Mientras vivió en casa Giuliani, con su familia, todos la llamaron con el nombre de bautismo, Orsola (ltalianización de Ursula), Más tarde, entrada a los diecisiete años en las capuchinas de clausura, tomará el nombre de Verónica. Será una de las más grandes santas en el firmamento vivo de la Iglesia, resplandeciendo en perfección cristiana, doctrina y carismas. Su luz continúa iluminando el mundo.
Nació el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, un pueblecito tranquilo junto al cual corre límpido el Metauro en tierras de Pésaro. Nos hallamos en las Marcas, Mercatello formaba parte entonces del Estado Pontificio.
La vida de Verónica concluirá en el monasterio de las capuchinas de Cittá di Castello, en la Umbria, el 9 de julio de 1727. Dos fechas y dos lugares bien definidos y, podemos decir, angostos para encerrar la excepcional experiencia de un alma singularmente privilegiada de Dios.
Padre y madre. Una encomienda
El padre, Francisco, es alférez de la guarnición local. La madre, Benedetta Mancini, es una mujer de casa, de profundos sentimientos religiosos. De su unión nacen siete niñas, de las cuales dos no sobreviven. Las cinco hijas quedan huérfanas de madre cuando ésta no cuenta más de cuarenta años. Antes de morir, Benedetta las reúne en torno a su cama y las encomienda a las cinco llagas del Señor. A Orsola, pequeña de siete años, le tocó en suerte la llaga del costado. Será su camino, por toda la vida, hasta el punto de fundirse con el Corazón de su Esposo, Jesús.
Infancia de predilección
La pequeña Orsola, desde los primeros meses de vida, se comporta de un modo singular.
Los ojos vivaces de la niña van en busca de las imágenes sagradas, que adornan profusamente la casa Guillan. Ella misma explicará un día en su diario: «Todavía no andaba, pero cuando veía las imágenes donde estaba pintada la Virgen santísima con el Niño en brazos, yo me agitaba hasta que me acercaban a ellas para poder darles un beso. Esto lo hice varias veces. Una vez me pareció ver al Niño como criatura viviente que me extendía la mano; y me acuerdo que me quedó tan al vivo este hecho que, dondequiera que me llevaban, miraba por si podía ver a aquel niño».
Contaba aún pocos meses cuando, el 12 de junio de 1661, día en que caía la fiesta de la Santísima Trinidad, de improviso la pequeña Orsola se deslizó de los brazos de su madre y se puso a caminar dirigiéndose hacia un cuadro que representaba el misterio de la Trinidad divina.
Ante una imagen de la Virgen con Jesús en brazos, Jesús y Orsola entablan coloquios infantiles: ¡Yo soy tuya y tú eres todo para mí…» Y el divino infante responde: – ¡Yo soy para ti y tú toda para mí!
«Me parecía a veces que aquellas figuras no fueran pintadas como eran, sino que, tanto la Madre como el Hijo, yo los veía presentes como criaturas vivientes, tan hermosas que me consumía de ganas de abrazarlas y besarlas».
«Yo soy la verdadera flor»
Todavía una experiencia en su maravilloso mundo infantil, Refiere: «Paréceme que, de tres o cuatro años, estando una mañana en el huerto entretenida gustosamente en coger flores, me pareció ver visiblemente al niño Jesús que cogía las flores conmigo; me fui hacia el divino Niño para tomarlo, y me pareció que me decía:
- Yo soy la verdadera flor.
Y desapareció. Todo esto me dejó cierta luz para no buscar ya más gusto en las cosas momentáneas; me hallaba toda centrada en el divino Niño. Se me había quedado tan fijo en la mente, que andaba como loca sin darme cuenta de lo que hacía. Corría de un lado para otro por ver si lograba encontrarlo. Y recuerdo que mi madre y mis hermanas trataban de detenerme para que estuviese quieta y me decían:
- ¿ Qué te pasa?, ¿estás loca?
Yo me reía y no decía nada; y sentía que no podía estar quieta. Me paraba y luego volvía al huerto para ver si volvía. Todo mí pensamiento estaba fijo en el niño Jesús.
Todos me llamaban «fuego»
Orsola posee un carácter vivaz y ardoroso. La madre le decía: «Tú eres aquel fuego que yo sentía en mis entrañas cuando aún estabas en mi vientre». Y Verónica recuerda: «En casa todos me llamaban «Fuego»,y precisa: «De todos los daños que ocurrían en casa era yo la causa». Pero reconoce con sinceridad: «Todos me querían mucho».
Llena de vida y de creatividad, expresa la riqueza de sus sentimientos religiosos en gestos concretos, casi plásticos, de los que transpiran fuertes emociones.
Así será también de mayor.
ADOLESCENCIA – JUVENTUD EN CRISTO
El encuentro con Jesús Eucarístico: la primera Comunión
Cuando el padre de Orsola se trasladó a Piacenza, en calidad de jefe de aduanas del duque de Parma, fueron a vivir con él también sus hijas y, de 1669 a 1672, permanecieron por tres años en aquella ciudad. Orsola tenía entonces sólo nueve años. Su más grande deseo era recibir a Jesús en la santa Comunión. El Señor la atraía con gracias especiales. Ya de pequeña, cuando por primera vez, hacia los dos años, su mamá la llevó a la iglesia para tomar parte en la Misa, la niña había gozado de una extraordinaria manifestación, que recuerda en estos términos: «Yo vi al niño Jesús y traté de correr hacia el sacerdote, pero nuestra madre me detuvo».
Cada vez que su madre o sus hermanas comulgaban, ella gustaba de ponerse junto a ellas, y dice que le «parecían entonces más bellas de rostro».
Finalmente el 2 de febrero de 1670 se acercó por vez primera al banquete Eucarístico. Refiere: «Recuerdo que la noche antes no pude dormir ni un momento. A cada instante pensaba que el Señor iba a venir a mí. Y pensaba qué le iba a pedir cuando viniese, qué le iba a ofrecer. Hice el propósito de hacerte -el don de toda mí misma; de pedirle su santo amor, para amarle y para hacer su voluntad divina.
