D. CARLOS AMIGO. JORNADA VIDA CONSAGRADA

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EXPERIENCIA DE DIOS Y VIDA EN CRISTO

 

 

      Carta pastoral del Cardenal Amigo Vallejo Arzobispo de Sevilla con motivo del día de la vida consagrada

 

 

                En palabras del santo padre Benedicto XVI, el Concilio Vaticano II es como la brújula que debe ir señalando el itinerario en el que buscamos sinceramente el rostro Dios y deseamos servir a nuestros hermanos, siempre guiados por la mano providente de la Iglesia. Queremos, en definitiva, contemplar y vivir esa increíble y gozosa experiencia del misterio de la Encarnación, pues nuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3).

 

                El Concilio ofreció a la vida consagrada un inapreciable documento sobre la «adecuada renovación de la vida religiosa», es el decreto Perfectae caritatis. De ello hace cuarenta años, pero, como dice también Benedicto XVI, «Con el pasar de los años, los documentos conciliares no han perdido su actualidad; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada» (Mensaje 20-4-05).

 

                En el año 1994 se celebraba la asamblea general del Sínodo de los Obispos sobre la vida consagrada y, posteriormente, en marzo 1996, Juan Pablo II nos dejaba el regalo de la exhortación Vita consecrata. Entre esos documentos fundamentales se ha movido la vida consagrada en estos años, contando también con la ayuda de no pocas e importantes orientaciones que llegaban de las más altas instituciones de la Iglesia.

 

                El documento Perfectae caritatis había señalado cinco principios generales a tener en cuenta: el seguimiento de Cristo, la fidelidad al carisma fundacional, la participación en la vida de la Iglesia, la atención a los signos de los tiempos y la renovación espiritual (PC 2). En tres amplios y significativos capítulos, la exhortación Vita consecrata irá mostrando la presencia y razón de ser, el testimonio de comunión con la Iglesia y la misión de la vida consagrada como manifestación del amor de Dios.

 

                A los cuarenta años del decreto conciliar Perfectae caritatis, y a los diez de la exhortación Vita consecrata, será muy oportuno que reflexionemos, no sólo acerca de la actualidad de esos principios de renovación, sino para reafirmarse en la fidelidad a lo que debe ser, vivir y hacer la vida consagrada en nuestra Iglesia.  Queremos hacer esta reflexión inspirados en el magisterio de Benedicto XVI. Así, uniremos lo que hemos recibido con lo que hoy y ahora quiere la Iglesia de la vida consagrada. Durante este período, entre el Concilio Vaticano II y Benedicto XVI, no ha sido poco el esfuerzo de la Iglesia, y de la misma vida consagrada, para llevar adelante la adecuada renovación que propiciaba el concilio, pero también, muchos institutos han tenido y tienen que superar cada día los efectos de unos innegables momentos críticos de cambios, adaptaciones, abandonos y estar a la espera de nuevas vocaciones que no acaban de llegar.

 

                Como apoyo y aliento para este itinerario de reflexión, tendremos a nuestro lado una carta de Benedicto XVI sobre la vida consagrada, en la que el Papa dice que «las personas consagradas ofrecen a los fieles oasis de contemplación y escuelas de oración, de educación en la fe y de acompañamiento espiritual. Pero, sobre todo, continúan la gran obra de evangelización y de testimonio en todos los continentes, hasta la vanguardia de la fe, con generosidad y, a menudo, con el sacrificio de la vida hasta el martirio. Muchos de ellos se dedican totalmente a la catequesis, a la educación, a la enseñanza, a la promoción de la cultura y al ministerio de la comunicación. Están junto a los jóvenes y sus familias, a los pobres, a los ancianos, a los enfermos y a las personas solas. No existe ámbito humano y eclesial donde no estén presentes de modo a menudo silencioso, pero siempre activo y creativo, casi como una continuación de la presencia de Jesús, que  pasó  haciendo  el bien a todos (cf. Hch 10, 38). La Iglesia da gracias por el testimonio de fidelidad y de santidad dado por tantos miembros de los institutos de vida consagrada, por la oración incesante de alabanza y de intercesión que se eleva de sus comunidades, y por su vida gastada al servicio del pueblo de Dios» (27-9-05).

 

 

1. Cristo: identificación y seguimiento

 

                Regla suprema y principio fundamental es el del seguimiento de Cristo tal y como lo propone el evangelio (PC 2). Lo repetía San Benito (Regla 4) y de ello se ha hecho eco Benedicto XVI en varios documentos de su magisterio: «no anteponer nada al amor de Cristo». Él es la fuente inagotable de nuestra vida, el secreto de la santidad.

