto a la Vigilia de Pentecostés en la parroquia, precisamente por acompañar a nuestra Hermandad del Rocío en su camino hacia Pentecostés en la aldea del Rocío. Pero no por ello, dejamos de celebrar con toda su fuerza esta fiesta que da sentido a nuestro trabajo de cada día.
El día de Pentecostés del año 1485 Ronda, de nuevo era recuperada tras más de setecientos años en manos de los distintos Califatos y dinastías musulmanas que fueron pasando por esta tierra. Ese mismo día se manda consagrar una iglesia a la Encarnación y otra al Espíritu Santo.
La Encarnación nos recuerda el momento en el que la divinidad toma de la carne de las entrañas purísimas de nuestra madre la Virgen del Rocío, para hacerse hombre con los hombres, y eso es posible gracias a la Acción del Espíritu Santo.
Si miramos nuestras fiestas y celebraciones a lo largo del año, descubrimos infinidad de fiestas a la Madre de Dios en ésta, a la que popularmente conocemos como tierra de María santísima y, las celebraciones en torno al Señor: nacimiento, pasión, muerte, resurrección, Corpus.
En todas ellas, sin que le prestemos atención, hay un invitado principal que siempre se mantiene a la sombra. Este no es otro que el Espíritu Santo. Gracias a él, Jesucristo se hace presente a través de los Sacramentos y gracias a Él, recibimos la fuerza de Dios en medio de nuestra vida.
Él es el motor de la Iglesia en este tiempo entre Jesucristo y su Reino y es a él al que debemos de consagrarnos cada día de nuestra vida para que con la luz, el ejemplo, el consuelo, la ayuda y la enseñanza de Jesucristo y su Madre la Virgen del Rocío, nos vayamos haciendo conscientes de nuestra misión como discípulos en medio de nuestra tierra.
Estamos atravesando un tiempo de calamidad sanitaria, que se nos ha convertido ya en una calamidad social y laboral. Este tiempo de pandemia está trayendo el sufrimiento por la pérdida de seres queridos, pero también va a traer a muchas casas el sufrimiento por la pérdida de lo básico para vivir.
Es ahí donde los cristianos tenemos que mostrarnos y dar ejemplo de quienes somos. No porque tengamos más recursos que nadie y podamos sostener cualquier situación que nos sobrevenga, sino precisamente porque reconocemos en nuestra pobreza que tenemos el regalo más inmenso que se pueda tener que no es otro que la fuerza del Espíritu Santo, que como protagonista en la sombra nos levanta y nos invita a mirar el futuro con esperanza y afrontar el presente con coraje, sabiendo que en los dones que nos ofrece el Espíritu Santo se encuentra el tesoro de la Iglesia, y el tesoro que nos impulsa como pueblo cristiano a seguir avanzando, a seguir creciendo y todo esto hacerlo desde el servicio y la entrega a los demás, a ejemplo de María, especialmente a los más necesitados.
Hoy el Señor nos llama a tomar conciencia de nuestra realidad, a reconocernos con los que tenemos sentados al lado, como instrumentos de Dios en medio de nuestra realidad, y llamados a poner cada uno de nosotros los dones que poseemos al servicio de la Iglesia, de la comunidad para afrontar nuestra vida como familia, sostenidos por el Espíritu, y con la conciencia de que lo fundamental, la vida eterna, ha sido ya ganada por Cristo para todos y cada uno de nosotros. La muerte, la oscuridad, la soledad, que podría ser nuestra enemiga, se convierte en compañera de viaje en este tránsito en el que estamos llamados a dejar la huella de Dios con nuestra forma de vivir y de servir.