Miles de fieles se congregaron ayer en las calles de la ciudad para acompañar a la Virgen, y se unieron a la Vigilia de la Inmaculada presidida por el Arzobispo de Granada.
En el día de hoy son también cerca de 5.000 los fieles que se han congregado en la Catedral para la celebración de la Eucaristía, que ha contado con la participación Orquesta Ciudad de Granada y el Coro de la Orquesta que han tocado y cantado la Misa de Coronación de Mozart, destacando la belleza de Agnus Dei.
En su homilía, el Arzobispo de Granada ha comenzado centrando la festividad que celebramos: “En esto consiste el Amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amo primero, y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Así resume el autor de la primera carta de S. Juan el conjunto de la experiencia de Dios, tal como Dios se ha dado a conocer en el acontecimiento de Cristo. Así podría resumirse todo el contenido del cristianismo, toda la novedad que Cristo ha introducido en la historia. Y así podría resumirse también el significado del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, cuyo 150 aniversario celebramos hoy.”
Ante lo que puede pensarse, “no es ésta una verdad devocional, marginal al centro del misterio cristiano, como para ensalzar por obra de la piedad y el cariño de los fieles a la mujer “bendita entre todas las mujeres”. Una verdad sin la cual uno podría vivir, porque nada cambiaría en la vida sin esa proclamación.” Y explicaba esto: “En el paganismo, o en otras experiencias religiosas, en efecto, siempre ocupa el primer lugar el esfuerzo del hombre por alcanzar a Dios, porque es la experiencia humana más inmediata, apenas el hombre percibe –y es tal vez el primer ejercicio, el primer “uso” de la razón humana– la desproporción entre su anhelo de absoluto y la radical incapacidad de aferrarlo, de apropiarse de él. Por ello, el temor define en gran medida la experiencia religiosa del hombre, o lo que es lo mismo, la experiencia humana. Dios es un interrogante, Dios es un desconocido.” Sin embargo, “la experiencia cristiana es la experiencia del gozo, no de haber alcanzado a Dios, sino de que Dios, en Cristo y desde Cristo, sale a nuestro encuentro”.
“El dogma de la Inmaculada Concepción, que proclama en María, madre de Cristo y modelo de la Iglesia, la primacía y el triunfo de la gracia, no es en modo alguno una doctrina periférica en el conjunto de la fe cristiana, sino que realiza ese nexo a la luz del cual se entiende la antropología cristiana, la experiencia cristiana de lo humano y de la realidad creada. Porque María es la proclamación, existencialmente verificada, de la unión plena y total entre el cielo y la tierra, entre Dios y su criatura, por obra de la gracia y del amor de Dios.”
“No es casualidad que el dogma de la Inmaculada se proclamase sobre el trasfondo de un contexto cultural que estaba caracterizado sobre todo por la fragmentación y la negación de la experiencia cristiana, y por un alejamiento tal de Dios de la realidad que la afirmación del milagro y de la gracia se había vuelto, en la percepción de muchos espíritus nobles, algo irracional e increíble.” En este contexto, el mundo moderno sostenía que “frente a toda dependencia, el hombre es el único dueño de sí mismo, y el único llamado a poseer la tierra, por la fuerza de su explotación de ella, por el dominio de la técnica. La plenitud, la paz, un mundo sin guerras ni violencia, el dominio de la inteligencia y la filosofía, todo eso sería realidad una vez que se hubiese eliminado la superstición de la fe y del dogma cristianos”. Esto llega a nosotros en forma de una “fractura de la experiencia cristiana” que “se ha traducido en otras muchas fracturas que han dominado y en parte dominan aún el pensamiento, no sólo del mundo civil, sino también de muchos cristianos: la oposición entre fe y razón, entre fe y cultura, entre naturaleza (como algo cerrado en sí mismo y absolutamente accesible y dominable por la razón humana) e intervención divina, sea como revelación, como gracia o como milagro. En el fondo de todas estas fracturas, se percibe una oposición entre Dios y el mundo (de nuevo, el mundo como algo cerrado, y Dios como un mal artesano que está fuera de su obra, fuera de la realidad) que es específicamente moderna, y que ha marcado no poco el lenguaje cristiano de los últimos siglos”. “En la tradición cristiana, sin embargo, gracia y libertad no se oponen, porque la gracia no se opone a nada, sino que precede a todo. La gracia, como el amor, es creadora, lo crea todo, y crea también la libertad como respuesta y como don de sí al amor ofrecido”.
Tras enmarcar cuál es el contexto en el que nos movemos y en el que fue proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción, Mons. Martínez subraya dos aspectos de lo que significa este dogma para nosotros hoy. “El primero es que la plenitud que anhelamos, para la que nuestro corazón está hecho, la felicidad, el amor, la unidad y la paz, no son algo que nos podemos dar a nosotros mismos. El drama de nuestra vida no lo resolverá la técnica, ni el “progreso”, ni instancia humana alguna, porque se juega a otro nivel. El drama humano se juega en la presencia de Dios. Por ello, lo verdaderamente racional, cuando uno percibe el espesor, la densidad de lo real, la profundidad del misterio que llena todas las cosas, y especialmente la vida humana, es volverse hacia Dios. Es suplicar, es orar. Es buscar los signos de Aquél cuya gracia sale a nuestro encuentro. Estoy hablando del amor de los esposos, o el de los padres y los hijos, o el de los hermanos. Estoy hablando de las relaciones en el trabajo, del clima de la vida, del mundo de la convivencia cívica y social. Estoy hablando de todas las cosas que amamos, que nos importan, que valen y que tienen que ver con nuestra alegría y con nuestros sufrimientos. Estoy diciendo que todas esas cosas tienen que ver con Dios, y que la plenitud y la alegría, como la vida, como el amor mismo, sólo pueden obtenerse como una gracia de Dios. Volverse a Él y suplicarle por esa plenitud no es una dimisión de lo humano, ni una distracción, sino la realización suma de la razón y de la libertad.” “El segundo aspecto –y el más directamente implicado en el dogma de la Inmaculada Concepción– es que esa plenitud no es una utopía, o un sueño, o una montaña imposible que el hombre tuviese que escalar penosamente, y a la que sólo llegarían los fuertes. La gracia y el amor de Dios ya están en medio de nosotros, ya están en nuestra historia, y nunca jamás se apartarán de nosotros”. “Dios nos ha dado todo en Cristo. La plenitud ha sido ya realizada en una mujer a quien Dios se ha dado de tal modo que Él y Ella era uno, y Ella vino a ser su madre.”
“Y Ella es la prenda de nuestra salvación. Sea cual sea nuestra historia, nuestro temperamento, nuestras cualidades, nuestra situación. Su amor es invencible. Como para el buen ladrón en la cruz, los brazos de Cristo están siempre abiertos para todos y para cada uno. No hay mal en el mundo que pueda vencer la fuerza y la belleza de ese amor que hemos conocido, porque ese prodigio de mujer, que es la Virgen, nos lo ha entregado”.