Homilía de Monseñor José Ángel Saiz Meneses. Fiesta de Nuestra Señora de la Merced. Patrona de las Instituciones Penitenciarias. Parroquia del Sagrario de la Catedral de Sevilla. 19 de septiembre de 2025. Lecturas: Jdt 15,8-10.14; 16, 13-14; Sal Lc 1, 46-55; Jn 19, 25-27.
Hoy nos congregamos en esta parroquia del Sagrario, corazón espiritual de Sevilla, para honrar a Nuestra Señora de la Merced, Patrona de las Instituciones Penitenciarias. Nos encontramos ante un día de gracia, pues esta Eucaristía tiene carácter jubilar, y en ella celebramos a María como Madre de la misericordia y de la verdadera libertad.
Saludo con afecto al Vicario Episcopal para la Pastoral Social, al Delegado para la Pastoral Penitenciaria y a los sacerdotes concelebrantes; a los responsables de Instituciones Penitenciarias que hoy nos acompañan: Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial de Sevilla, Magistrada Jueza Decana, General de Brigada Jefe de Zona de la Guardia Civil de Andalucía, Jefe Superior de Policía de Andalucía Occidental, y a todas las autoridades presentes. Saludo también de manera muy especial a los voluntarios, que entregáis tiempo, corazón y fe para acompañar a quienes cumplen condena. A todos os agradezco vuestra presencia y vuestro servicio, que es un signo claro de la Iglesia samaritana que sale al encuentro de los más necesitados. Nuestra Señora de la Merced nos convoca con la misma fuerza con la que, hace siglos, inspiró a san Pedro Nolasco y a toda la familia mercedaria a liberar cautivos y dar esperanza a los que sufrían la opresión. Esa inspiración sigue viva en la Iglesia, porque cada persona privada de libertad necesita experimentar que la misericordia divina abre a la esperanza.
La liturgia de la Palabra de esta fiesta ilumina nuestra misión y nuestro compromiso. En la primera lectura, tomada del libro de Judit, hemos escuchado una proclamación de victoria y alabanza: «Tú eres la gloria de Jerusalén, el orgullo de Israel, el honor de nuestra raza» (Jdt 15,9). Así es María, modelo de mujer fuerte, de madre que alienta, de discípula que inspira confianza en la acción de Dios. Ella nos recuerda que, incluso en los momentos más oscuros de la historia humana, el Señor se vale de instrumentos humildes para traer la salvación. El Evangelio nos sitúa a los pies de la cruz. Allí estaba María, la madre de Jesús, junto al discípulo amado (cf. Jn 19,25-27). Jesús entrega a su madre como madre de la Iglesia y madre de cada creyente: «Ahí tienes a tu madre». Desde entonces, María acompaña especialmente a quienes viven el sufrimiento y la marginación, y se convierte en refugio de los que necesitan sentir que no están solos.
Nuestra Señora de la Merced, desde sus orígenes, está vinculada a la redención de cautivos. La historia de la Orden Mercedaria nos enseña que la verdadera libertad comienza en el corazón. Los frailes mercedarios ponían en riesgo su vida para liberar a quienes estaban encadenados, pero sobre todo buscaban que experimentaran la dignidad de hijos de Dios. Hoy los cautivos tienen otros rostros: los que cumplen condena en las cárceles, los que cargan con culpas pasadas, los que no encuentran un horizonte de futuro, los que están encadenados por diferentes adicciones. María de la Merced es para todos ellos un signo de esperanza. El papa Francisco lo expresaba con claridad en la bula del Jubileo de la Misericordia: «Nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios. La Iglesia es la casa que acoge a todos y se niega a cerrar las puertas a nadie» (Misericordiae vultus, n. 25). Ese es el espíritu que inspira la pastoral penitenciaria: abrir puertas, incluso allí donde las rejas parecen cerrarlo todo.
