La autoridad tiene estos riesgos. Si el poderoso abusa de ella y acosa y constriñe y persigue, casi no hay más opción que meterse en el refugio y aguardar que pase el tornado. Lo cual más que prudencia, puede ser irresponsabilidad y apocamiento. Presentar legítima y no violenta batalla es deber de conciencia para defender las convicciones y los derechos maltratados.
Siempre ha de quedar abierto el camino de la libertad, que es aquel en el que cada uno puede vivir con arreglo a su conciencia y a su fe y poder expresarla abiertamente sin que por ello sea molestado. Pero, al mismo tiempo, quien acepta tal libertad, como valor a compartir, se siente en la obligación de ayudar al otro, por muy diferente que sea, a que pueda vivir conforme a su creencia y comportamiento religioso. Los únicos que no tienen derecho a la libertad son quienes se empeñan en ultrajarla no dejando vivir a los demás. San Pablo, en la carta a los Filipenses, ofrece unas palabras que pueden asumirse como regla de oro para la convivencia y el diálogo: nada de rivalidad, ni vanagloria. Cada uno que considere al otro como superior a sí mismo. Y buscando siempre, no el bien propio sino el de los demás.
Con este principio por delante, no harían falta esas nuevas catacumbas construidas por el miedo, la cobardía, los acosos de la aconfesionalidad mal entendida, el hacer de las creencias una cosa privada. Lo mejor que nos podía ocurrir es que desapareciera esa nueva promoción de catacumbas, ofrecidas como refugio para el libre ejercicio de la libertad religiosa, y que se pueda vivir en el campo abierto del reconocimiento de la dignidad y de los derechos de cada persona, en el que los hombres y las mujeres hicieran uso de esa libertad para el bien y lo justo, que para eso se nos diera el hermoso regalo de la libertad.
Todas estas reflexiones que venimos haciendo, no se refieren a una situación determinada, a unos poderes públicos ejercientes, a unas normas impuestas desde grupos sociales de presión… Se trata, ante todo, de la catacumba, de la indiferencia y el relativismo. Un oscuro refugio en el que uno se pone y defiende ante la responsabilidad de un comportamiento leal y coherente. Puede ser que el acoso a lo religioso haya provocado esta actitud. Si una persona es consecuente con su fe, sobre todo cristiana, se puede ver sometida a un constante bombardeo de descréditos intelectuales y hasta cívicos, como si fuera un individuo de poco nivel y peligroso, pues el prejuicio lo considera, sin más comprobación, como intransigente y hasta cavernícola y trasnochado. Y, todo ello, enaborlando la bandera de la libertad. Que, como es evidente, más aparece en ella el prejuicio y la exclusión que el verdadero respeto al derecho de cada uno.
Carlos, Cardenal Amigo Vallejo
Arzobispo de Sevilla
PUBLICADO EN RS21 (ENERO 2006)