Cuando fui a comulgar por primera vez, paréceme que en aquel momento quedé fuera de mí. Paréceme recordar que, al tomar la sagrada Hostia, sentí un calor tan grande que me encendió toda. Especialmente en el corazón sentía como quemárseme y no volvía en mí misma .»
Un deseo Desde la edad de nueve años Orsola nutría un vivo deseo de consagrarse al Señor. «A medida que crecía en edad, mayores ansias me venían de ser religiosa. Lo decía, pero no había nadie que me creyera; todos me llevaban la contraria. Sobre todo mi padre, el cual hasta lloraba y me decía absolutamente que no quería; y, para quitarme de la cabeza semejante pensamiento, con mucha frecuencia llevaba a otros señores a casa y luego me llamaba en presencia de ellos; me prometía toda clase de entretenimientos».
El conflicto espiritual y psicológico entre la jovencita atraída por el amor de Jesús y la resistencia provocada por la ternura del padre, que no quería separarse de la hija, duró largo tiempo. Orsola no logró el permiso paterno para entrar en el monasterio hasta los diecisiete años.
Destinada a Otro Pero el corazón estaba ya entregado al Esposo divino. Ella misma refiere de aquella edad juvenil: «En la casa había un joven pariente nuestro que me hacía mucho daño, si bien creo que provenía de mi poca virtud y poca mortificación. La verdad es que no me dejaba vivir en paz. Me llevaba al huerto a pasear con él mientras me hablaba de mil cosas del mundo; me traía recados ora de uno ora de otro, y me iba diciendo que estos tales querían casarse conmigo. Yo a veces le decía muy enfadada:
¡Si no te callas me marcho! Deja de traerme tales embajadas, porque yo no conozco a ninguno y no quiero a ninguno. Mi esposo es Jesús: a El sólo quiero, El es mío.
Algunas veces me traía un ramo de flores: yo no quería ni siquiera tocarlo y lo hacía tirar por la ventana».
LLAMAMIENTO ESPECIAL
En las Capuchinas
Vuelta a Mercatello en 1672, Orsola ha sido con fiada por su padre, que sigue en Piacenza, al tío Rasi. Las órdenes que éste ha recibido de él son bien precisas: conceder la entrada en el convento a las hijas mayores, pero hacer desistir absolutamente a la predilecta de su propósito de vida consagrada.
La jovencita, contrariada en su más viva aspiración, sufre aun físicamente por esta causa y desmejora. La noticia llega al padre, el cual finalmente da su beneplácito. Orsola salta de alegría y en breve tiempo recobra el vigor.
Tres monasterios de la zona habrían podido recibirla. Los lugares eran: Mercatello, Sant’Angelo en Vado y Cittá di Castello. Este era de clarisas capuchinas. De ellas se hablaba con veneración por su grande austeridad. Y hacia ellas se sentía fuertemente atraída.
No era fácil para ella hallar una ocasión para ir a Cittá di Castello y, sobre todo, para ser recibida entre las hermanas de aquella comunidad. Pero la providencia dispuso las cosas de modo que pudiese realizar aquel viaje y que la autoridad eclesiástica fuese benévola con ella. En efecto, mientras la joven Orsola conversaba en el monasterio de las capuchinas, llegó monseñor Giuseppe Sebastiani, el santo obispo de la ciudad, que quiso examinar a la candidata a la vida religiosa. Orsola superó la prueba respondiendo con fe viva a cada una de las preguntas y, con la ayuda del Señor, logró leer con facilidad – ante los ojos maravillados del tío Ras – las páginas del breviario escrito en latín.
Arrodillada ante el obispo, Orsola Giuliani pidió entonces con fervor la gracia de entrar en las capuchinas. Tan ardorosa fue su petición, que el obispo se sintió inspirado de conceder al punto el documento con el cual él mismo invitaba a las monjas a acoger a la postulante.
La joven fue inmediatamente a dar gracias a Jesús en la iglesita del monasterio. Mientras esperaba allí a que la superiora la llamase, ya el Señor la había arrebatado en éxtasis. Y hubo que aguardar a que «recobrase los sentidos».
Recuerdos de Verónica
Vestida con el pesado sayal color marrón de las capuchinas, se llamará con otro nombre: ya no Orsola, sino Verónica. Un nombre programa: el de la mujer que, durante la Pasión, conforta y enjuga el rostro de Jesús.
La suya será una vocación para la cruz, el camino por el cual había sido llamada desde la más tierna edad. Sor Verónica recuerda que, desde niña, anhelaba imitar los padecimientos de los santos cuyas vidas oía leer en casa.
Para imitar a los mártires, sometidos al tormento del fuego, una vez se le ocurrió tomar brasas en sus tiernas manos. Refiere: «Una mano se me abrasó toda y, si no me llegan a quitar el fuego, ya se asaba. En aquel momento ni siquiera sentí el dolor de la quemazón, porque estaba fuera de mí por el gozo. Pero luego sentí el dolor; los dedos se habían contraído. Mis ojos lloraban, pero yo no me acuerdo haber derramado ni una lágrima».
En otra ocasión se las arreglará para que, en el momento que una de sus hermanas va a cerrar la puerta de un cuarto, pueda quedar su manita aplastada contra el marco: tal era su deseo de sufrir, para imitar en esto a santa Rosa de Lima que, de niña, se había sometido a un tormento semejante. Fue llamado al punto el médico, con grande disgusto de Orsola, que hubiera querido soportarlo todo sin los gritos de las hermanas espantadas y sin las curas necesarias.
A la edad en que comúnmente se atribuye a los niños apenas el uso de la razón, Jesús reserva para ella extraordinarias enseñanzas con visiones particulares.
