Vivir en sociedad es vivir vestido. Vestirse es un pasaporte que nos proporciona un rostro social. Nos clasifica, aportando datos sobre nuestra edad, estatus, sexo, profesión y gustos personales. Nos vestimos para los demás, para expresar quienes somos ante la mirada del otro, como una mediación necesaria para el trato social.
En sociedad estamos en escena, siendo contemplados y juzgados por nuestra apariencia.
El vestido imprime su sello en el modo de actuar en las diversas circunstancias. Afecta a la persona en su ser, hacer y aparecer en sociedad. Las transformaciones de nuestra vestimenta modifican el modo en el que nos perciben los demás, e indirectamente, el modo en el que nos percibimos nosotros. El problema es que, en muchas ocasiones, no decidimos nosotros, sino los vaivenes del momento o de la moda. Sólo una persona libre puede vestir bien.
El yo no puede separarse de lo que se ve de él, porque lo que llevamos puesto lanza un mensaje. Nos define. De ahí que nuestra indumentaria sea una especie de extensión del cuerpo, una segunda piel cambiante que expresa quienes somos con una herramienta poderosa: la imagen.
No somos conscientes de que la verdad profunda del cuerpo y el modo en el que se oculta o se muestra a través del vestido tiene que ver con la capacidad de transparentar la gloria de Dios. También en la belleza del vestir, en el deseo de agradar a los demás con la propia imagen, se puede seguir el rastro de Dios. No hay vida cristiana sin belleza, y esta se manifiesta en cualquier ámbito. Por eso, un modo de vestir que respete la dignidad del cuerpo, y sea capaz de mostrar la auténtica identidad de la persona, posee un atractivo que nos eleva de nuestras miserias.
La elegancia es la presencia de lo bello. Una belleza que va ligada a la verdad y a la bondad, porque no se puede ser elegante desde el artificio ni el fingimiento, y tampoco desde el egoísmo, la falta de dominio de sí o la desconsideración.
La elegancia supone encontrar motivos para expresar la alegría en el adorno. Quien no tiene interés por embellecer su aspecto es porque no tiene motivos para festejar nada. Al mismo tiempo, quien vive para su aspecto, se pierde la mejor parte de sí mismo.
Mª José Muñoz López
Directora del Museo Diocesano