La Iglesia está llena de la paz y alegría de jóvenes santos que acogieron a Cristo en su vida con amor inquebrantable. En el inicio de sus vidas, la madurez de su fe les condujo a perdonar a sus verdugos o convertir el dolor y la enfermedad en cercanía con Dios. Jóvenes de su tiempo que antes, como ahora, son elegidos para no separarse del amor al prójimo. Eligieron ser auténticos y no fotocopia como proclamaba el último joven beatificado: Carlo Acutis.
Antes y ahora la llamada al don de la santidad a través del bautismo sigue plenamente vigente para los jóvenes cristianos. Con la festividad de Todos los Santos, el Año litúrgico, nos invita a recordar a multitud de santos, es decir, a quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana.
Considerando el misterio de la santidad en la edad juvenil, nos dice el Papa Francisco en Christus Vivit, n. 49, que “el corazón de la Iglesia también está lleno de jóvenes santos, que entregaron su vida por Cristo, muchos de ellos hasta el martirio. Ellos fueron preciosos reflejos de Cristo joven que brillan para estimularnos y para sacarnos de la modorra”. Y cita al Sínodo sobre los jóvenes, en el que se destacó que «muchos jóvenes santos han hecho brillar los rasgos de la edad juvenil en toda su belleza y en su época fueron verdaderos profetas de cambio; su ejemplo muestra de qué son capaces los jóvenes cuando se abren al encuentro con Cristo» (Sínodo, n. 65).
Y también vuelve el Papa Francisco en su Exhortación Christus Vivit, sobre otro momento del Sínodo cuando se dice que «a través de la santidad de los jóvenes la Iglesia puede renovar su ardor espiritual y su vigor apostólico. El bálsamo de la santidad generada por la vida buena de tantos jóvenes puede curar las heridas de la Iglesia y del mundo, devolviéndonos a aquella plenitud del amor al que desde siempre hemos sido llamados: los jóvenes santos nos animan a volver a nuestro amor primero (cf. Ap 2,4)» (Sínodo, n. 167). Hay, pues, santos que no conocieron la vida adulta, y nos dejaron el testimonio de otra forma de vivir la juventud: la más plena, la más verdadera, la más auténtica, la de la santidad.
De ahí que, entonces, nos podríamos preguntar: ¿qué quiere decir, pues, ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo?
En una Catequesis sobre la santidad el Papa Benedicto XVI nos decía:
“A menudo se piensa todavía que la santidad es una meta reservada a unos pocos elegidos. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como san Agustín exclama: «Viva será mi vida llena de ti» (Confesiones, 10,28)”. Y eso puede pasar a cualquier edad porque, precisamente, la edad juvenil es la edad de la generosidad.
Y continuaba el Papa en su Catequesis:
“Pero permanece la pregunta: ¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo (cf. Is 6,3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma.
La santidad tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado. Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? La santidad no es sino la caridad plenamente vivida.
¿Qué es lo esencial? Lo esencial es nunca dejar pasar un domingo sin un encuentro con Cristo resucitado en la Eucaristía; esto no es una carga añadida, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las «señales de tráfico» que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que simplemente explicita qué es la caridad en determinadas situaciones. Esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al inicio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las «señales de tráfico» que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de caridad. Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.
Quizás podríamos preguntarnos: nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra debilidad, ¿podemos llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año litúrgico, nos invita a recordar a multitud de santos, es decir, a quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana. Los santos nos dicen que todos podemos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, en todas las latitudes de la geografía del mundo, hay santos de todas las edades y de todos los estados de vida; son rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí.
En realidad, muchos santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y podríamos añadir que no sólo algunos grandes santos son «señales de tráfico», sino también los santos sencillos, es decir, las personas buenas que vemos en nuestra vida, que nunca serán canonizadas. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero en su bondad de todos los días vemos la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia, es para nosotros la apología más segura del cristianismo y el signo que indica dónde está la verdad.
En la comunión de los santos, canonizados y no canonizados, que la Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros gozamos de su presencia y de su compañía, y cultivamos la firme esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida bienaventurada, la vida eterna.
¡Qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista a esta luz! Todos estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana.
Debemos sentirnos invitados a abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser también nosotros como teselas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, a fin de que el rostro de Cristo brille en la plenitud de su esplendor. No tengamos miedo de tender hacia lo alto, hacia las alturas de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado; dejémonos guiar en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él quien nos transforme según su amor”. (Benedicto XVI. Catequesis, 13-4-11).
Entonces, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios?
Y aquí, en una preciosa homilía, aparecía otra vez diciéndonos:
“A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva: es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. «Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará» (Jn 12,26).
Quien se fía de Él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12,24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de Él.
Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con Él. Él quiere ser nuestro Amor.
Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a Él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por Él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, «perderse a sí mismos», y precisamente así nos hace felices”. (Benedicto XVI. Homilía, 1-11-06).
Podemos, por tanto, considerar que “cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa. En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa. Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza”.
