D. JUAN DEL RÍO. SÁBADO SANTO: LA HORA DE LA MADRE

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Apuntes para la vida. 16 de abril de 2006

 

Sellado el sepulcro y dispersados los discípulos sólo “María Magdalena y la otra María estaban allí, sentadas frente al sepulcro” (Mt 27,61). El discípulo amado acompaña a la Virgen en su soledad, mientras que los judíos celebraban el Sabbat, día que recuerda el descanso de Dios en la semana de la creación. Ahora, en la nueva creación que se ha dado en el Calvario, el sábado será el día de la Madre que, unida con toda la Iglesia, “permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte, su descenso a los infiernos y esperando en la oración y en el ayuno su Resurrección”1. Mientras el Hijo redime las entrañas de la humanidad, María vive esos momentos en una soledad contemplativa, reflexionando sobre las experiencias que guardaba en su corazón.

 

Podemos afirmar que la soledad es la enfermedad de nuestros días. ¿De qué soledad estamos hablando cuando nos referimos a la Madre del Señor? Tengamos presente que se puede estar solo a cualquier edad o en cualquier situación. La ausencia o abundancia de compañía no pone o quita soledad. Se puede estar rodeado de mucha gente y sentirse solo o habitar en una soledad sonora: la del monje que en su celda se siente asistido y unido a los otros seres. Por ello, podemos decir que hay diversos tipos de soledad. La más común es la enfermiza, que nace de nuestra debilidad y de nuestra ansia de construir la vida según nuestros deseos. Otro tipo de soledad es la que viene impuesta por las circunstancias, o por los otros, donde la persona tiene la oportunidad de crecer interiormente, de ser más libre de afectos y de valerse por sí misma.

 

Por último, está la soledad creativa de la fe, que supera la enfermedad, la ausencia del ser querido, la misma muerte. Ésta es la soledad que descubrimos cada Sábado Santo en la Hora de la Madre, cuando Ella, mirando al sepulcro donde está su Hijo muerto, ve hechas realidad sus palabras: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto” (Jn 12, 24). Sí, ese tipo de soledad mariana da muchos frutos de vida eterna porque esclarece la mente, dulcifica el corazón y nos predispone para buscar el retiro de la oración, para hacernos “trigo diario” comiendo la Eucaristía,  y para saber estar más cerca de nuestros semejantes.

 

A los que están en comunión con la Virgen en ese instante de la muerte y sepultura de su Hijo se les conmueve el alma viendo las lágrimas de la Madre. En la soledad de su llanto, son movidos a buscar el fecundo grano de trigo que es el Resucitado; a dejar la levadura vieja del pecado y convertirse en “panes pascuales de la sinceridad y de la verdad” (I Cor 5,8). Y por ello, como centinelas en la noche, en cada Vigilia Pascual, la Iglesia espera con María la luz del Resucitado para poder cantar llenos de gozo:

 

La mañana celebra tu resurrección
y se alegra con claridad de Pascua.
Se levanta la tierra como un joven discípulo
en tu búsqueda, sabiendo que el sepulcro está vacío2.

1 Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, Roma 2001, n. 146. 2 Himno de Laudes del tiempo pascual, Liturgia de las Horas, II, p. 460.

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