«Cuando tenía unos siete años – escribe Verónica – me parece que por dos veces vi al Señor todo llagado; me dijo que fuese devota de su Pasión y en seguida desapareció. Esto sucedió por la Semana Santa. Me quedó todo tan grabado que no me acuerdo haberlo olvidado nunca.
«La segunda vez que se me apareció el Señor llagado de la misma manera me dejó tan impresas en el corazón sus penas, que no pensaba yo en otra cosa».
¡A la guerra, a la guerra!»
Era todavía una niña y ya el Señor la llamaba a grandes empresas: la imitación de Jesús paciente.
Un día, mientras estaba rezando ante una imagen sagrada, escuchó estas palabras: » ¡A la guerra, a la guerra!»
¿Invitación parecida a la dirigida a santa Juana de Arco? La joven heroína de Mercatello tomó a la letra – como san Francisco ante el Crucifijo que le hablaba – las palabras escuchadas. El joven caballero de Asís se había puesto a restaurar la iglesita de San Damián; Orsola, en cambio, quiso aprender de un primo suyo el arte militar de la esgrima.
Mientras, entre la admiración de sus entusiastas coetáneos, se adiestraba en el manejo de las armas, le pareció ver al mismo Jesús que le decía: – No es ésta la guerra que yo quiero de ti.
Quedó de improviso como desarmada y vencida, en tanto que Jesús le abría el corazón al significado, totalmente espiritual, de la lucha que le esperaba.
MONJA -CAPUCHINA
En el gozo del Espíritu
¡A los diecisiete años en un convento! Monja de clausura en Cittá di Castello.
No es posible describir la felicidad del todo espiritual que experimenta una joven en esa edad en que el corazón vive la emoción del amor -, cuando ha elegido solo a Jesús.
Quien desee comprobar de cerca ese ardor, vaya a dialogar con una de esas almas ardorosas que también hoy se encierran, jóvenes de veinte años, en las capuchinas de Mercatello o de Cittá di Castello, donde vivió santa Verónica, o en cualquier otro monasterio de su Orden.
Por vía de «comunicación» gozará de una de las maravillas más dulces del Espíritu. También ésta es comunión de los Santos.
¿Por qué?
¿Por qué monja. ¿Por qué entre las capuchinas? ¿Qué es lo que quería de ella el Señor?
La vida de cada uno de nosotros oculta un proyecto de Dios Padre, o mejor, de toda la santísima Trinidad.
El encuentro con Dios está jalonado de etapas importantes. Para Orsola Giuliani, el 28 de octubre de 1677, señala la fecha de la vestición del hábito religioso. Desde ahora se llamará Verónica. En ese día le dio el Señor una manifestación más clara de su amor. Oigamos de ella misma cómo vivió aquella jornada y lo que le comunicó el Señor:
«La primera vez que fui vestida de este santo hábito yo me hallaba un poco desasosegada por la novedad. Cuando me vi entre estas paredes, mi humanidad no acertaba a apaciguarse; pero por otra parte el espíritu estaba todo contento. Todo me parecía poco por amor de Dios.
Al cabo de una larga batalla entre la humanidad y el espíritu, me pareció de pronto experimentar un no sé qué – no sé si fue recogimiento o rapto – que me sacó de mis sentidos. Pero yo no podría decir qué es lo que fue. En aquel mismo momento me parece que me vino la visión del Señor, el cual me llevaba con El; y me parece que me tomó de la mano. Oía una armonía de sonidos y cantos angélicos. De hecho me parecía hallarme en el paraíso.
Me acuerdo que veía tanta variedad de cosas; pero todas parecían delicias de paraíso. Veía una multitud de santos y santas. Me parece haber visto también a la santísima Virgen.
Recuerdo que el Señor me hacía gran fiesta. Decía a todos: «Esta es ya nuestra». Y luego, dirigiéndose a mí, me decía: «Dime, ¿qué es lo que quieres? «. Yo le pedía como gracia el amarle; y El en el mismo momento me parecía que me comunicaba su amor. Varias veces me preguntó qué es lo que más deseaba.
Ahora recuerdo que le pedí tres gracias. Una fue que me otorgase la gracia de vivir como lo requería el estado que yo había abrazado, la segunda, que yo no me separase jamás de su santo querer; la tercera, que me tuviese siempre crucificada con El.
Me prometió concederme todo. Y me dijo: «Yo te he elegido para grandes cosas; pero te esperan grandes padecimientos por mi amor».
Programa
Al comienzo de la vida religiosa estaba, pues, trazado el programa para Verónica: padecer por amor.
El sufrimiento marcará con señales profundas la vida de Verónica, en todo tiempo. El Señor la llama a «completar en su carne lo que falta a la Pasión de Cristo» en favor de toda la Iglesia. El Señor la purifica con el sufrimiento, como el oro que se prueba con el fuego. Por ese camino Jesús la asimila a sí hasta concederle la unión en el desposorio místico.
Las pruebas
El sufrimiento rebosa, como un río siempre en crecida, en la vida de sor Verónica.
El año del noviciado – el primero de vida religiosa – es una verdadera prueba. El Señor permite que una compañera novicia la atormente previniendo contra ella a la maestra, que es su guía espiritual. Verónica siente con vehemencia la tentación de reaccionar contra la compañera y contra la maestra. Toda la persona se le rebela. Afirma con fuerza en una página del Diario: «Sentía que me estallaba el estomago por la violencia» Y declarará todavía: «En mi interior ¡cómo me retorcía para vencerme!
El asalto del enemigo
Otras pruebas venían directamente del espíritu del mal, de Satanás.
Había experimentado va la reacción del demonio cuando, niña de apenas diez años, decidió imitar la vida de los santos practicando algunas penitencias. «Haciendo estas penitencias me parece que tuve varios embates. Donde quiera que yo iba, de día y de noche, el tentador hacía gran estrépito, como si quisiera tirar todo abajo».
