Alguien me dijo una vez que “el papel lo soporta todo”; probablemente no iban los tiros por la tarea que me ocupa esta tarde sentada frente a esta página en blanco pero, ante la dificultad de elegir uno, mezclaré en una misma persona algunas de las experiencias compartidas con curas que marcaron y ayudaron en mi vida de fe.
«Me quedo con una palabra, común a todos los rostros que he tenido presente para escribir hoy: acompañar»
El momento de la confesión tiene para mí un sentido llamativo porque es en él donde “mi cura” se reviste del propio Cristo, así lo vivo. Sin este momento repetido en tantas ocasiones, no es que mi vida de fe fuese distinta, es que no existiría. Una de estas veces, en la que me acerqué con un agobio especial al que me resultaba imposible ponerle palabras, se hizo presente el milagro de la misericordia de Dios, encarnado en una sola frase: “Tranquila, Dios sabe, descansa”.
El camino de fe requiere para mí de un ejercicio de introspección, de descendimiento a las entrañas de uno mismo. Que alguien te lleve de la mano cuando bajas, poniendo luz en “zonas oscuras”, acompañando, es un gran regalo que se hace presente en la Iglesia.
Dios es amor, por tanto no es concebible que alguno de sus ministros no contribuya a hacerlo presente en medio de este mundo. Agradezco a aquellos que mostraron el regalo del amor de Dios presente y encarnado en el amor al prójimo.
Me quedo con una palabra, común a todos los rostros que he tenido presente para escribir hoy: acompañar, y hacerlo desde la paciencia y el amor. Gracias por ese regalo.