En esta celebración reconocemos la tarea de todos los que trabajáis en el ámbito de Instituciones Penitenciarias. Vuestra labor no es fácil: os enfrentáis cada día a situaciones de tensión, a dramas humanos, a heridas abiertas. Pero vuestra presencia es indispensable para que la justicia se realice con humanidad y la sociedad pueda ofrecer oportunidades de reinserción. La Iglesia os anima a mantener viva la convicción de que cada persona, por grave que sea su delito, conserva una dignidad inalienable. San Juan Pablo II recordaba: «No hay delito que pueda borrar la dignidad inviolable de la persona humana creada a imagen de Dios» (Mensaje para el Jubileo de los presos, 2000). Esta es la base de toda acción penitenciaria: el respeto a la persona.
Agradecemos de manera especial a los voluntarios de prisiones, su trabajo y testimonio. Sois la expresión más directa de la caridad cristiana en un ámbito difícil y exigente. Entráis en las cárceles sin más interés que llevar consuelo, cercanía, escucha, esperanza. A veces basta un gesto, una palabra, una visita para que alguien sienta que todavía puede levantarse. Vosotros hacéis visible lo que Jesús expresa en la parábola del juicio final: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,36). Hacéis presente la misericordia de la Iglesia en un espacio donde la soledad y la desesperanza acechan.
La Eucaristía de hoy tiene carácter jubilar. El Jubileo nos recuerda que Dios nos regala la gracia de recomenzar, de reconciliarnos, de ser liberados de nuestras cadenas interiores. Los internos necesitan vivir este anuncio: que sus errores no los condenan sin remedio, que siempre hay un camino de vuelta, que el perdón es posible. También nosotros necesitamos experimentar el Jubileo. No se trata solo de una gracia para los encarcelados, sino para todos. Porque todos, de alguna manera, estamos atrapados en cadenas interiores: el egoísmo, la indiferencia, la falta de misericordia. El Jubileo es para abrir el corazón, para dejarnos tocar por la gracia, para recuperar la libertad plena de los hijos de Dios.
En este sentido, Nuestra Señora de la Merced es la gran pedagoga de la libertad interior. Ella nos enseña a confiar, a esperar, a no rendirnos. Ella misma, al pie de la cruz, vivió el dolor más grande y lo transformó en esperanza. Queridos hermanos, la pastoral penitenciaria no es una tarea secundaria en la Iglesia. Es una misión esencial que nace del Evangelio. El papa Francisco lo ha recordado muchas veces: «Una sociedad se mide por cómo trata a los más necesitados, a los que no tienen otra cosa que su humanidad» (cf. Discurso a los capellanes y voluntarios de prisiones, 2019). En Sevilla, gracias a capellanes, religiosos y laicos, se mantiene viva esta misión. Es un signo de que la Iglesia no se encierra en sus templos, sino que sale a las periferias existenciales. Y pocas periferias hay tan dolorosas como la de una cárcel.
Hoy encomendamos a Nuestra Señora de la Merced a todos los internos de nuestra diócesis. Que ella los acompañe en sus noches de soledad, que sostenga a sus familias, que fortalezca a los que buscan rehacer su vida. Pedimos también por todos los responsables y todas las personas que trabajan en las instituciones penitenciarias: que nunca falte en su tarea la justicia, la firmeza y, al mismo tiempo, la humanidad. Y pidamos por todos los voluntarios: que nunca os canséis, que vuestra entrega siga siendo testimonio de fe y de amor.
Que esta celebración jubilar nos renueve en la fe y en la esperanza. Que Nuestra Señora de la Merced nos enseñe a mirar siempre a Cristo, nuestra verdadera libertad. Y que la Eucaristía que ahora celebramos sea fuente de gracia para todos: para los que cumplen condena, para los que trabajan en las prisiones, para los que acompañan como voluntarios y para todos nosotros, que también necesitamos experimentar la misericordia del Señor. Así sea.
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