La lucha con el enemigo se prolongó en los años de 1a vida religiosa, hasta tomar a veces aspectos dramáticos violentos. El enemigo tomó la figura de monjas para acusarla, le produjo moraduras y heridas, se le apareció en formas obscenas y tentadoras, tomando el aspecto de monstruos horribles.
La santa, fuerte con la gracia de Dios segura de la victoria, afirma: «Estaba sin temor; más aún, me hacían reír sus extravagancias y sus estupideces».
Aridez y abandono
El ánimo se templa en la lucha. Pero existen para los santos pruebas todavía más angustiosas: si es duro el deber pasar a través de la noche de los sentidos, es mucho más terrible el paso por la noche del espíritu. Es la purificación más íntima, que comprende la arrancadura y el disgusto, la aridez espiritual y el abandono, esto es, la impresión de estar separados de Dios.
Oigamos – como de su misma voz – la experiencia de Verónica: «A veces, cuando me hallaba con alguna aridez y, desolación y, no podía hallar al Señor, y me venían las ansias de El, salía fuera de mi, corría ya a un lugar ya a otro, lo llamaba bien fuerte, le daba toda clase de nombres magníficos, repitiéndoselos muchas veces. Algunas veces me parecía sentirlo, pero de un modo que no sé explicar. Sólo sé que entonces enloquecía más que nunca, me sentía como abrasar, especialmente aquí, en la parte del corazón. Me ponía paños mojados en agua fría, pero en seguida se secaban.
Las múltiples experiencias místicas la aproximaban cada vez más a la intimidad del Señor. Por otra parte, cada vez que le eran retiradas estas gracias particulares quedaba en una sed mayor de volver a las delicias del Señor. Le parecía entonces que Dios la había olvidado, incluso que la rechazaba, experimentaba un tormento tan grande que era en realidad purificación de amor.
Así se expresa en una carta: «Muchas veces me hallo con la mente tan ofuscada, que no sé y no puedo hacer nada; me hallo toda revuelta; no parece que haya ni Dios ni santos; no se encuentra apoyo alguno. Parece que la pobre alma está en las manos del demonio, sin tener a dónde dirigirse en medio de sus temores».
Refrigerio: la guía espiritual y la confesión Los santos son los que más se engolfan en el mar de la redención. Son purificados continuamente en la sangre de Cristo y gozan de la abundancia de sus gracias.
Verónica, herida del rayo luminosisimo de la luz de Dios, siente continuamente la necesidad de renovarse. Se humilla y recurre a la confesión con frecuencia, hasta cuatro o cinco veces al día, anhelando ser «lavada con la sangre de Cristo». Es la vía ascética y sacramental para llegar a la unión perfecta con Dios.
El mismo Jesús, después de haberla conducido a altísimas nietas y antes de imprimirle las llagas, quiere que Verónica realice ante toda la corte del cielo su confesión general. Escribe la santa del Viernes Santo de 1697: Tuve un recogimiento con la visión de Jesús resucitado con la santísima Virgen y con todos los santos, como las otras veces. El Señor me dijo que comenzase la confesión. Así lo hice. Y cuando hube dicho: «Os he ofendido a Vos y me confieso a Vos, mi Dios», no podía hablar por el dolor que me vino de las ofensas hechas a Dios. El Señor dijo a mi ángel custodio que hablase él por mí. As, en persona mía, decía…
La Virgen se puso delante, a los pies de su hijo, lo hizo todo en un instante. Mientras ella rogaba por mi, me vino una luz y un conocimiento sobre mi nada; esta luz me hacía penetrar conocer que todo aquello era obra de Dios. Aquí me hacía ver con qué amor ama Ella las almas y, en particular, las ingratas como la mía…
En ese acto me vino una grande contrición de todas las ofensas hechas a Dios y pedía de corazón perdón por ellas. Ofrecía mi sangre, mis penas y dolores, en especial sus santísimas llagas; y, sentía un dolor íntimo de cuanto había cometido en todo el tiempo de mi vida. El Señor me dijo: -Yo te perdono, pero quiero fidelidad en adelante».
Verónica camina con seguridad por el camino de Dios, principalmente por el que pasa por el don de los sacramentos, ofrecidos a todos por la Iglesia y dados a ella por los ministros del Señor. Así es como se siente segura y constantemente renovada en el espíritu.
Impulsada por sus directores espirituales a escribir su diario, afirma: -Experimento un sentimiento íntimo y quisiera que el mismo confesor penetrase todo mínimo pensamiento mío, no sólo como está en mí, sino como está delante de Dios. Es tal el dolor que siento, que no sé cómo logro proferir una sola palabra. Se me representa ese vice-Dios en la tierra con tal sentimiento, que no puedo expresarlo con palabras.
En la confesión halla paz y gozo, renacimiento aumento de amor divino: «En el acto de darme la absolución el confesor, me pareció sentirme toda renovada y, con tanta ligereza, que no parecía sino que me hubiera quitado de encima una montaña de plomo. Experimenté también en el alma que Dios le dio un tierno abrazo y comenzó, al mismo tiempo, a destilar en ella su amor divino».
VERÓNICA Y LOS PECADORES
Dolor y expiación Es difícil hablar, sobre todo hoy, de las penitencias y del dolor en la vida de santa Verónica. El tema del sufrimiento nos resulta duro, porque supone, además de la experiencia de amor en quien lo vive, una experiencia de fe no menos grande en quien recibe su mensaje. Y el hedonismo, en que se halla sumergido el hombre de hoy, impide percibir el fuerte lenguaje de la teología de la cruz.
Verónica tiene una vocación peculiar en la Iglesia. EL Señor la escoge como víctima por los pecadores. Y ella acepta colocarse como medianera -mezzana -entre Dios y, sus hermanos que viven en el pecado.
Después de haber comprendido el amor de Dios a las almas y después de haber contemplado a Jesús llagado y crucificado, Verónica queda enriquecida con una sensibilidad excepcional para inserirse en la obra de la salvación en favor de todos sus hermanos. Quiere salvarlos y comprende que el medio es la expiación medianera.
