Santa Iglesia Catedral de Cartagena en Murcia
Sábado, 19 de noviembre de 2005, 11:00 h.
Año de la Inmaculada
Queridos hermanos:
Con gran alegría doy gracias a Dios y al Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, por la confianza depositada en mi persona al haberme nombrado Obispo de la Diócesis de Cartagena.
Saludo fraternalmente al Nuncio de Su Santidad en España, a los Eminentísimos Cardenales y a los Excelentísimos y Reverendísimos Arzobispos y Obispos que, con el Presidente y el Secretario de la Conferencia Episcopal Española, nos acompañan.
Saludo con afecto y gratitud al hasta ahora Administrador Apostólico, Monseñor Manuel. Que Dios le pague el trabajo bien hecho en esta diócesis y las atenciones particulares que ha tenido con mi persona, acompañándome en todo como hermano y amigo. Del mismo modo saludo al obispo emérito, Monseñor Javier, cuya presencia entre nosotros es como la de un padre y a quien prometo tratar con sentimientos filiales.
Con ansias por conoceros personalmente, saludo a todos y a cada uno de mis hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas, religiosos, religiosas, miembros de los institutos seculares y sociedades de vida apostólica, suplicando de los que viven en monasterios y conventos su oración sin tregua para que Dios bendiga nuestro ministerio.
Como padre y pastor saludo a todas las familias cristianas, a los fieles laicos, a todos los movimientos, comunidades y asociaciones laicales de la diócesis, contando con vuestra filial colaboración.
Saludo con respeto y reconocimiento a todas las autoridades nacionales, regionales y municipales, civiles, militares y a las autoridades académicas, tanto de Murcia como de Castellón y Valencia.
Mis palabras se vuelven cálidas, y cargadas de sentimientos para expresar mi gratitud a cuantos habéis venido de la querida diócesis de Segorbe-Castellón. Demos gracias a Dios por los dones que nos ha regalado. Siempre os llevaré en mi recuerdo y estaréis presentes en mi oración. Rezad por mí.
Saludo también a todos los que os habéis desplazado desde la Archidiócesis de Valencia, presididos por nuestro querido Arzobispo, y me uno a todos vosotros en la inquietud por preparar el Encuentro Mundial de las Familias con el Santo Padre que tendrá lugar, Dios mediante, en julio del 2006.
Me es grato saludar a los fieles de Manises y de Alcoy donde ejercí mi ministerio sacerdotal, extendiendo este saludo a cuantos habéis venido de otras diócesis de España.
Finalmente, permitidme que salude a toda mi familia, a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, y a todos mis paisanos de Cocentaina, mi querido pueblo que, anclado a los pies de la Mariola, se siente orgulloso de honrar a sus patronos: San Hipólito mártir y la Virgen del Milagro.
Evocando la venida del apóstol Santiago a Hispania, y siguiendo una tradición razonable que sostiene que en el año 36 de nuestra era cristiana desembarcó en Carthago Nova, quise ayer llegar en barca de pescador hasta Cartagena y así, como obispo electo, pisar la tierra de esta noble región murciana a la que la Providencia, mediante el nombramiento del Papa Benedicto XVI, me envía como pastor.
El apóstol Santiago traía en su corazón el impacto de la muerte y resurrección del Señor y venía, con celo apostólico, a anunciar la Buena Nueva de la salvación siguiendo el mandato del Maestro: “Id al mundo entero y anunciad el Evangelio” (Mc. 16, 15). Su predicación se desarrolló en un contexto politeísta y pagano, testificando con su vida, hasta la muerte en Jerusalén, su esperanza en Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte. Con su martirio se hacían verdaderas las palabras del Salmo: “Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios” (Sal. 62).
En el templo de Santiago quise ayer profesar públicamente el Credo apostólico consciente de que, como sucesor de los apóstoles, se me confía predicar la fe en Cristo y dar testimonio de ella entre vosotros. Con temor, y confiando en la gracia divina, hago mías las palabras del apóstol Pablo: “En cuanto en mí está, pronto estoy a evangelizaros también a vosotros… Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm. 1, 15-16).
