El doctor José Rosado Ruiz, médico especializado en adicciones, se remonta a sus inicios como médico rural, en que un cura le enseñó que «el fracaso de la medicina es tratar el cuerpo y olvidarse del alma».
En el verano de 1973 tomé posesión como médico titular de Arriate y sus pedanías de La Cimada y Los Prados, con la responsabilidad de cuidar la salud de sus habitantes y atender las urgencias, lo que obligaba a vivir en el pueblo.
A los pocos días vino el cura, D. Antonio Marañón Caranova, para saludarme y ofrecer su ayuda, y también para explicarme que como programa diario visitaba el asilo que era atendido por una comunidad de monjas de la caridad. El problema era que una de las hermanas, diagnosticada hacía un año de un proceso canceroso irreversible, había empezado con dolores, alteraciones del sueño y una fuerte anorexia.
Al terminar la consulta fui al asilo y me encontré con una mujer que lo que más sentía era no poder ayudar a los ancianos y a su comunidad, pues los dolores eran cada vez más intensos y frecuentes, y no cedían con nada. Valoré su historia clínica y fui a Ronda a consultar con un médico internista, el Dr. Jesús Vázquez Márquez, de garantizada solvencia científica y con más de 45 años de experiencia y al que acudían la mayoría de los enfermos de la serranía donde su “palabra era ley”.
Estudiado el problema, diseñamos un tratamiento con los objetivos de disminuir los dolores, controlar el insomnio, fortalecer las defensas con una dieta adecuada, evitar los estados depresivos y cuidar su integración a la rutina de la comunidad con algunas tareas adaptadas a su situación. Este médico me orientó y aconsejó en el seguimiento de esta enferma.
La colaboración decidida de las hermanas que se hicieron selectivas “terapeutas de amor”; la presencia diaria de D. Antonio, con un tiempo ancho, y la enferma con el fiat permanente a la voluntad de Dios, que generaba una disposición de ayuda entusiasta a todas las tareas que podía realizar, conformaban un escenario de alegría que dejaba en el ambiente un aroma de divinidad y unas condiciones de especial eficacia sanadora.
En dos semanas, los dolores empezaron a dar treguas, las noches se presentaban más tranquilas, el insomnio se reducía y también las pesadillas nocturnas; recuperó suficientemente el apetito y su ánimo reforzado le multiplicaba un optimismo contagioso: la hermana no ahorraba sonrisas. bondades y cariños a todos.
Claro que la enfermedad seguía su normal evolución y D. Antonio, que le tenía mucha querencia a la hermana, confesaba su admiración por la manera con la que sublimaba sus dolores en los que ella descubría la purificación que necesitaba. Un día, la hermana pidió la extremaunción, pero no como sanación, sino como un sacramento para llegar más preparada a la deseada presencia del Padre.
A los cuatro meses llegó la muerte, que la comunidad celebró como un renacer después de haber vivido y que D. Antonio, en la Misa, matizó y explicó brevemente: “Cáncer… que en vida has trocado”.
Este episodio que vivimos juntos consolidó una amistad personal y una significativa colaboración terapéutica para muchos enfermos: yo les intentaba aliviar sus dolores y sufrimientos, y D. Antonio se apañaba para visitarlos y, con su bien hacer y la veneración y cariño que le profesaban, hacer sus milagros; sólo Dios sabe los conflictos familiares solucionados, las afectividades recuperadas y las gracias que llegaban cuando, como era su costumbre, les daba la bendición antes de salir de casa, y todos, creyentes o no, la recibían con alegría y satisfacción.
Los dos años de convivencia con D. Antonio, y su ejemplo de vida, austeridad y sencillez, me hicieron escuchar con avidez, atención y devoción sus ideas y reflexiones y, discerniendo mis estudios y valoraciones existenciales, entender que la dimensión espiritual es factor esencial para aliviar el sufrir humano. La firmeza con la que se expresaba no dejaba lugar a refutaciones… porque eran verdades inconcusas.
Como origen de las enfermedades, señalaba los pecados capitales que además tenían su propia vacuna: contra soberbia, humildad; contra lujuria, etc., y las bienaventuranzas como una singular propedéutica para la prevención primaria que, con la práctica de los consejos evangélicos, indicaban con precisión los “fármacos” más eficaces e integradores que existen. Así argumentaba que el fracaso de la medicina es tratar el cuerpo y olvidarse del alma: el ser humano sin alma no tiene porvenir.
D. Antonio me regaló el Tercer Abecedario Espiritual de Francisco de Osuna, para que lo estudiara como un libro de medicina interna, porque desde que lo descubrió recién ordenado sacerdote, lo había utilizado como fonendoscopio espiritual que le había permitido auscultar y conocer el alma, y poder orientar y dirigir a las personas al encuentro con Dios que, siendo nuestro origen, es la meta definitiva donde alcanzar la plenitud para la fuimos creados.
José Rosado Ruiz