Quiere obstruir el infierno Verónica pide a Jesús los sufrimientos que E1 ha, padecido, los desea con una sed de dolor superior a cuanto es accesible a la simple naturaleza.
Jesús la asocia a los varios momentos de su Pasión. Una testigo, que la observó en esos sufrimientos, declara: «La vi un día clavada en el aire derramaba lágrimas de sangre que tenían el velo. Supe después de ella que Dios era muy ofendido por los pecadores y que ella, en ese arrobamiento, había visto la fealdad del pecado y de la ingratitud de los pecadores.
La Santa quiere impedir que tantas almas caigan en el infierno: «En aquel momento me fue mostrado de nuevo el infierno abierto y parecía que bajaban a él muchas almas, las cuales eran tan feas y negras que infundía terror. Todas se precipitaban tina detrás de otra; Y, una vez entradas en aquellos abismos, no se veía otra cosa que fuego y llamas». Entonces Verónica se ofrece para contener la justicia divina: «Señor mío, yo me ofrezco a estar aquí de puerta, para que ninguno entre aquí ni os pierda a Vos. Al mismo tiempo me parecía extender los brazos decir: Mientras esté o en esta puerta no entrará ninguno. ¡OH almas, volved atrás! Dios mío, no os pido otra cosa que la salvación de los pecadores. ¡Envíame más penas, más tormentos, más cruces.
El Señor, para saciar su sed de padecimientos, le permitirá experimentar las pertas del purgatorio y aun las del Infierno. La Virgen, que la instruye y la sostiene, le habla así: «Hay muchos que no creen que haya infierno, y yo te digo que tú misma, que has estado en él, no has entendido nada de lo que es.
Cristo del SantuarioVerónica y la Pasión de Jesús Quien no hubiera sido introducido en la comprensión de los valores cristianos, podría quedar desconcertado al leer el Diario de la Santa. Sentiría tal vez la tentación de recurrir a explicaciones de naturaleza patológica y de entrever formas de extraño masoquismo. Pero nos hallamos en esferas mucho más elevadas, donde la naturaleza obedece a la sobre naturaleza. Sólo la fe mas viva puede dar sus explicaciones.
Jesús la atrae y la quiere del todo semejante a El. Verónica experimentará en su carne la coronación de espinas, la flagelación, la crucifixión y la muerte de Jesús. Le será atravesado el corazón por la lanza y le serán impresas las llagas como señal definitiva de conformidad y de amor.
Recuerda la impresión de las llagas. Era el 5 de abril de 1697: «En un instante vi salir de sus llagas cinco rayos resplandecientes y vinieron a mí. Los veía convertirse en pequeñas llamas. En cuatro de estas habla clavos y en una la lanza, como de oro, toda rusiente, y me atravesó el corazón; y los clavos perforaron las manos y los pies». Verónica puede repetir ya con san Pablo: «He sido crucificada con Cristo».
Penitencias Junto con estos dones místicos, mediante los cuales es confirmada, en el dolor, esposa crucificada de Cristo, Verónica añade sus ofrecimientos espontáneos.
Para tener una idea del empeño de penitencia que habla en su corazón habría que visitar el monasterio de Citta di Castello en el que ella vivió. Los instrumentos de penitencia hablan allí todavía de ella, de su amor a Jesús y de su voluntad de conducir a El a los pecadores.
Para seguir a Jesús por el camino del Calvario, Verónica se cargaba con una pesada cruz y, por la noche, se movía bajo su peso extenuante por las calles del huerto y dentro del monasterio. A veces cargaba un grueso leño de roble.
Frecuentemente realizaba sus «procesiones» cubierta con una «vestidura recamada»: era en realidad una túnica de penitencia a la que ella misma habla cosido por dentro innumerables espinas durísimas. Se la ponla sobre la carne viva y con la cruz sobre los hombros.
Muchas veces usará tenazas rusientes para sellar con el dolor sus carnes y grabará sobre su propio pecho el nombre de Jesús. Le agrada, además, escribir con su sangre cartas de fidelidad y de amor a su Esposo divino. Jesús sabe que puede fiarse de ella: su vida le pertenece. Le pedirá un riguroso ayuno por tres anos y ella obtiene poder alimentarse en todo ese tiempo de sólo pan y agua. Estas son sólo algunas muestras de su desmesurada necesidad de padecer con Jesús.
El corazón como un sello En esta fase de purificación y de ofrenda vivirá hasta el 25 de diciembre de 1698, cuando la Santa entra en otro período de su ascensión espiritual: la del puro padecer. Desde esa fecha el Diario no contiene ya descripciones de padecimientos externos asumidos por Verónica. Todo resultará como interiorizado: el padecer estará reservado a las facultades más íntimas del alma, como si fuera una purificación del mismo dolor.
Pero su corazón registrará todavía aventuras de sufrimiento y de amor divino y quedará como sello de la autenticidad de tanto padecer. Tal como ella lo había descrito – y aun dibujado – en el Diario, su corazón, en el examen necroscópico llevado a cabo a raíz de su muerte, presentará misteriosas figuraciones. Son las que reproducen los instrumentos de la Pasión de Jesús: la cruz, la lanza, las tenazas, el martillo, los clavos, los azotes, la columna de la flagelación, las siete espadas de la Virgen y algunas letras que significan las virtudes. Su vida resumida en el corazón.
Acontecimientos exteriores
Al mismo tiempo que el Señor la conduce por el surco profundo del dolor y del amor, se entrelazan en la vida religiosa de Verónica varios sucesos, que sin embargo quedan en un segundo plano frente a su camino interior, si bien muchas veces coinciden con las cruces que el Señor concede a su esposa.
Verónica será maestra de novicias varias veces. Pero ella misma deberá estar sometida a otros y será guiada con firmeza y austeridad no comunes por sacerdotes, confesores y obispos, que la pondrán a dura prueba. Su propia superiora y el mismo Santo Oficio la harán pasar por repetidas y prolongadas humillaciones: segregación por muchos días en la enfermería, prohibición de ir al locutorio, exámenes y controles.