 

                Pero ese encuentro y seguimiento de Cristo es imposible sin una profunda experiencia de fe, que reconoce y vive a Cristo como hijo Dios y con el que uno desea sentirse plenamente identificado en ideas, sentimientos y conducta y, sobre todo, gustando la presencia del Espíritu Santo que habita en cada persona. En el seguimiento e imitación de Cristo, siempre han de quedar profundamente asumidos y bien reflejados los mismos sentimientos de Cristo, que no son otros que los de la humildad y donación, del desprendimiento y de la generosidad (Audiencias 1-6-05).

 

                  En Cristo se ha revelado el mismo rostro de Dios y, por tanto, también se ha manifestado la identidad y la grandeza del hombre. Cristo lo es todo para nosotros, como decía san Ambrosio (La virginidad, 49). Vida y ejemplo, aspiración y compañía, gracia y maestro. Por tanto, «caminar desde Cristo significa reencontrar el primer amor, el destello inspirador con que se comenzó el seguimiento. Suya es la primacía del amor. El seguimiento es sólo la respuesta de amor al amor de Dios. Si nosotros amamos es porque Él nos ha amado primero (1Jn 4, 10.19). Eso significa reconocer su amor personal con aquel íntimo conocimiento que hacía decir al apóstol Pablo: «Cristo me ha amado y ha dado su vida por mí» (Ga 2, 20)». La vida consagrada es, en definitiva, una vida «afianzada por Cristo, tocada por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia» (Caminar desde Cristo 22).

 

                Cuando Benedicto XVI tiene que hablar de Cristo, advierte que Jesús no quita nada de lo que hay de grande y hermoso en cada uno, sino que ofrece el verdadero significado de la vida y de la felicidad del mismo hombre. Habrá, eso sí, que dejarse sorprender por Cristo y darle el derecho de poder hablarnos, abriendo las puertas de la libertad a su amor misericordioso, para gustar la alegría de una presencia llena de vida (Colonia, Embarcadero 2). Tener los sentimientos de Cristo es abrir el corazón, llevar a la vida una firmeza perseverante en la confianza y la obediencia a Dios (Audiencia 1-6-05).

 

                Quien contempla, quien tiene la experiencia de Dios en Cristo, se siente fuertemente interpelado a llevarla a la propia vida, y tratar de entusiasmar a otros con ese gozo de una existencia plenamente identificada con el Señor. Es esa experiencia personal que hace comprender la propia vocación consagrada, sintiéndose arrebatado por el amor del Verbo Dios hecho hombre.

 

                En esa experiencia de Cristo, aparece siempre lo más amado del Señor: la Iglesia. Y con la Iglesia todos aquellos que sufren más de cerca la cruz del sufrimiento y la marginación en tantas formas distintas. El corazón de Cristo es ese espacio santo en el que nos encontramos todos y sentimos la fuerza del amor que el amor de Dios ha puesto en el corazón de todos y cada uno de los hombres y mujeres de este mundo.

 

                Estos últimos pensamientos son de especial importancia para la espiritualidad y el ministerio de la vida consagrada contemplativa y claustral. En la identificación con el amor a Cristo se rompen todas las fronteras del espacio, y se realiza un encuentro universal, íntimo y misionero con el amor misericordioso de Cristo, que se entrega para la salvación de todos.

 

2. Siguiendo el camino los fundadores

 

                Con la propia identidad e incondicionalmente fieles al propósito de los fundadores y a las sanas y legítimas tradiciones, los institutos de vida consagrada serán un bien para toda la Iglesia (PC 2). Ha sido por gracia del Espíritu que los fundadores y las fundadoras recibieron un carisma personal, que ellos vivieron con fidelidad y dejaron como herencia preciosa para que se desarrollara en la misma vida del instituto. Solamente desde ese origen espiritual se puede comprender la identidad y la misión de la vida consagrada. Es el Espíritu el que guía, orienta y se hace criterio de discernimiento en ese itinerario de fidelidad al carisma fundacional, del cual depende la misma razón de existencia de una institución de vida consagrada.

