D. JUAN DEL RÍO. ¿ES POSIBLE COMUNICAR CON NUESTROS DIFUNTOS?

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

Apuntes para la vida

Comentario Semanal de Mons. Juan del Río

COPE Jerez

30 de octubre de 2005

 

 

En la sociedad secular y descreída todo termina con la muerte. Sin embargo son muchos

los que, sin creer en el más allá, ni en la vida eterna, desean ponerse en contacto con sus seres queridos por medios supersticiosos que nada tienen que ver con la fe cristiana. Un fiel reflejo de ese anhelo lo tenemos en infinidad de novelas, películas y otros géneros de comunicación que recrean un mundo fantasmal que sirve de evasión a muchas personas doloridas por la pérdida de un ser querido, pero que cuando despiertan de ese “sueño imaginario”, se sienten defraudadas y crece en ellas el abismo insalvable entre el mundo de los vivos y de los muertos.

 

En cambio, desde la visión cristiana la muerte no es final de la vida. Tenemos el medio, el

ambiente y el lugar para una real comunicación de amor con los difuntos. Así, aunque es evidente que existe un terrible velo entre el mundo visible y el invisible, se nos ha dado un medio, que es la fe en Jesucristo muerto y resucitado, Señor de vivos y muertos, ya que “el que crea en Él, aunque haya muerto, vivirá y todo el que esté vivo y crea en Él jamás morirá” (Jn 11,26). Además en Cristo se cumple que el amor es más fuerte que la muerte (cf. Cant 8,6) y la comunión con Él nos hace partícipes de la comunión de los santos y por lo tanto contamos siempre con la intercesión de quienes nos precedieron y han alcanzado la vida eterna. De ahí estas palabras del Cardenal Martini: “Es posible comunicar con nuestros difuntos. Ellos nos conocen y, aunque ahora están en el cielo junto a Dios, conocen el mundo que han dejado, conocen ante todo su relación con Dios y con sus planes eternos que ya puede contemplar. A partir de Dios, conocen nuestros problemas y hablan de ellos entre sí y con Dios. Es verdad que han dejado el mundo para habitar donde están los cuerpos gloriosos… pero intervienen todavía en el mundo y están presentes en él con su oración, con la fuerza de su amor, con las inspiraciones que nos ofrecen, con los ejemplos que nos recuerdan, con los efectos de su intercesión”. Es verdad de fe que esta comunicación de bienes espirituales existe entre los fieles que constituyen la Iglesia triunfante, purgante y militante.

 

El ambiente para comunicarnos con nuestros seres queridos es la oración. El cristiano,

mediante la plegaria a Dios por medio de su Hijo Jesucristo y movido por el Espíritu, entra en la esfera del Dios Viviente, donde nuestros padres, parientes o amigos queridos hablan a Dios de nosotros y le presentan nuestras intenciones y nuestras dificultades, pero también nosotros, los que caminamos en este “valle de lágrimas”, debemos rezar por ellos, porque “santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados” (Mac 12,46; cf. LG, nn. 49-50). La oración cristiana nos hace tremendamente humanos, nos libra de las angustias de la pérdida física de los seres queridos y nos hace recuperarlos por la presencia del amor divino en nuestros corazones. Es más, sólo mediante la piadosa oración perdura en el tiempo la memoria de los difuntos entre nosotros.

 

Existe un lugar privilegiado de presencia de los fallecidos, ése es el altar de la Eucaristía, donde la fuerza del Resucitado nos congrega a vivos y muertos. Allí el cielo y la tierra se juntan para adorar el Dios de la Vida y del Amor. Y están presentes, en particular, aquellos que más nos aman, que nos son más queridos y que con nosotros adoran a Jesús, que ha aniquilado la muerte eterna. De ahí que un Padre de la Antigüedad dijera: “Ofrecemos a Cristo inmolado por nuestros pecados deseando hacer propicia la clemencia divina a favor de los vivos y los difuntos” (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógicas, 5,9). Por eso la mejor comunicación que podemos con aquellos que ya no están aquí con nosotros es la celebración de la Santa Misa, que como diríaSan Isidoro de Sevilla “es una costumbre enseñada por los Apóstoles y que la Iglesia Católica observa en todas partes” (Sobre los oficios eclesiásticos, 1).

 

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