Sólo el 7 de marzo de 1716 el Santo Oficio revoca para ella la prohibición de ser elegida abadesa. Un mes después es elegida superiora por toda la comunidad. Bajo su gobierno el Señor bendice la casa y la llena de vocaciones. Se preocupará entonces de hacer construir una nueva ala del monasterio y de aliviar la fatiga cotidiana de las monjas realizando una conducción de tubos de plomo para hacer llegar el agua al interior de la casa.
Pero estos hechos se pierden ante la admirable aventura del espíritu. Su vocación es otra: el amor a Dios para expiar el desamor de los hombres.
Al término de su aventura espiritual llegará a pedir al Señor «no morir, sino padecer», repitiendo, por lo que hace al sufrimiento un nuevo estribillo: «más, más y más», segura de este camino: el del Amor Redentor.
EL CAMINO ESPIRITUAL DE VERÓNICA
El Diario: mina del Espíritu
El Diario, que Verónica nos ha dejado y en el que, por voluntad de sus confesores y superiores, nos ha descrito sus variadas experiencias místicas, está -compuesto por veintidós mil páginas manuscritas. Es una riqueza espiritual inagotable para las almas ganosas de conocer el camino de Dios.
Los santos son como senderos luminosos en el firmamento de la Iglesia; a través de ellos Dios nos indica cómo hemos de subir hasta El.
La vida cristiana alcanza su vértice en la unión con Dios. El itinerario místico, resultado de experiencias extraordinarias – a través de las cuales pasó santa Verónica – coincide de hecho con el progreso en la santidad a la cual todos estamos llamados. La perfección cristiana consiste esencialmente en la experiencia del Amor divino. El crecimiento del amor – aun el que deriva de particulares gracias de carácter místico -, si conduce al progreso efectivo de las virtudes teologales y morales, conduce a la meta común de la santidad.
Es poco menos que imposible, tratándose de Verónica, compendiar la experiencia riquísima sea de los hechos místicos vividos por ella, sea del progreso en el itinerario de las virtudes realizado en una vida espiritual de tanta intensidad, Sin embargo no podemos dejar de poner en resalto las únicas esenciales, para poder captar la admirable enseñanza, dada por Dios en beneficio nuestro por medio de ella.
La meta: llegar a ser esposa de Jesús
En el lenguaje de la perfección cristiana se emplean las expresiones más delicadas del amor humano para entender algo del amor divino.
El amor lleva al desposorio. Así ocurre con el alma. Verónica vive esta realidad espiritual del comienzo al fin de su vida.
Jesús se enamora de esta criatura, la mira con afecto, la atrae a sí y la quiere esposa suya. Se lo viene diciendo desde que tenía tres años. Con ella entabla coloquios y correspondencia, para ella expresa invitaciones y promesas, a ella va con visitas y dones.
La Santa afirma refiriéndose al periodo de su adolescencia en la familia: «Pocas veces salía de la oración sin que el Señor me dijese internamente que había de ser su esposa». Ella misma, siendo tan joven, no intuía todo lo que el Señor deseaba en seguida de ella, por lo cual le respondía con ingenuidad: «Dios mío, habéis de tener paciencia, a su tiempo tendréis todo. Entonces veréis que digo la verdad».
El momento culminante para estas promesas de amor, en su tempranísima edad, fue aquel en que recibió por primera vez la Eucaristía. Escribe: «En la primera Comunión me parece que el Señor me hizo entender que yo debía ser su esposa. Experimenté un no sé qué de particular; quedé como fuera de mí, pero no entendí nada. Pensaba que en la Comunión sucedía siempre así. Al recibir aquella santísima Hostia me pareció que entraba en mi corazón un fuego. Me sentía quemar». El día de la primera Comunión! Es el 2 de febrero de 1670. La pequeña tiene solo diez años, pero siente que su amor a Jesús se debe expresar en una ofrenda total, Es un lenguaje ya maduro y fuerte: «Señor, no tardéis más: ¡crucificadme con Vos! ¡Dadme vuestras espinas, vuestros clavos: aquí tenéis mis manos, mis pies y mi corazón! ¡Heridme, oh Señor! «
Del desposorio místico a la divinización
Todo esto se realizará. Jesús la irá conduciendo, por experiencias extraordinarias, hasta el desposorio místico, hasta la transformación y la divinización. La ascensión estará modulada por fases espirituales que los teólogos han llamado de unión suave, de unión árida y de unión activa. Mientras tanto un raudal de dones y carismas se derrama sobre ella en cada momento.
Un mensaje importante para todos. El Señor parece decir, a través de la experiencia espiritual de Verónica, que la vida de gracia es «naturalmente» todo esto, si bien misteriosamente oculto en las almas de sus fieles. Pero lo que causa maravilla es que en Verónica la realidad divina es evidente, es manifiesta, casi sin velos.
Gracias, dones y carismas
Jesús atrae a sí a Verónica y transforma, adapta y plasma su íntima constitución interior: le da un «corazón amoroso» y un «corazón herido», la hace arrimarse a su costado para darle a beber de la fuente de su Corazón divino, le comunica un plan ascético de vida y la perfecciona aun en el nombre: «Verónica de Jesús y de María».
Verónica debe beber también el «cáliz amargo»; Jesús le clava cinco dardos en el corazón junto con los instrumentos de la Pasión.
La Virgen es intermediaria de tales gracias y la reconoce como «discípula». Por intermedio de María santísima Verónica hace su consagración a Jesús. Los tres corazones – de Jesús, de María y de Verónica -se funden en uno.
En un alternarse divino de purificación y de gracias la Santa ve añadirse en su corazón otras sena les, como las llamas del Amor de Dios, el sello «Fuente de gracias» y las letras VFO que corresponden a la virtudes de la Voluntad de Dios, de la Fidelidad y de la Obediencia.