 

                En lo íntimo de la vocación religiosa, siempre hay un gran deseo de encontrarse con lo más genuino del carisma fundacional, casi visualizado, aunque sea de una forma memorial, en la vida y acciones de los fundadores, los cuales se convierten en el modelo a seguir y son referente continuo de la propia vida consagrada. La razón no puede ser más legítima, pues los fundadores acercan a Jesucristo. Ellos fueron ejemplo de un fiel seguimiento al Señor, el único que tiene la fuerza del amor necesario para hacer de toda la vida un constante deseo de identificación con Él y de seguir sus palabras.

 

                En esa referencia a los fundadores hay siempre un componente de fascinación, de sentirse atraído por la vida y obra de esa persona que vive en el espíritu del instituto. La fidelidad al carisma fundacional será lo que garantice, no sólo la llegada de nuevas vocaciones entusiasmadas por la vida y el ejemplo de quienes lo siguen, sino la misma pervivencia del instituto. El testimonio de una vida entregada al Señor, alegre, desprendida, servicial y llena de confianza en Dios, ha de ser el mejor ofrecimiento a quien pida razón de una existencia plenamente consagrada

 

 

3. En la vida de la Iglesia

 

                No sólo ha sentirse la vida consagrada como en la propia casa, sino que debe ayudar a construir y enriquecer cada día, con su participación activa, la misma vida de la Iglesia y, según el carácter propio de cada instituto, hacer propias las mismas acciones eclesiales (PC 2).

 

                La Iglesia está viva porque Cristo está vivo, ha dicho Benedicto XVI (Homilía 24-4-05). Es el mismo Espíritu quien anima a esta comunidad que es el nuevo pueblo de Dios. No es, por tanto, una simple realidad humana, aunque sean mediaciones humanas de las que se sirve el Espíritu para actuar en la historia (Regina coeli 15-5-05). Y que se pueda reconocer a la Iglesia como «lugar de la misericordia y de la ternura de Dios para con los hombres» (Colonia. Embarcadero). Ninguno puede sentirse extranjero, pues Cristo ha querido formar un solo pueblo, esa gran familia que es la Iglesia. Es la característica esencial de la catolicidad, de esa universalidad tan diversa, pero que hace de todos los pueblos una admirable unidad formada por esa comunidad universal que escucha y sigue a Cristo.

 

                Decía Benedicto XVI, que mucha gente tiene la impresión de que puede vivir sin la Iglesia, a la cual presentan como algo del pasado (Aosta 25-7-05). Sin embargo, Juan Pablo II nos ha dejado «una Iglesia más valiente, más libre, más joven… Que mira con serenidad al pasado y no tiene miedo del futuro» (Mensaje 20-4-05). Bien lo comprenden los jóvenes que «no buscan una Iglesia juvenil, sino joven de espíritu; un Iglesia en la que se transparenta Cristo, Hombre nuevo» (Colonia. A los obispos, 21-8-05). Es decir, que «la Iglesia no está cerrada en sí misma, que no vive para sí misma, sino que es un punto luminoso para los hombres» (A los peregrinos alemanes 25-4-05), porque «la Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo» (Homilía 15-5-05).

 

 

4. Hombres y mujeres de nuestro tiempo

 

                Ha de ser necesario, decía el concilio, que los miembros de los institutos de vida consagrada conozcan la situación en la que viven los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, así como las necesidades de la Iglesia, a fin de que se pueda prestar a todos una ayuda más eficaz (PC 2). Se trata, en definitiva, de ser consecuentes con los signos de los tiempos.

 

                Benedicto XVI hablaba, en su primera homilía como Papa, de la atención de la Iglesia a los que vagan hoy por el «desierto». «Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción» (Homilía 24-4-05).

 

                Son muchas las incertidumbres, temores, e interrogantes de cara al futuro. Sobre todo, esa amenaza de destrucción de la misma persona humana, despojándola de valores humanos y de creencias religiosas, privándole de su mismo derecho a poder vivir y de hacerlo en paz. Ante esta situación, «signos de los tiempos», hay que tomar el evangelio, su luz y sus criterios, y salir a los caminos de este mundo para encontrar en todo la huella del amor de Dios.

 

                El Señor es fiel más allá de las circunstancias del tiempo, del lugar, de la historia que vivimos los hombres. Si al desierto acudió con el maná, a nosotros llegará con su misericordia, con su justicia, con su paz, con la fuerza y la gracia del Espíritu. Dios está más allá de cualquier vicisitud humana y permanecerá siempre fiel a sí mismo. Y Él es la Bondad.