Son muchos los testimonios que he recibido y que hablan bien de vuestra bondad y de la calidad de vuestra vida cristiana. ¡Bendito sea Dios que hace fructificar sus dones en esta querida diócesis de Cartagena! Pero, a la vez, soy consciente de que llego a esta tierra, hermana de todos los pueblos de España, en un momento en que todos venimos sufriendo los zarpazos del secularismo y la presión de una cultura de corte laicista, ampliamente difundida en una sociedad mediática y globalizada. Son los intentos vanos de expulsar a Dios de la vida pública, de entronizar el relativismo y de vivir como si Dios no existiera, olvidando que la ausencia de Dios conduce al hombre al abismo; que una cultura sin Dios se encamina hacia la abolición de lo humano. La historia reciente de Europa y la propia experiencia nos certifican, en efecto, que la proclamación de la muerte de Dios, supone la muerte del hombre.
Ante este contexto, como ocurriera con el apóstol Santiago que fue confortado por la Santísima Virgen del Pilar, he suplicado esta mañana la intercesión de la Virgen de la Fuensanta, rogándole que me asista como Madre de la Iglesia, Reina de los apóstoles y auxilio de los cristianos. Como reza mi lema episcopal le he dicho con sentimientos filiales: “Monstra te esse matrem”, muestra que eres madre y auxilia a todos tus hijos que recurrimos a ti.
Esta mañana de sábado, día 19, en la que recordamos en mi querido pueblo de Cocentaina a la Virgen del Milagro que derramó en 1520 sus benditas lágrimas, asociándose al sacrificio de la Santa Misa que celebraba un humilde sacerdote, siento como atraviesan mi corazón las palabras del profeta Ezequiel que se acaban de proclamar: “Así dice el Señor Dios: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro”.
Esta palabra, queridos hermanos, ya se ha cumplido en Jesucristo, el Buen Pastor que nos busca con amor a cada uno, siguiendo nuestro rastro. En Él cobran toda su nitidez y esplendor las palabras proféticas: “Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas, guardaré a las fuertes y las apacentaré como es debido”.
Hermanos sacerdotes: ¡Cómo deben resonar estas palabras en nuestro interior! El Señor nos ha elegido para que, actualizando sacramentalmente la presencia de Cristo, acojamos todo el sufrimiento de nuestros hermanos, seamos iconos de su misericordia, y los busquemos incansablemente por todas partes, llevando en nuestros labios el anuncio del evangelio y ofreciéndoles, con el hogar de la Iglesia, los sacramentos que nos salvan, curan nuestras dolencias y fortalecen nuestra esperanza.
Lo acabamos de cantar con el salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta.
Ante la exclusión de Dios promovida por la cultura dominante, frente al vacío existencial que provoca una sociedad consumista que satisface los deseos materiales hasta anegar el alma y censura el deseo de Dios, la experiencia del creyente, como la de Israel , es la de aquel que conoce a Dios porque ha intervenido en su historia, porque se ha hecho presente en su vida y le ha enseñado que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt. 4, 4). El creyente, en efecto, reconoce a Dios como Aquel que nos sostiene con su poder infinito, que nos abraza con su inmenso amor de Padre, que nos carga sobre sus hombros como Pastor bueno y nos guía por el sendero de la vida.
Nuestra experiencia cristiana en el seno de la Iglesia, el cuerpo de Cristo que nos ha alcanzado a través de nuestros padres, de nuestros catequistas, de los sacerdotes, por el testimonio de los hijos de Dios… y por los caminos diversos en los que se muestra la Providencia, nos hace decir con plena confianza: “Señor … tan sólo tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído que tú eres el Hijo de Dios” (Jn. 6, 69).
He aquí, pues, la síntesis de todo nuestro programa pastoral: orar con insistencia para que Dios nos bendiga, para que Cristo resucitado se haga presente en medio de nosotros y suscite testigos santos que le anuncien con su vida. De esta manera nuestra Iglesia, precedida por la gracia y asistida por el Espíritu Santo, activará su carácter misionero para que todos los hijos de esta bendita tierra murciana, y cuantos vienen a nosotros buscando trabajo o descanso, puedan ser conducidos al encuentro con Cristo y así conocer, amar y servir al que es guía y pastor de nuestras almas.
Para que esto sea posible hemos de comenzar por escuchar la voz del Señor, convertir nuestro corazón y recuperar la sabiduría de la Iglesia primitiva, para poder, con la gracia de Dios, gestar nuevos cristianos y nuevas comunidades que fructifiquen en familias auténticamente cristianas que eduquen a sus hijos en la fe y en el seguimiento de Cristo.