Verónica, además, saboreará dos misterioso cálices: uno con la sangre de Cristo, el otro con las lágrimas de María. Revivirá, por mandato de su confesor, la Pasión de Jesús reproducida en cada uno de los tormentos.
Pero el Señor la sostiene y la conforta. Nos place mencionar aquí también alguna gracia especial con la que se siente confortada: la Virgen le concede la ayuda constante de un segundo ángel de la guarda y la consuela con una peregrinación – ¡en visión! – al santuario de la Santa Casa de Loreto.
La vida divina fluye en su alma. Se le concede la que Verónica llama «la gracia de las tres gracias»:unión, transformación y desposorio celeste. Es una gracia que, desde 1714, recibe cada vez que se acerca a la sagrada Comunión y diviniza cada vez más su espíritu.
Es ya la «Verónica de la voluntad de Dios. Hija y profesa de María santísima».
La Virgen María en la vida espiritual de santa Verónica A medida que Verónica avanza en el camino de la perfección, aumenta también la presencia de la Madre de Dios hasta el punto de sustituir casi la de Jesús. La Virgen santa la atrae a la propia vida, a fin de que, identificada con ella, pueda conducirla a su divino Hijo y a la adoración de la santísima Trinidad. Cada día con mayor frecuencia Verónica se siente confirmada – y lo registra en su Diario – «hija del Padre, esposa del Verbo y discípula del Espíritu Santo».
Se puede hablar de un «camino mariano» de santa Verónica. Y es ésta tal vez la tonalidad más destacada, mientras sube a las cimas de la perfección. Esta presencia central de María santísima tuvo comienzo en el año 1700, cuando la «querida Mamá» le ofrecía suave refugio en su regazo acogedor: la sostenía en las pruebas y le prodigaba su guía segura y su luminoso magisterio. Es introducida primero como «discípula» y después como «novicia de María». Se funde con su corazón.
El 21 de noviembre de 1708 Verónica se ofrece con un solemne acto de donación a María y se declara su «sierva». Esto equivale a la total consagración mariana. A partir de aquel momento se desarrolla rápidamente un proceso de Profunda identificación entre María y su hija espiritual Verónica.
Desde 1715 las gracias de unión mística son experimentadas a través de la compenetración con el alma de María.
A partir del 14 de agosto de 1720 Verónica comienza a escribir bajo el dictado de la Virgen. María vive con ella el presente: es la verdadera guía del monasterio. Le dice: «Hija, estate tranquila. Yo soy la superiora y corre por mi cuenta el necesario sustento para ti y para tus hermanas. Es mi oficio; tú no tienes que preocuparte de nada».
Y Verónica va constatando cosas admirables. La «nueva superiora» la sustituye hasta en el guiar el capítulo de las hermanas. Escribe la Santa: «Cada viernes yo me postro a los pies de María santísima, le pido que tenga a bien guiarme y enseñarme lo que tengo que decir a cada hermana, y siempre experimento su ayuda especial. Paréceme que María santísima está allí personalmente como superiora y que yo voy diciendo, de parte suya, todo cuanto me dicta ella. Pero hoy ha sucedido algo insólito: apenas comenzado el capítulo, me he encontrado fuera de los sentidos, de modo sin embargo que nadie ha podido darse cuenta, porque ha sido entre mí y Dios…
Al terminar me he dado cuenta de que había hecho el capítulo. ¡Sea todo a gloria de Dios y de María santísima! Ella ha dicho y hecho todo».
Identificada con María santísima Las paginas de Verónica que se refieren a los aspectos marianos de su vida son de las más bellas y significativas por lo que hace al camino espiritual de ella y de todo cristiano. Contienen doctrina y práctica luminosa y se imponen a la atención de cualquiera que reconozca la importancia de la consagración a la Virgen como medio de la más alta perfección,
Escribe: «Paréceme que, en ese momento, la santísima Virgen se ha transformado a sí misma en mí; pero para hacer entender esto no hallo modo de declararlo, ya que mi alma se ha hecho una misma cosa con María santísima, del modo que yo experimento cuando recibo la gracia de la transformación de Dios con el alma y del alma en Dios».
La Virgen la llama afectuosamente «corazón de mi corazón» y, mediante ella, adora a la santísima Trinidad. Nuevamente se inclina sobre los pliegos del Diario y apunta: «Me ha venido el recogimiento con la visión de María santísima. Me he comportado como suelo; y ella me ha hecho hacer aquella adoración a la santísima Trinidad. Entonces han venido tres rayos, con tres dardos, a este corazón. Me ha parecido que las tres divinas Personas, en señal de amor, han confirmado lo que tantas veces han tenido a bien hacerme comprender. María santísima me ha dicho: «El Padre eterno te confirma por hija, el Verbo eterno por esposa suya, el Espíritu Santo por discípula suya». Y, mientras tanto, los tres dardos que estaban en el corazón han ido derechos al corazón de María santísima y del corazón de María santísima ha venido uno a este corazón, el cual lanzaba el mismo corazón al corazón de ella. Aquellos tres dardos luego semejaban centellas, y ya volvían a este corazón ya al de la santísima Virgen.
Aquí he experimentado un no sé qué de nuevo: me parecía que mi alma y este corazón eran una misma cosa con María santísima».
Por medio de la Madre de Dios se le comunican gracias cada vez más especiales. Se lo recuerda la misma Virgen: «Y de nuevo, en el momento en que ha venido a ti el Dios sacramentado, el alma de mi alma (Verónica) ha quedado identificada con la voluntad de Dios y mía, porque en ese momento ha comenzado un modo de obediencia más exacta: es que yo he hecho participar al alma de mi alma mi misma obediencia.
