Queridos diocesanos, hermanas y hermanos de Málaga y Melilla:
Este domingo, la Iglesia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Nuestro corazón se llena de recuerdos, de nombres, de rostros que nos han marcado en positivo la vida. Pero no miremos hacia atrás con nostalgia, sino hacia adelante con fe. En este contexto, deseo compartir una convicción, que ha ido madurando al contemplar el testimonio de muchos hombres y mujeres excepcionales: las actitudes fundamentales para vivir y morir con sabiduría son la confianza y la entrega.
Desde que somos bebés, vivir es ejercitar cada día la confianza en nuestros padres, en nuestros amigos, en el futuro, en Dios… Sin confianza, no podemos superar dificultades y avanzar. Vivir es confiar en que la vida tiene sentido, también cuando nos sentimos aturdidos por sus vaivenes; es confiar en que el Padre, que nos ha llamado a la existencia, no nos abandona cuando el camino se hace abrupto. Vivir es confiar en que, aunque atravesemos valles oscuros, la vara y el cayado del Pastor nos sosiegan. Esta confianza no es ingenuidad sino una certeza que brota del Evangelio y que, a lo largo de la vida, hemos comprobado muchas veces.
Esta confianza se alimenta y se expresa en la entrega de nuestra vida como don, como servicio, como respuesta agradecida al amor que hemos recibido. La confianza nos libera del miedo a perder y nos permite arriesgar nuestra fama, nuestros bienes e incluso la vida, para que pueda hacerse realidad el sueño de Dios para la humanidad: que todos sus hijos e hijas podamos sentir su amor y vivir en fraternidad. Esta entrega no es una locura temeraria, pues en el Señor hemos encontrado la piedra preciosa, el tesoro escondido por el que merece la pena entregarlo todo.
Cuando llega la hora de partir, estas actitudes manifiestan su gran valor. Quien ha ido confiando y entregando su vida en cada paso del camino se ha ido preparando para confiar y entregar la vida definitivamente. Entonces, como Jesús en la cruz, podremos entregar confiadamente nuestra existencia y rezar: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Al recordar a nuestros difuntos, rezamos por ellos y aprendemos de ellos. Muchos vivieron con fe sencilla y firme, con entrega diaria y generosa. Su memoria nos impulsa a no dejar pasar los días sin amar, sin perdonar, sin construir puentes, sin darnos como Jesús y con Jesús. También nos enseña que la vida es un don que se agranda cuando se comparte, y la muerte no es el final, sino el comienzo.
Que la oración por los fieles difuntos renueve en nosotros la esperanza y que, cuando llegue nuestra hora, podamos decir con san Pablo: «He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim 4,7).
Recibid un saludo muy cordial en el Señor.