 

                Por tanto, dice el papa, en estos momentos los miembros de la vida consagrada tienen que mostrar no sólo «una atención constante a los problemas locales, sino también una valiente fidelidad al carisma peculiar. En efecto, la vida consagrada, desde sus orígenes, se ha caracterizado por su sed de Dios: quaerere Deum. Por tanto, vuestro anhelo primero y supremo debe ser testimoniar que es necesario escuchar y amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, antes que a cualquier otra persona o cosa. Este primado de Dios es de suma importancia precisamente en nuestro tiempo, en el que hay una gran ausencia de Dios. No tengáis miedo de presentaros, incluso de forma visible, como personas consagradas, y tratad de manifestar siempre vuestra pertenencia a Cristo, el tesoro escondido por el que lo habéis dejado todo» (A la vida consagrada 10-12-05).

 

                También ha recordado el papa una tentación que se presenta ante la ausencia de nuevas vocaciones, y de las muchas dificultades para manifestar la propia misión: se piensa que las gentes ya no tienen necesidad de nosotros, que parece inútil todo lo que hacemos (Aosta 25-7-05). Pero la respuesta no puede ser más clara y más contundente, como dijo en sus primeros mensajes: «hay que adentrarse en el mal de la historia y echar las redes, llevando el evangelio y aplicándolo al mundo actual».

 

 

5. Renovación espiritual

 

                Siempre, y en primer lugar, la renovación espiritual, como lo más propio de aquellos que dedican su vida al seguimiento de Cristo y se unen a Dios por la profesión de los consejos evangélicos (PC 2). Una renovación espiritual que no puede tener como principio sino la misma fidelidad a la palabra que el Señor ha revelado. Ésta es la primera y la más imprescindible fuente para saciar cualquier sed espiritual. Pero habrá que beber con gran deseo de alimentar una vida en fidelidad al Espíritu y a los compromisos contraídos, y poder realizar la misión a la que se nos llama como personas consagradas. Si falta esta agua, aparece el señuelo de las falsas seguridades, del seguimiento de extrañas teorías sin fundamento, de dejarse arrastrar más por lo novedoso que por la firmeza de la palabra eterna de Dios.

 

                Si las comunidades cristianas deben ser auténticas escuelas de oración, cuanto más aquellas que hacen de su vida una dedicación al misterio de Dios manifestado en Jesucristo. «Esta fidelidad, como sabéis, es posible a quienes se mantienen firmes en las

 

fidelidades diarias, pequeñas pero insustituibles:  ante todo, fidelidad a la oración y a la escucha de la palabra de Dios; fidelidad al servicio de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo, de acuerdo con el propio carisma; fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, comenzando por la enseñanza acerca de la vida consagrada; y fidelidad a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía, que nos sostienen en las situaciones difíciles de la vida, día tras día» (A la vida consagrada 10-12-05).

 

                Espacio por demás adecuado para esta imprescindible renovación espiritual es el de la vida fraterna. Decía Benedicto XVI, en el mismo discurso: «Parte constitutiva de vuestra misión es, además, la vida comunitaria. Al esforzaros por formar comunidades fraternas, mostráis que gracias al Evangelio pueden cambiar también las relaciones humanas, que el amor no es una utopía, sino más bien el secreto para construir un mundo más fraterno». Esa fe evangélica redime de la soledad, conduce al encuentro con la vida comunitaria. Pero, cada uno de los consagrados debe ser, también, portador de vida fraterna en la que se haga sentir la disponibilidad al amor y la entrega recíproca.

 

 

6. Icono de la Santísima Trinidad

 

                Junto a los principios fundamentales de renovación propuestos en el decreto conciliar Perfectae caritatis, debemos acercarnos a esos tres capítulos del documento Vita consecrata, que son la mejor síntesis sobre la vida y misión de la vida consagrada en la Iglesia y en el mundo: icono de la Santísima Trinidad, signo de fraternidad y servicio a la caridad.

 

                El misterio trinitario es, en expresión de Benedicto XVI, la manifestación del amor eterno e infinito de Dios. «Toda la revelación se resume en estas palabras: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16); y el amor es siempre un misterio, una realidad que supera la razón, sin contradecirla, sino más bien exaltando sus potencialidades. Jesús nos ha revelado el misterio de Dios: él, el Hijo, nos ha dado a conocer al Padre que está en los cielos, y nos ha donado el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. La teología cristiana sintetiza la verdad sobre Dios con esta expresión: una única sustancia en tres personas. Dios no es soledad, sino comunión perfecta. Por eso la persona humana, imagen de Dios, se realiza en el amor, que es don sincero de sí» (Angelus 22-5-05).