Se dirige a nosotros, diciendo: «Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de Él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás» (Benedicto XVI. Homilía, 8-12-05).
Un joven con un corazón de fuego
El Beato Bartolomé Blanco Márquez es uno de los 498 mártires de la persecución religiosa en España del siglo XX, beatificado el 28 de octubre de 2007. Un gigante en la fe que, con sólo 21 años, derramó su sangre por ser fiel a Cristo y al Evangelio. Nacido en Pozoblanco el 25 de diciembre de 1914, quedó huérfano de madre a los 4 años y, desde entonces, fue acogido él y su padre en casa de sus tíos. Desde niño destacó por su vivaz inteligencia. El maestro del pueblo, D. Fausto, le dio el título de “capitán” por sus buenas calificaciones. Cuando Bartolomé contaba con 11 años de edad, su padre sufrió un accidente que le ocasionó la muerte. Por necesidad tuvo que abandonar la escuela para trabajar en el taller familiar de sus tíos y primos aprendiendo el oficio de sillero, como Jesús en Nazaret. Bartolomé conoció desde la infancia lo qué significa la fatiga del duro trabajo manual y tuvo muy pronto experiencia del sufrimiento, las penurias y las privaciones.
Con 15 años entra en relación con el oratorio del Colegio Salesiano de Pozoblanco ayudando como catequista y recibiendo a la vez acompañamiento espiritual y una buena formación cristiana. Preocupado, sobre todo, por los jóvenes obreros de su tiempo, buscaba despertar en ellos la esperanza de un futuro mejor y su dignidad perdida. Entró a formar parte de la Juventud Masculina de Acción Católica de Pozoblanco, de la que era secretario. Conoció a D. Ángel Herrera Oria, futuro cardenal, quien atraído por sus cualidades humanas y espirituales le invitó a entrar como alumno en el Instituto Social Obrero de Madrid. Se fraguó allí su alma de apóstol. “Obrero y católico”, así se llama a sí mismo. Divulgó por doquier, de palabra y por escrito, en multitud de artículos de prensa, la Doctrina Social de la Iglesia, hablando con verdadero ardor de la fe, de la dignidad de los obreros y de los pobres, de Jesucristo y de su Evangelio.
En su sólida vida interior centrada en la oración y la Eucaristía, en su amor a la Virgen y en el cuidado de su vida espiritual halló el manantial que le lanzaba a un apostolado desbordante y fecundo, llegando a fundar en toda la provincia de Córdoba 8 sindicatos católicos. Todos conocían su valía, su coherencia de vida y su arrojo para hablar sin tapujos de las verdades de fe, defendiendo a la Iglesia y denunciando los abusos cometidos contra los obreros y las erróneas doctrinas de la época.
Realizaba el servicio militar en Cádiz cuando estalló la guerra civil. Desde allí escribía frecuentes cartas a su familia y a su novia, Maruja. Y le llegó la hora de la prueba. Estando de permiso en Pozoblanco, fue detenido y encarcelado el 18 de agosto de 1936. De ahí le trasladaron a la prisión de Jaén donde estuvo con numerosos sacerdotes y seglares a los que alentaba y animaba a dar a la vida por Jesucristo. Ante el tribunal que le condenó a muerte defendió, con profunda entereza, la fe.
Cuando le conducían al lugar donde iban a fusilarle repartió sus ropas entre los presos más necesitados. Se descalzó, pues quería subir al Calvario como Jesús. Besó las esposas que le pusieron en las manos: «Beso estas cadenas que me han de abrir las puertas del cielo». No quiso que le vendaran los ojos ni ser fusilado de espaldas. “Quien muere por Cristo debe hacerlo de frente…”, dijo ante el asombro de sus verdugos. Junto a una encina, tan robusta como su fe, con los brazos en cruz y mientras gritaba “¡Viva Cristo Rey!” fue fusilado. Era el 2 de octubre de 1936.
Impresionante la carta que se conserva y que escribió a su novia desde la cárcel: “…Cuando me quedan pocas horas para el definitivo reposo, sólo quiero pedirte una cosa: que en recuerdo del amor que nos tuvimos y que en este momento se acrecienta, atiendas como objetivo principal a la salvación de tu alma, porque de esa manera conseguiremos reunirnos en el cielo para toda la eternidad, donde nadie nos separará”
La carta a sus tíos y primos rebosa de sentimientos de perdón y de gozo porque pronto participaría de la gloria de Cristo en el cielo: “Sea ésta mi última voluntad: perdón, perdón y perdón… Así pues, os pido que os venguéis con la venganza del cristiano: devolviéndoles mucho bien a quienes han intentado hacerme mal. En el cielo os espero a todos…”. Fue declarado por la Santa Sede Patrono de la juventud cordobesa. Un joven con un corazón de fuego, modelo e intercesor para cuantos jóvenes luchan hoy, a veces contracorriente, por seguir a Cristo y vivir la santidad.