Siguiendo esta misma lógica es urgente, queridos hermanos, renovar en profundidad la iniciación cristiana de los niños, jóvenes y adultos, restaurando – como indicaba el Concilio Vaticano II con voz profética – el Catecumenado de adultos (SC 64) para que nuestras parroquias sean como tiendas de campaña levantadas en medio del desierto de este mundo, o como posadas donde recoger todo el sufrimiento de nuestros hermanos asaltados por los bandidos de este mundo que, después de robárselo todo, los han dejado malheridos en la cuneta o al borde del camino. Esta Iglesia samaritana y acogedora de todos nosotros, pobres pecadores, es la que es insinuada en el salmo 22, salmo eminentemente sacramental.
El Señor, dice el Salmista, hace justicia a nuestro corazón y nos lleva a recostar en las verdes praderas de su amor. En el desierto de este mundo, cuando sentimos la fatiga del camino, nos presenta a la Iglesia como un oasis donde renacemos en las fuentes tranquilas del Bautismo y son reparadas nuestras fuerzas debilitadas por el pecado.
Siguiendo la vocación bautismal que nos identifica con Cristo es cuando, por el poder de su gracia, podemos caminar por el sendero justo sin temer las cañadas oscuras del sufrimiento. Él camina con nosotros y, a través de los pastores que Él ha escogido, su vara y su cayado nos sosiegan.
El Bautismo nos sitúa en el seguimiento de Cristo y nos introduce en la vida de la comunidad cristiana. Esta se edifica como un hogar donde el Señor nos hospeda, nos unge con el perfume de su Espíritu y prepara la mesa de la Eucaristía frente a todos los enemigos, de tal manera, que nuestra copa rebosa con la alegría del vino nuevo de la Salvación.
En esto consiste la iniciación cristiana que se vive como un proceso, como el camino de Israel hacia la tierra de promisión que es, ahora, la Jerusalén del cielo, nuestra madre.
El Señor que nos guía por el camino de la vida, que nos ha regalado la Iglesia como hogar donde poder vivir, no nos abandona nunca: “Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida; y habitaré en la casa del Señor por años sin término”, concluía el Salmista.
Bien sé, queridos hermanos, que la hermosura del salmo que hemos proclamado y la profundidad de la iniciación cristiana contrastan con la frialdad del ambiente en que vivimos y con las dificultades que todos experimentamos en la evangelización. Nuestra lucha, en efecto, no es – como nos recuerda el apóstol Pablo – contra la carne y la sangre, es decir, no es sólo contra nuestra debilidad, sino contra los Principados y dominadores de este mundo, contra el Príncipe del mal y sus engaños.
Por eso necesitamos revestirnos de las armas de Cristo y necesitamos la fuerza de la Cruz. Ayer mismo, antes de llegar a esta querida ciudad de Murcia, antes de postrarme a los pies de la Virgen de la Fuensanta y tomar posesión de la Diócesis en esta solemne Eucaristía, quise acercarme a Caravaca para adorar la Santa Cruz. Con el beso a la cruz le pedía al Señor poder, con su gracia, enraizarme en este árbol de la vida y poder extender en él mis brazos como señal de donación plena a todos vosotros. Allí prometí, contando con la asistencia del Espíritu Santo, amor fiel y supliqué al Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo poder entrar en la locura de la cruz.
Sí, hermanos: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”.
Quiera Dios que, con el paso del tiempo pueda hacer mías las palabras del Apóstol: “En adelante, que nadie me venga con molestias, porque llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús”.
Alguno podría preguntarme: ¿Y eso por qué? Humildemente y con temor le respondo: porque, querido hermano, el Señor me ha regalado la experiencia de que sin cruz no hay salvación, sin la cruz, queridos sacerdotes, no hay auténtica libertad apostólica. Así pues, ¡Bendita sea la cruz en la que está depositada toda nuestra esperanza! No lo dudemos: éste es el signo que se nos ha dado para la salvación del mundo.
