Querido D. Manuel;
querido diácono;
seminaristas;
queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios. Esa Palabra de Dios que nos ha dicho la Carta a los hebreos, que hemos escuchado, que es “viva y eficaz, más tajante que una espada de doble filo, que penetra hasta donde se divide el alma y el espíritu, coyunturas y tuétanos”.
Esa Palabra de Dios, que es como la semilla -Jesús nos lo explica en una de las parábolas del Evangelio- que Él siembra en nosotros. Pero está por nuestra parte la libertad de aceptarla o rechazarla, de ser ese camino en el que resbala la Palabra de Dios, de ser esos cardos, esas piedras que impiden que dé fruto o ser esa tierra buena en la que dé fruto. Cada domingo venimos a la Eucaristía, escuchamos la Palabra del Señor. Habría que preguntarnos el martes si nos acordamos del Evangelio del domingo. Pero sí tiene que ser para nosotros, para los cristianos; la Palabra de Dios tiene que ser un alimento. Es más, esta primera parte de la celebración eucarística es la mesa de la Palabra, donde nos alimentamos con esa Palabra de Dios que, como nos dice la propia Sagrada Escritura, es” lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero”. Esa Palabra nos juzga. Esa Palabra nos da sabiduría. Esa sabiduría tan necesaria hoy y que la Primera Lectura proclama. Decía Eliot en uno de sus versos: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?”. El ser humano es el ser que busca saber, enterarse, es el ser que hace preguntas constantemente. Tenemos la curiosidad en nosotros.
Necesitamos no solo alimentarnos materialmente, también necesitamos las razones. Es más, a medida que vamos creciendo de pequeños, viene la época de las preguntas, que exigen respuesta. No nos conformamos con tener cosas, sino también queremos saber. El ser humano quiere saber más y más. Es un ser que piensa, es un ser racional y ahí entra la sabiduría. Pues, en este mundo nuestro en el que estamos, tenemos más información que nunca, más información. A poco que abramos el teléfono móvil o cualquiera de los instrumentos hoy electrónicos, nos está llegando información e información. Si pudiéramos descodificar la información que circula en el ambiente, tuviéramos la capacidad de descodificar todas las emisiones, nos volveríamos locos. Estamos llenos de información. Pero, ¿tenemos más conocimiento? Ya ahí las cosas empiezan a fallar. Hay gente que sabe de una cosa, pero no sabe nada de otras.
Es la época de las especializaciones y, sobre todo, queridos hermanos, hemos perdido sabiduría. Esa sabiduría que hoy la Palabra de Dios nos trae en el libro precisamente, que se llama así, atribuido a Salomón. Salomón le pide a Dios no riqueza ni poder. Le pide sabiduría para gobernar a su pueblo. Esa sabiduría que hemos escuchado, que la invoca y la prefiere a los cetros y a los tronos y a su lado tuvo “en nada las riquezas. La quise más que a la salud y la belleza”.
Y eso nos falta hoy. Nos falta muchas veces ese sentido común que tenían nuestros mayores, que, a lo mejor, sin conocer muchas cosas y sin apenas información, sabían entender la vida, sabían entender la existencia, sabían juzgar el mundo con unos criterios que les servía para quedarse con lo bueno y rechazar lo malo. Sabían tener unas convicciones que daba sentido a su existencia.
Queridos amigos, necesitamos recuperar esa sabiduría y es lo que hoy nos propone la Palabra de Dios. Y esa sabiduría que nos dé también, como hemos escuchado en el Salmo Responsorial, que tengamos ese conocimiento de nuestros años. “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”. Le vamos a pedir eso en este domingo al Señor: “Señor, haz que yo soy una persona sabia, sepa moverme por la vida con un sentido”. Y, sobre todo, los padres que les den a los hijos no sólo medios de vida, sino razones por las que vivir y que dan sentido y que hace que la vida merezca la pena ser vivida. Y desde un punto de vista cristiano, las razones de la fe, el sentido de Dios, el ver la vida y saber valorar las cosas en su justa medida. Y por eso, hoy el Señor en el Evangelio se encuentra con este chaval, que expresa que quiere conseguir la vida eterna, que tiene deseos de ser mejor, que tiene ese deseo de plenitud que va en todo ser humano, ese deseo de Dios: “¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? ¿Qué tengo que hacer para ser feliz, en definitiva?”. Y Jesús le dice: “Cumple los mandamientos”. En fin, ten en tu vida un fundamento ético, no vayas en función del sol que más calienta o de lo que se lleva, o de las modas o de la superficialidad. No te quedes en la superficialidad de las cosas, no seas un veleta.
