D. FELIPE FERNÁNDEZ. HOMILÍA FUNERAL JUAN PABLO II

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         Estamos congregados aquí esta tarde para orar por el Papa Juan Pablo II a quien, como un día a Jesús, le llegó «la hora de pasar de este mundo al Padre»(Jn 13,1).

         Con la humildad y sobriedad con que nos invita la Iglesia a hacerlo, estamos aquí congregados para orar por encima de cualquier otra sensibilidad, para que el Señor acoja en su seno a su siervo Juan Pablo II. Recojamos, pues, desde esta perspectiva, la afirmación de la Escritura que nos dice que «es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos». Con esta idea piadosa y santa, nuestra Iglesia Diocesana, en comunión con todas las Iglesia Diocesanas del mundo, oramos hoy por el Pastor visible de la Iglesia universal, que ha partido ya de este mundo, Juan Pablo II. Lo hacemos aquí en este Santuario de Nuestra Señora de Candelaria, Patrona de Canarias, por dos razones: en primer lugar, por las obras que se están llevando a cabo tanto en el histórico templo catedralicio de San Cristóbal de La Laguna, como en la Parroquia de Ntra. Señora de la Concepción que ahora hace las veces de templo catedralicio, y en segundo lugar, porque encaja muy bien la celebración del esta Eucaristía diocesana por el eterno descanso de Juan Pablo II en este Santuario de la Virgen, de quien él era tan devoto y que hubiera visitado, ciertamente, de haber podido venir un día a Canarias.

Elevamos nuestra oración, no sólo desde la humildad y la sobriedad sino también desde la fe y la esperanza. Atentos a la Palabra del Señor que nos dice: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él».

Está aquí, hermanos todos, el núcleo fundamental y más gozoso de nuestra fe. Si creemos, nos dice la Palabra de Dios, que Jesús ha muerto y resucitado -y es lo que acabamos de celebrar en la pasada Pascua: la pasión, muerte y resurrección del Señor- es congruente esperar que a los que han muerto en Jesús, Dios los lleve con Él, es decir, que también a ellos los haga participes de su vida divina en su plena resurrección.

A lo que humanamente podemos pensar, Juan Pablo II murió en Jesús. Es más, a mí personalmente, lo que más me ha impresionado de su muerte ha sido, precisamente, esa paz y serenidad con que supo afrontar este tramo último de su vida. Ver morir a un hombre, como en definitiva era Juan Pablo II, con esa paz y serenidad con que murió, pudiendo decir nada menos que estas palabras: «Soy feliz. Sed también vosotros felices», no es sino, supuesta la gracia de Dios, un fruto de su fe y de la fe de la Iglesia, que, afortunadamente, pudo acompañarlo en silencio con su oración desde todos los rincones del mundo. En ese modo de morir, Juan Pablo II nos ha dejado, quizá, el mejor documento de su rico magisterio.

No son pocos los elogios que la figura de Juan Pablo II ha recibido y está recibiendo por parte de distintas personalidades de todo el mundo de los más variados colores políticos, e incluso, de todos los credos religiosos, y no ha sido poco ingente su obra. Nada tiene, pues, de extraño que casi espontáneamente haya sido llamado Juan Pablo II «el Grande», como lo llamó el que fuera con él Secretario de Estado, el Emmo. Sr. Cardenal Sodano. En todo caso, me parece que esta manera de morir ha sido el culmen de su misión y de su magisterio en todos los sentidos. Por eso, repito que, a lo que humanamente podemos pensar, Juan Pablo II murió en Jesús y que Dios Padre lo ha llevado ya con Él para siempre. Y como se dice en el mismo fragmento de la Carta a los Tesalonicenses, proclamado hoy, Juan Pablo II estará ya siempre con el Señor. Y cuantos somos cristianos y, como pedía San Juan de Ávila, sabemos «a qué sabe Dios», sabemos también que es la mayor felicidad posible: Estar ya siempre con el Señor…

En el Evangelio, proclamado hoy, hemos escuchado dos fragmentos de San Lucas. En el primero, nos presenta a Jesús encomendando al Padre su espíritu, instantes antes de morir. Es cuanto hemos visto, casi literalmente reproducido por Juan Pablo II, entregando su vida a Dios con la misma serenidad con que aquí, después de otros momentos de oscuridad, lo hace Jesús.

En el segundo fragmento del Evangelio de San Lucas, leído hoy, se nos presenta ya a las mujeres camino del sepulcro llevando los aromas que habían preparado y escuchando un anuncio asombroso que les dirigen dos hombres con vestidos refulgentes: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».

Estamos de nuevo aquí, en el corazón del misterio pascual que acabamos de celebrar los cristianos detenidamente la pasada Semana Santa: La pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Y se nos invita a buscar a Jesucristo, no entre los muertos, sino entre los vivos.

Dejando a un lado otras consideraciones, bien podríamos decir que también nosotros hemos de buscar ya a Juan Pablo II, no entre los muertos, sino entre los vivos, y abrirnos, desde esta perspectiva, a su mensaje y sus enseñanzas. En definitiva, a su testimonio. «Pues, si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, escuchábamos en la segunda lectura, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». Y a lo que humanamente podemos pensar, Dios habrá llevado ya con Él a su siervo Juan Pablo II, que quiso morir, ciertamente, en Jesús. En todo caso, por esa finalidad rezamos en esta Eucaristía, como lo hemos hecho ya en la oración colecta pidiendo que «pueda gozar eternamente en el cielo de la gracia y del perdón que él administró fielmente en la tierra»´,y como vamos a hacer en la oración sobre las ofrendas pidiendo que el Papa, Juan Pablo II, reciba de la bondad de Dios «el premio eterno», o , como pediremos en la oración después de la comunión que el Siervo de Dios, Juan Pablo II, «fundamento visible de la unidad de la Iglesia en la tierra, se una también a la felicidad eterna de la Iglesia gloriosa en el cielo».

Que Dios Padre quiera acogerlo en sus brazos poderosos y amorosos y que la Virgen María, a quien él tuvo siempre tan presente y a quien invocó con tanto cariño, lo reciba en su regazo maternal. Así sea.

 

 

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