Por esta misma razón me llenan de gozo las palabras que hemos escuchado del evangelio de San Juan. Dice Jesús: “Yo soy el buen Pastor”. “Yo soy” es la expresión de la que se sirve la sagrada Escritura para nombrar a Dios. El buen Pastor, Jesucristo, es Dios que se ha hecho hombre, “el más bello de todos los hombres” (Sal. 44), el Rey del universo, el Pastor que da la vida por sus ovejas porque es su dueño y ejerce su soberanía con un amor misericordioso hasta la muerte.
“El asalariado, que no es pastor, ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas” (Jn. 10).
El buen Pastor, en cambio, no sólo conoce a las ovejas, no sólo le importan porque es su dueño, sino que las ama sin poner condiciones, con un amor que le lleva a dar su vida en la cruz hasta derramar la última gota de su sangre.
Este es el amor que tiene Jesucristo por ti, querido hermano que me escuchas. Es el amor más grande que puedas conocer. Aunque no lo sepas, Él quiere cubrirte de besos, abrazarte con su inmenso amor y regalarte la Vida Eterna.
Es este mismo amor el que se hace presente en esta Eucaristía que estamos celebrando mediante “su cuerpo que se entrega por nosotros” y su “sangre derramada por todos los hombres”. ¡Qué bien lo ha expresado el Papa Benedicto XVI al colocar el signo del pelícano, que se deja desangrar por sus crías, en el anillo episcopal que ha regalado a los obispos que han participado en el sínodo sobre la Eucaristía!
Cristo, presente en la mesa del altar, actualizando su misterio pascual es la respuesta a todas las preguntas del hombre, es la respuesta a los anhelos de todo corazón que busca la felicidad y el bien. El hombre, cada uno de nosotros, somos deseo de Dios. Así lo expresa el Salmo: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” (Sal. 41). Jesucristo es el portador del agua viva, es el único que puede colmar nuestra sed y saciar nuestro deseo.
Vosotros, queridos fieles, tenéis derecho a ver en mí y en todos los pastores de nuestra Iglesia diocesana la imagen sacramental del buen Pastor. Por eso, os pido que recéis por mí y por todos los sacerdotes y diáconos para que no menoscabemos la cruz de Cristo. Para que “cabalgando victoriosos por la verdad y la justicia, la diestra del Señor nos enseñe a realizar proezas” (Sal. 44).
Como nos recordó el llorado Papa Juan Pablo II, los fieles tienen derecho a ver al Señor, tienen derecho a ver en nosotros sacerdotes santos, según el corazón de Cristo, el único Pastor de nuestras almas.
Pido al Señor y a su Santísima Madre que no nos falten vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada activa y orante en los monasterios y conventos, para que, impregnados por el fuego del Espíritu, podamos despertar en nuestros hermanos el deseo de Dios.
Más todavía, le pido al Señor que nos regale a todos el celo apostólico, el afán por la misión para que se cumplan las palabras del Evangelio: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.
Queridos sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas, queridas familias cristianas y queridos fieles laicos: ¡Esta es la hora de la misión! ¡Este es el tiempo de la nueva evangelización!
Al presentarme ante vosotros como humilde pastor de nuestra querida diócesis de Cartagena, solicito de todos vosotros la plena comunión con el sucesor de Pedro, el Papa Benedicto XVI. Unidos a Pedro, y en comunión con el Colegio apostólico, supliquemos al Altísimo que no pongamos ningún obstáculo a Cristo. Dejemos que el Espíritu Santo nos enriquezca con sus dones y carismas para la edificación de la única Iglesia de Cristo.
Encomendamos en esta Eucaristía a nuestros hermanos pobres, enfermos, encarcelados, los que viven en el desconsuelo, a nuestros hermanos emigrantes y a todos los fieles vivos y difuntos.
Que bajo el patronazgo de San Fulgencio nuestra Iglesia sea auténticamente misionera en sus parroquias, comunidades y movimientos laicales. Hagamos nuestras las palabras de Cristo referidas al Espíritu: “He venido a traer fuego a la tierra… y cuánto deseo que arda” (Lc. 12, 49).
Con nuevo ardor, con nuevos métodos y con renovado entusiasmo no tengamos miedo de anunciar a Jesucristo con palabras y obras.
Que María, nuestra Santísima Madre, interceda por nosotros. Con ella esperamos una nueva primavera para nuestra Diócesis, un renovado Pentecostés. Amén.