Así es como la Virgen le comunica sus virtudes. Entre éstas resplandece la pureza. «Mi corazón y mi alma hicieron sentir penetrantemente en el corazón de mi corazón (Verónica) el valor de mi pureza. Hija, haz aprecio de esta gracia, que es tan agradable a Dios. El alma sencilla y pura atrae la mirada de Dios, El la llena de sus divinas gracias y dones. Hija, la mirada divina santifica y vivifica a las almas inocentes y puras». Así en todas las virtudes: «Te hice participar del mérito de todas las virtudes que había ejercitado yo y con ellas te presenté a Dios».
En la cima se halla siempre la caridad, el amor. Sólo éste crea y renueva. Y la Virgen le dice que le «renovó todo el corazón por medio de un rayo de amor que te comunicó mi corazón». Por ese camino el alma de Verónica viene a ser confirmada y «elegida
entre los elegidos», comenzando el «anticipado paraíso» para quedar unida siempre en el «Espíritu Santo Amor».
Un compendio de tantas gracias Para gozar con las maravillas que Dios obró en santa Verónica Giuliani, leamos todavía una página de su Diario escrita en 1701. Verónica viviría aún muchos años – moriría en 1727 -, ¡pero ya el Señor la había colmado de tantas gracias!
«En un instante se me dio luz clara sobre todas las gracias particulares que Dios ha concedido a mi alma. Han sido tantas, tantas, que no me es posible decir el número. Sólo diré lo que comprendí en particular. Me hizo, comprender queme había renovado 500 veces el dolor del corazón y me había renovado en él muchas veces la herida; que, al mismo tiempo, me había concedido la gracia particular de darme el dolor de mis pecados, añadiendo el conocimiento de mí misma y de las propias culpas y haciéndome comprender toda clase de virtudes y el modo como había de ejercitarlas; que me había concedido tantísimas luces y amaestramientos: sería cosa de nunca acabar si quisiera referirlos todos.
Hízome comprender también que había renovado 60 veces el desposorio con mi alma; que me había hecho experimentar 33 veces, de manera especial, su santísima Pasión y, comprender penas que sólo son conocidas de las almas más queridas de El; que se me había hecho ver 20 , veces todo llagado y ensangrentado, y que me pedía que siguiese su santa voluntad; pero yo hacía todo lo opuesto. ¡OH Dios! ¡Qué confusión era la mía en ese momento! No puedo con la pluma decir nada de lo que yo experimentaba mientras me era manifestada cada cosa al detalle.
Tres veces me había dado un tiernísimo abrazo desclavando su brazo de la cruz y haciéndome llegar a su costado; 5 veces me había dado a gustar el licor .que salía de su costado; 15 veces había lavado de modo especial mi corazón en su preciosa sangre, que manaba en forma de rayo de su costado y se dirigía a mi corazón; 12 veces me lo había sacado, haciéndome la gracia de purificarlo y de quitar de él toda suciedad, la podredumbre de las imperfecciones y los residuos de mis pecados; 9 veces me había hecho acercar la boca a la llaga de su santísimo costado; 200 veces había dado tiernísimos abrazos a mi alma, de modo especial, sin contar los demás que me da continua- y 100 heridas había hecho a mi corazón de mente, modo secreto.
Basta con lo dicho. No tiene número todo cuanto Dios ha obrado en esta alma ingrata. Me hizo entender todas estas cosas en un momento; y, de un modo que no sé referir, me renovó todo asignándome sus santos méritos, su pasión, todas sus obras, en satisfacción por haber correspondido mal a todas esas cosas. De nuevo me hizo saber que me había perdonado todas mis culpas, pero que ahora debo ser toda suya. En ese momento me concedió el dolor de mis pecados. En el acto de dolor volví en mí, más muerta que viva. Me duró el dolor por poco tiempo y me sentía como expirar. Me parece que todo esto que tuve después de la comunión, sobre las gracias y los dones concedidos por Dios a mi alma, fue un nuevo juicio; y por esto comprendí el número de cada uno más en particular y su especie. ¡Sea todo a gloria de Dios! «
«El Amor se ha dejado hallar»
Acompañada en el camino de la perfección por la presencia continua de la Virgen, que la llama «corazón de mi corazón» y «alma de mi alma», Verónica transcurre los últimos años de su vida en unión constante con Dios. Declara ella misma: «Cuando Dios me concede las dos gracias de la unión y de la transformación, éstas son las mismas que gozan las almas bienaventuradas allá en el paraíso. Gozan de Dios en Dios; y es un continuo convite de amor con amor».
Verónica recibe el don de ser confirmada en la gracia santificante, por lo que repite llena de gozo: » ¡Eternamente! ¡eternamente!». Puede afirmar: «El amor ha vencido y el mismo amor ha quedado vencido».
Es ya el paraíso. Pero es preciso dejar esta vida, es preciso poner punto final. La Virgen, que en los últimos años le ha dictado el Diario, le sugiere estas simpáticas palabras que ella transcribe fielmente; «Pon punto». Es el 25 de marzo de 1727, fiesta de la Anunciación del Señor.
El 6 de junio, en el momento de la santa Comunión, Verónica sufre un ataque de hemiplejia. Desde entonces transcurren treinta y tres días de un triple purgatorio: dolores físicos, sufrimientos morales y tentaciones diabólicas, como lo había predicho.
Al alba del 9 de julio, recibida la obediencia de su confesor para poder dejar este mundo, vuela al encuentro con Dios.
» ¡El Amor se ha dejado hallar! » Son sus últimas palabras dichas a sus hermanas. Así terminó su padecer por amor y comenzó su paraíso.
La Iglesia la declaró Beata en 1804 y Santa en 1839. Hoy quien ha tenido la gracia de conocer de cerca a santa Verónica Giuliani – a través de la lectura del Diario, de las Relaciones y de las Cartas – abriga la esperanza de que en la Iglesia se le reconozca, además de la santidad, ese magisterio espiritual que resuma de todos sus escritos y se halla confirmado por una excepcional vida mística.
Verónica figura de hecho entre los grandes maestros de la perfección que iluminan y guían al pueblo cristiano.
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