Héctor Domínguez, SJ. nació en Las Palmas de Gran Canaria. Isleño, por tanto, por nacimiento, su vida no estuvo atada a la tierra en que nació, sino que transcurrió en muy variados lugares.
Siendo estudiante de Derecho en Deusto sintió la llamada a la Compañía en los segundos ejercicios que hacía. El propio Héctor dividía su vida en la Compañía en cuatro etapas: la formación, su “primera” vida apostólica en la provincia Bética, su estancia en Suecia y los años en los que volvió a estar entre nosotros.
Estuvo doce años encargado de la formación de los jóvenes jesuitas, en el tiempo del Vaticano II. Diversas circunstancias lo hacen desembocar en Suecia, donde vivió la “etapa más rica aunque dura de ministerio y aprendizaje – en un medio tan distinto, en el que «estar» y «acompañar» de un modo casi anónimo era primordial”.
Volvió a la provincia Bética debido a problemas de corazón.
En Granada retomó sus clases en la Facultad de Teología, volvió a entrar en contacto con las generaciones jóvenes jesuitas y reanudó sus bastantes contactos pastorales. En estos años apareció un Héctor cada vez más cercano, sin por ello dejar de ser poco dado a las confidencias (era notable su aversión a hablar de su salud, que se fue deteriorando muy lentamente), y su humanidad se mostraba en múltiples detalles: desde la desazón que le producía el no haber estado más cerca de su familia en momentos difíciles, por lo que se entendía que nos recomendara a los demás cuidar el tema familiar, hasta su solicitud por estar al lado de aquellos a los que acompañaba cuando la situación lo requería, para lo que viajaba sin ningún problema (de la misma forma que sabía retirarse cuando su presencia no era tan necesaria).
Hasta el final, Héctor mantuvo una inteligencia aguda que le llevaba a valorar críticamente tanto lo que ocurría fuera como dentro de la Compañía. Nunca se desentendió de la vida de la Provincia, y continuó pendiente hasta su muerte de las aportaciones teológicas, sobre todo en el campo del ecumenismo. Disfrutaba con las visitas de sus amigos, y hablar con él se convertía en un “ejercicio de sabiduría” sobre muy diversos campos.
Es esta también la etapa del despojo paulatino y total. Su capacidad de irse, como él gustaba decir, se mostró en detalles pequeños (quizá no tan pequeños), como renunciar al despacho de la facultad cuando dejó de dar clase en ella, y en detalles grandes, como la manera en que conscientemente se fue acercando a su final. Cuando en el pasado verano sintió que, por fin, su salud se resquebrajaba mantuvo su porte, tanto exterior como interior, hasta el final; comenzó, eso sí, a retirarse de las tareas que aún realizaba, como la celebración de la Eucaristía dominical en la parroquia de San Matías y se preparó, sin ruido, para el momento de su muerte.
La vivencia de los últimos años de su vida están reflejados por él mismo, en las notas que dejó:
“Doy gracias a Dios por el momento que vivo hoy en la Iglesia: por la katharsis a que está Él sometiendo al cuerpo eclesial, a la Compañía y a cada uno. Respeto a quienes no opinen igual, pero pienso que los de mi edad e incluso más jóvenes somos producto de una notable simplificación en la manera de presentarnos el cristianismo y la vida religiosa. El Concilio activó un enorme proceso de digestión de ideas y vivencias, y en él seguimos. Lo que pueda parecer desafección y merma de espíritu en unos, y perplejidad teológica y nerviosismo en otros aun de muy altas esferas, es en realidad signo de una gran fermentación que me hace vivir mi último tramo con insólita gratitud y esperanza”.
Falleció en Granada el 30 de diciembre del pasado año.