Mi cura está hecho de muchos retales; su sacerdocio tiene el aroma de la vida religiosa. Mi cura acompañó a un adolescente que, con dudas, se acercaba al encuentro de un tal Jesús. Entre colegas y salidas me ayudó a descubrir que la alegría y la libertad también son rasgos de una vida en Jesús.
Entre el grupo de misiones y lecturas, de aquella teología que pisa el barro, me fue desvelando la mirada preferente de Dios a los más pobres, a los que no deja de escuchar su clamor. A la vez que uno crecía y estudiaba, supo sembrar una semilla que poco a poco, en la tierra pedregosa y reseca que es uno, no dejó de crecer y él no dejó de regar. Esa semilla debía de dar fruto de la única forma que Dios nos pide: entregándose para ser alimento para otros.
Mi cura, mi religioso, no era mío, era de Dios; y de Dios para los demás. Fue despertando el deseo por la Eucaristía, la oración, la formación teológica; todo para ser más de Dios y menos mío. Llegó el amor hacia mi amada, y ese amor también fue acompañado. En aquel camino contempló como nos leímos el Cantar de los Cantares, cara a cara, carne a carne, junto a Dios. Y aconteció aquello que Dios unió, ante Dios nos ofrecimos la fidelidad al Amor y a la Cruz, a la vida y en la muerte. Mi cura estuvo en la vida de un hijo que, como Samuel, tardó en escuchar que lo esperábamos. También, estuvo en la luz que se tornó en tinieblas, en muerte, en el dolor de una hija perdida. No hubo sermones, hubo desierto, porque la fe también es desierto. Mi cura, entre lágrimas, estuvo para peregrinar en la esperanza y la confianza en Aquel que más nos ama. La vida volvió a abrirse, con la sencillez del evangelista Marcos. Mi cura nos ayudó a descubrir, que en el matrimonio, en la familia, es Dios quien nos cuida.
Entre desierto, angustia y esperanza, la muerte no tiene la última palabra, aunque tiene palabra. Mi cura me volvió a recordar que no reserve mi vida, ni guarde la ropa, ni quiera quedar bien; que no busque ascender. Mi cura me ayudó a descubrir que la vida es misión, entrega y donación para aquellos que más lo necesitan; que Dios no quiere ni la tibieza, ni la música celestial. Mi cura no deja de mostrarme al Dios que no se guarda nada; que solo con proyecto hay vida; que el mal existe. En el cansancio del día, en las dificultades de lo cotidiano, no deja de recordarme que él está a mi lado porque Dios me quiere, porque estar a mi lado le hace ver verdad. Cada uno de los retales de cura, de religioso, ha jugado, llorado, bebido, comido y visitado nuestro hogar, mi familia. Cada uno de ellos, con las limitaciones de todo hombre, me recuerdan que siempre en lo cotidiano, en el espesor de la realidad, no deje de contemplar, vivir y anunciar al mundo el Amor de Dios.