Nos encontramos en el mes de octubre, dedicado tradicionalmente al Rosario, en este Año de la Oración en el que somos llamados a “contemplar juntos el rostro de Cristo con el corazón de María, nuestra Madre” por medio del Santo Rosario, como nos invita el Papa Francisco, que lo denomina “la oración de los sencillos y de los santos”. Por ello nos detenemos hoy a admirar esta bella imagen de la Parroquia de San Sebastián de Pedrera.
La devoción a la Virgen del Rosario está muy extendida en toda nuestra Archidiócesis, gracias a la labor de las campañas misionales de los dominicos, que difunden el rezo del rosario público callejero, práctica muy popular en nuestra provincia desde finales del siglo XVII. Así sucederá en Pedrera, donde sobre todo en la segunda mitad del XVIII habrá un importante auge de esta devoción mariana, revitalizándose la Cofradía del Rosario que existía en la Parroquia de San Sebastián y organizándose la salida diaria de un rosario de hombres y otro de mujeres de la Iglesia del Cristo de la Caridad y Nuestra Señora del Carmen, como indica el investigador Carlos José Romero Mensaque, quien nos informa igualmente de que estas instituciones piadosas se mantendrán plenamente activas hasta el primer tercio del siglo XIX.
La Cofradía del Rosario de la Parroquia que se revitaliza a partir de 1761, daba culto a una imagen de la Virgen de escayola que no presentaba mérito artístico, por lo que, para mover a mayor devoción, encargan una nueva escultura que se termina en 1795, desconociéndose el nombre de su autor, aunque sí sabemos que costó 1800 reales. Se venera en un retablo en madera sin dorar, obra del tallista antequerano Antonio Palomino, quien lo comienza en 1772, culminándose todo el conjunto en 1781 con la colocación de unos ángeles.
La Virgen del Rosario es una hermosa imagen que nos muestra a la Madre del Redentor de pie, sobre una pequeña nube con tres cabezas de querubines, sosteniendo en su mano izquierda al Niño Jesús, mientras que en la derecha porta un rosario, propio de su advocación, así como el cetro, atributo alusivo a su realeza, que también porta su Divino Hijo. Para completar su iconografía, ambos portan sendas coronas de plata que fueron adquiridas en 1795. Destaca especialmente en todo el conjunto su esbeltez, que le dota de gran elegancia, así como la belleza de los rostros de la Virgen y del Niño.
Verdaderamente esta imagen de la Virgen, llena de paz, parece que nos invita a la contemplación de los misterios de la vida de Cristo. Como indicaba San Juan Pablo II en su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, “por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza”.
Antonio Rodríguez Babío
Delegado Diocesano de Patrimonio Cultural
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