¿Qué tengo que hacer para ser feliz? ¿Tener cosas, tener poder, tener dinero, que es lo que se nos ofrece como meta y objetivo, muchas veces esa gente guapa, esa gente famosa, esa gente poderosa? Es decir, ¿en qué cifras tu vida y la felicidad? ¿Piensas en la vida eterna, en los valores del Cielo, o es todo de tejas para abajo? Incluso ya nos da miedo enfrentarnos a la realidad de la muerte, que forma parte de nuestra vida.
Dentro de unas semanas, tendremos la conmemoración de los difuntos. ¿Y pensamos en los difuntos? No, en Halloween, como si fuera un espectáculo de Disney. Luego, hemos perdido sentido y sabiduría para sopesar las cosas de la tierra, para sopesar lo que vale, lo que no vale, lo que llena el corazón, lo que nos hace felices. Y Jesús le dice eso a este joven: “Cumple los mandamientos”. Y este joven tenía deseos de más. Todo eso lo había hecho desde que era pequeño. Era un muchacho bueno. Pero Jesús le pide más, como nos pide más a los cristianos. Sabéis que se dijo a los antiguos “ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo…”. El “pero yo os digo, no así entre vosotros”; Jesús nos exige más, nos exige las bienaventuranzas, nos exige esos deseos profundos y esa moral que nace del Evangelio, que nace del amor fraterno, que nace, en definitiva, del amor a Dios y el amor al prójimo.
Y cuando uno plantea la cosa así, la vida así, encaja en la vida de familia, en el matrimonio, en las relaciones sociales, en la educación de los hijos, y se vive con ejemplaridad, y se vive con felicidad, aunque no se tengan muchas cosas. La vida no está en tener más y en ser mejores. Y, queridos amigos, Jesús da un paso más: le mira con amor y dice “pero, qué muchacho más majo”, diría Jesús. “Vete, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y sígueme” Y nos dice el Evangelio que se fue triste porque tenía muchos bienes. No quiso. Dios es muy educado, respeta nuestra libertad. Decía san Agustín, “Dios, que te creó sin contar contigo, no te salvará sin contar contigo”. Dios nos pide permiso.
¿Cómo respondemos a las exigencias de Jesús? ¿Vamos intentando ser un poquito más mejor, o por el contrario, nos vamos a ir tristes porque no queremos renunciar no sólo a nuestros bienes, a nuestros caprichos, a nuestros egoísmos, a nuestras ideas afianzadas, que nos impiden progresar en nuestra vida cristiana, en nuestra relación con los demás?
Queridos amigos, hoy es un día, este domingo, con esta Palabra de Dios que hemos escuchado, para que realmente lo reflexionemos y pensemos si estamos sirviendo a Dios o al dinero. Como dice Jesús, “no se puede servir a Dios o al dinero a la vez”. Y no significa que no tengamos bienes. Jesús no condena que se tengan bienes, pero sí el que no se ponga la primacía en Dios y en los demás. Y esto es lo que ocurre muchas veces cuando el poder, el dinero, cuando la ambición, cuando la envidia destruye, o cuando hacemos incluso de los bienes pequeños, ponemos el corazón en ellos y nos sirven de enfrentamiento, incluso entre familias, por unas herencias, por unos bienes.
El Señor nos pide hoy que seamos desprendidos, que seamos generosos, que seamos sobrios, para que en este mundo haya una equidad, para que haya justicia, para que pueda llegar a todos, pero, sobre todo, para que estemos desprendidos y busquemos esa sabiduría con la que usar las cosas, sin poner en ellas el corazón. Como decía el Papa Francisco, “nunca he visto en un cortejo fúnebre al cementerio, que después del coche fúnebre fuera el camión de la mudanza”. Nos los vamos a quedar aquí. Pero sí tenemos que sopesar si ponemos el corazón en Dios y en los demás, o en nosotros mismos absolutamente, y en las cosas, o en el dinero, o en el poder.
Vamos a pedirle ayuda a la Virgen. Que ella nos ayude a estar desprendidos, a ser generosos, a poner ese más que Jesús espera en nuestro corazón. Y no nos contentemos sólo con ser buenas personas. Y diréis, “pues, mire usted, para como está el patio, ya es bastante”. De acuerdo. Pero a los cristianos, Jesús nos pide más. Vamos a intentarlo. Y como nos ha dicho Él, “para los hombres es imposible, pero para Dios todo es posible”.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
S.A.I Catedral de Granada
13 de octubre de 2024