 

                La vocación a la vida consagrada es una iniciativa del Padre, que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva. En la práctica de los consejos evangélicos hay una forma peculiar de participar en la misión del Hijo y en la obra del Espíritu Santo. El Espíritu suscita el deseo de una respuesta total. Guía el crecimiento de tal deseo y lo sostiene hasta su fiel realización. A los llamados los configura con Cristo y los mueve a acoger como propia le misión de su Señor, prolongando una especial presencia del Señor. «Los consejos evangélicos son, pues,

 

ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza» (VC 17, 18, 19, 20).

 

                El Espíritu Santo no separa la vida consagrada de las necesidades de la Iglesia y del mundo. Aunque el «primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la perfección» (VC 20).

 

               

7. Signo de comunión en la Iglesia

 

                Benedicto XVI ha exhortado a la vida consagrada a vivir y cultivar una sincera comunión «no sólo dentro de cada una de las fraternidades, sino también con toda la Iglesia, porque los carismas deben custodiarse, profundizarse y desarrollarse constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne» (A la vida consagrada 10-12-05). Las personas consagradas tienen que ser «verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios» (VC 46).

 

                Si la Iglesia es esencialmente misterio de comunión,  la vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza del misterio trinitario, pues se configura como «espacio humano habitado por la Trinidad«, en una constante vivencia del amor fraterno, poniendo de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad» (VC 41). Pues la vida de comunidad es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado (VC 42).

 

                Aunque la disminución de vocaciones provoca serias dificultades, en forma alguna se puede perder la confianza en «la fuerza evangélica de la vida consagrada», que continuará alimentando la respuesta de amor a Dios y a los hermanos. Una cosa es la situación histórica de un determinado Instituto o de una forma de vida consagrada, y otra la misión eclesial de la vida consagrada como tal. La primera puede cambiar, la segunda no puede faltar. «Las nuevas situaciones de penuria han de ser afrontadas por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada uno se le pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución numérica, sino en la pérdida de

 

la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión». Los dolorosos momentos de crisis representan un apremio a las personas consagradas para que proclamen con fortaleza la fe en la muerte y resurrección de Cristo, haciéndose así signo visible del paso de la muerte a la vida (VC 63).

 

                A este respecto, no pueden ser más actuales y oportunas las palabras de Benedicto XVI: «una auténtica renovación de la vida religiosa sólo puede darse tratando de llevar una existencia plenamente evangélica, sin anteponer nada al único Amor, sino encontrando en Cristo y en su palabra la esencia más profunda de todo carisma del fundador o de la fundadora. (…) Sin ceder jamás a la tentación de encerrarse en sí mismos, sin conformarse jamás con lo conseguido y sin abandonarse al pesimismo y al cansancio» (A la Asamblea plenaria de la Congregación de los Institutos de vida consagrada, 27-9-05). 

 

 

8. Epifanía del amor de Dios en el mundo

 

                En una meditación a la asamblea del Sínodo de los Obispos, Benedicto XVI hablaba de unos mandamientos paulinos, entre los que estaban los de ayudarse mutuamente y gustar la unidad en el mismo Espíritu. Es la comunión en la Iglesia, algo esencial e imprescindible para llevar a cabo la propia misión y evangelizar con la Iglesia. «La persona consagrada está en misión en virtud de su misma consagración, manifestada según el proyecto del propio Instituto (VC 72).

 

                No se puede realizar, tan admirable y necesario cometido, sin una profunda experiencia de Dios y teniendo en cuenta los desafíos de nuestro tiempo. Pero «la vida consagrada no se limitará a leer los signos de los tiempos, sino que contribuirá también a elaborar y llevar a cabo nuevos proyectos de evangelización para las situaciones actuales. Todo esto con la certeza, basada en la fe, de que el Espíritu sabe dar las respuestas más apropiadas incluso a las más espinosas cuestiones. Será bueno a este respecto recordar algo que han enseñado siempre los grandes protagonistas del apostolado: hay que confiar en Dios como si todo dependiese de Él y, al mismo tiempo, empeñarse con toda generosidad como si todo dependiera de nosotros» (VC 73).

 

                La vida consagrada vive y manifiesta preferentemente el amor de Dios que se ha dado en el anuncio apasionado de Jesucristo y el servicio a los pobres, testimoniando, ante todo, la primacía de Dios y de los bienes futuros (VC 85).

 

                                                                                               * * * * *

 

 

                «Queridos hermanos y hermanas, – nos dice Benedicto XVI –

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