La velocidad de las redes sociales provoca que determinadas oleadas de pensamiento aparezcan y desaparezcan con una velocidad pasmosa. Hasta hace poco no era extraño comprobar cómo la dictadura de lo políticamente correcto había parido un hijo bastardo en aquellos que, carentes de todo sentido del humor, se sentían ofendidos por todo cuanto se publicaba. El movimiento del ofendidismo se había colado en nuestras vidas digitales y, al menos aparentemente, venía para quedarse. La búsqueda de expresiones inocuas que no afectaran a nadie era un ejercicio de autocensura en el que la corrección política amenazaba con acabar tanto con la creatividad como con la diversidad. Bajo el mandato de evitar la ofensa se juzgaba toda expresión artística o todo acontecimiento histórico tanto del presente como del pasado.
Detrás de todo este pensamiento nos encontramos con el culto al sentimiento. Para muchos el sentimiento se ha convertido en el criterio con el que dictaminar las normas de convivencia sociales sin darse cuenta de que lo único que conseguimos con ello es perder libertad. Si es el sentimiento y no la razón lo que nos da experiencia de la realidad corremos el riesgo de estancarnos dejando de crecer como individuos o sociedad. Aprender a gobernar los impulsos y los sentimientos es uno de los factores determinantes de la madurez, uno de los síntomas de que somos dueños de nosotros mismos. Otro de esos síntomas es aprender a reírnos de nosotros mismos, tanto en lo personal como en lo que se refiere a la sociedad. Últimamente se han puesto de moda los shows de humoristas que sin ningún escrúpulo blanden contra sus invitados la espada de lo inconveniente.
Este es un buen síntoma, a pesar de todo, no deja de haber sentido común. La razón es, sin duda, el correctivo para el sentimentalismo. Por ello cuando oigo que se habla de sentimientos religiosos se me abren las carnes. La fuente de mi fe en Dios no es el sentimiento, de hecho, puedo no sentir nada y tener una fe firme. La fe se sostiene en lo razonable y esto surge de la capacidad de admirarnos. El mismo asombro que está en el origen del filosofar es el que toca el corazón del creyente cuando este descubre que lo que existe no es azaroso sino fruto de la voluntad de un Dios que reclama su paternidad. Seguramente la falta de asombro ante cuanto nos rodea es lo que provoca que tantos se hayan olvidado de ser creativos y oír a los demás prefiriendo encerrarse en la subjetividad de sus sentimientos.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera