D. CARLOS AMIGO. HOMILÍA MISA CRISMAL

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Cardenal Arzobispo de Sevilla, D. Carlos Amigo Vallejo

 

Sevilla, martes santo 2006

 

  En la sinagoga de Nazaret, entregaron a Jesús el libro del profeta Isaías para que lo leyera. Y todos los ojos estaban fijos en él (Lc 4, 16-21). En la Iglesia, es al sacerdote, al diá­cono, a quienes se les pone en las manos, en los labios, en el corazón y en la vida, la pala­bra de Dios, para que, a tiempo y destiempo, con ocasión y sin ella, anuncien la buena noti­cia del Señor (2 Tim 4, 3).

 

 Antes de leerla y proclamarla, el sacerdote, el diácono, tendrán que seguir el ejemplo del profeta (Ez 3, 1-3) y “comerse” la palabra de Dios. Solamente con estas ansias, con este entusiasmo, con este convencimiento se puede anunciar. El pan con el que nos alimentamos es aquel que ofrecemos. 

 

 Nuestro plan pastoral diocesano se propone, de una manera particular, y para este año, fijar su atención en el sacerdote como presidente, animador y acompañante de la comunidad parroquial. Quien preside ha de hacerlo con solicitud (Rom 12, 8). El que anima y exhorta tendrá que realizar su trabajo con paciencia y doctrina (2 Tim 4, 2), y el que acompaña y hace oficio de pastor, que no se canse y perse­vere en el trabajo hasta lograr que “lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios (Ef 4, 13).

 

 

1. Lo bueno es estar junto a Dios (Sal 73, 28)

 

 El sacerdote preside la celebración de los misterios del Señor. Y sirve en el amor de Cristo a sus hermanos, para que todos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tim 2, 4). Por tanto, si el que pre­side en la Iglesia ha de ser el servidor de la verdad, ¿qué duda puede caber que acercar los hombres a Jesucristo es la primera y más importante de nuestras ocupaciones? A veces, nos empeñamos en buscar lo que ya tenemos y hemos encontrado. Para nosotros, fuera de Jesucristo no hay otro camino, ni otra meta a conseguir, ni otro trabajo mejor que realizar. La identidad y razón de la existencia sacerdotal no puede tener otra explicación que esta unión con Cristo. Solamente en la luz de Jesucristo se puede ver todo lo demás. Si falta esa luz, caminaremos entre el desconcierto, la incerti­dumbre, la incomodidad de la duda, la tristeza y desesperanza que produce la oscuridad.

 

 Hermosas son estas palabras de San Ber-nardo: “¿Qué mucho les sea común a todos los cristianos el ayuno de Cristo? ¿Qué mucho que sigan a su cabeza los miembros? Si hemos recibido de esta cabeza los bienes, por qué no sufriremos también los males? ¿Queremos acaso no sentir lo triste y participar sólo de lo gustoso? Si así fuera, daríamos pruebas de que éramos indignos de participar cosa alguna de esta cabeza. Todo cuanto ella padece, por nosotros lo padece. Si en la obra de nuestra salvación nos da pena trabajar con Él, ¿en qué otra cosa podremos mostrarnos coadjutores suyos? No es cosa muy grande que ayune con Cristo el que se ha de sentar un día a la mesa del Padre con Él. No es cosa grande que el miembro padezca juntamente con la cabeza, con la cual ha de ser glorificado. Dichoso miembro el que vive junto en todo con esta cabeza y la sigue a donde quiera que vaya” (En el principio del ayuno).

 

 Para mí, puede decir el sacerdote con el salmista, lo bueno es estar junto Dios (Sal 73, 28). Que su palabra sea como fuego ardiente prendido en mis huesos (Jr 20,9). Y si todas las obras de Dios son buenas y cumplen su función a su tiempo, el sacerdote habrá de mantenerse en fidelidad, para que en la caridad pastoral refleje siempre la bondadosa misericordia de Dios, que cuida de su pueblo y envía el Espíritu para poder anunciar el año de gracia a los más desfavorecidos, para que nadie quede excluido de la oración del sacerdote, para que su caridad pastoral llegue a todos.

 

 Programa pastoral admirable es éste, pero no habrá que olvidarse que en el evangeliza­dor abundarán los sufrimientos de Cristo (2 Cor 1, 5), que han de soportarse ayudados por la fuerza de Dios (2 Tim 1, 8). Pero, con fre­cuencia, queridos hermanos, más que aceptar los sufrimientos que puede acarrear el vivir y predicar el evangelio, buscamos la manera de evadirnos de esa cruz, con pretextos y excusas para no implicarnos y comprometernos en una decidida y valiente entrega a Jesucristo y a su Iglesia.

 

 Benedicto XVI nos lo ha recordado: la Iglesia tiene que mostrar su cara original, sin comple­jos ni arrogancias, pues la Iglesia no es de ella, ni para ella. Es de Cristo y habla de Cristo. Una Iglesia que mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Una Iglesia que no vive tanto para adaptarse al mundo sino para evangelizar el mundo (Mensaje 20-4-05). Igual podríamos decir, aplicándoselo al sacerdote: ni acomplejado ni arrogante; es de Cristo y habla de Cristo; vive con fidelidad lo que recibido en su vocación y ministerio; mira con esperanza el futuro y confía en las promesas de quien le ha llamado a presidir en la caridad a la comunidad, ofreciendo el ejemplo de Cristo sacerdote.

 

 

2. Gozaré haciendo el bien (Jr 32, 41)

 

 El sacerdote preside y sirve a sus hermanos. Pero también ha de ser levadura y fermento que estimule y fortalezca la vida cristiana de la comunidad. Entre las obras de caridad, una que nunca puede descuidar es la de animar al gozo de sentir el amor de Dios y la alegría de la esperanza. Sobre todo en unos momen­tos proclives al desaliento y al cansancio ante el poco fruto que aparentemente produce la acción pastoral. El sacerdote tendrá que recor­dar con frecuencia las palabras del salmo: Dios ha hecho todas las cosas con sabiduría (Sal 104, 24). Y Él sabe que cada una cumple con su función a su tiempo (Eclo 39, 16). Nuestros días también son tiempo de Dios.

 

 Esa seguridad en Dios es la que lleva al sacerdote a buscar a su hermano y servirle en unos momentos en los que tanto aliento espi­ritual necesita. El corazón tiene que dar un vuelco y conmoverse las entrañas, según pala­bras del profeta Oseas (Os 11, 8), al contem­plar, tanto vacío de Dios y, al mismo tiempo, no pocas ganas de acercarse al Señor. El fuego de la caridad sacerdotal, la obligación de evangelizar, ha de llevarle al ejercicio de ese oficio tan sacerdotal de reconciliador entre Dios y el hombre

 

 ¡Tu gracia vale más que la vida! (Sal 62, 2). Y sin esa presencia de Dios, la misma existen­cia carece de sentido y horizonte. Como lo ha dicho Benedicto XVI: sólo el anuncio radical de Cristo puede responder a los grandes proble­mas de la humanidad (A los sacerdotes. Aosta 25-7-05).

 

 Si nuestro Señor es un Dios compasivo y misericordioso, oirá los gemidos de su pue­blo y enviará profetas y evangelizadores que hagan conocer la bondad y providencia del Señor. Por tanto, el sacerdote debe vivir en el convencimiento de que Dios le necesita y por eso le ha buscado y dado la gracia del minis­terio sacramental.

 

 Que las dificultades son muchas, que se busca otra luz que no es precisamente la de la palabra Dios, que la doctrina de la Iglesia pro­voca rechazo o indiferencia, ciertamente. Pero, en Cafarnaum, Cristo anuncia el gran misterio de su amor: el pan vivo bajado del cielo. Unos y otros le abandonaron. Cristo siguió predi­cando el evangelio: el que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6, 50).

 

 

3. Daré pastores a mi pueblo (Jr 3, 15)

 

 Servidor de la palabra y de la caridad, ani­mador de la esperanza y cuidador del pueblo de Dios. Es que el Señor ha querido dar a su Iglesia unos ministros, elegidos y consagrados, que realicen el oficio de pastor. Y que lo hagan con tal ejemplaridad y dedicación que todos puedan ver en ellos la viva imagen del buen Pastor Jesucristo.

 

 El sacerdote, como pastor solícito, pone su corazón y sus manos cerca de aquellos que pueden estar más heridos por la injusticia, la exclusión, la desesperanza, la falta de fe, el pecado… El pastor que cuida el rebaño de Jesucristo, no sólo se pone al frente y en pri­mera línea de un compromiso evangélico, sino que intenta meterse en las mismas heridas de aquellos a los que debe servir, para poner en ellas el bálsamo de la misericordia, para que no se infecten con el odio o la desesperación. Que nunca se pueda decir del sacerdote la queja del Señor a su pueblo: me hablaban con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Is 29, 13). Estar con Cristo, en el mejor len­guaje de nuestros místicos, consiste en meterse y refugiarse en las mismas llagas del Señor crucificado.

 

 Escuchemos a San Juan de Ávila: “Lo que tras esto habéis de sacar de la meditación de la sacra pasión, para que poco a poco vais subiendo de lo bajo a lo alto, ha de ser medici­nar las llagas de vuestras pasiones con la medi­cina de la pasión del Señor…Lo experimentaba San Agustín, y decía: “Cuando algún feo pen­samiento me combate, voyme a las llagas de Cristo. Cuando el diablo me pone asechan­zas, huyo a las entrañas de misericordia de mi Señor, y vase el demonio de mí. Si el ardor deshonesto mueve mis miembros, es apagado con acordarme de las llagas de mi Señor, el Hijo de Dios. Y en todas mis adversidades no hallé remedio tan eficaz como las llagas de Cristo; en aquellas duermo seguro, y descanso sin miedo”.

 

 Como buen pastor, el sacerdote aprenderá a llevar la pesada cruz de la enfermedad, de la pobreza, de la soledad, de la falta de espe­ranza que tienen que soportar los más débi­les, y recordar las palabras de Juan Pablo II al decir que la cruz es como “un toque del amor eterno de Dios sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre” (DM 8).

 

 Así lo bueno es estar junto Dios (Sal 73, 27), no olvidarse nunca que la bondad de Dios se refleja sobre todo en su misericordia, que es la expresión más viva de un Dios que es amor. Deus caritas est (1 Jn 4, 13). En el corazón del sacerdote se ha derramado, de la forma más generosa, la misericordia de Dios. De esa abundancia tendrá que repartir, sin medida la entrega y la dedicación, a cuantos necesiten de su ministerio. Unos, lo pedirán. A todos hay que ofrecérselo. El oficio de la misericordia no sabe de actitudes interesadas, sino del bien que se puede llevar a quienes han sido redimi­dos gracias a la sangre de Cristo.

 

 Vosotros sois mi pueblo, dice el Señor. También puede decir el sacerdote a la comuni­dad que se le ha encomendado: vosotros sois mi heredad. Tengo que cuidarlos como heren­cia que de Dios he recibido. Cristo me ha dado su tierra para que la cultive y la riegue con la Palabra de Dios. Me ha dado su gracia sal­vadora, no para que la guarde y la descuide, sino para que la ofrezca en los sacramentos, particularmente el de la reconciliación y el de la eucaristía. Dios me ha dado su mismo amor, para que hasta la vida entregue al servicio de los demás.

 

 Si Jesucristo te ha puesto al frente del pueblo redimido con su sangre, será esa misma gracia redentora la que te acompañará siempre en el ejercicio del ministerio.

 

 

4. Sacerdotes y ministros del Señor (Is 61, 8)

 

 Presidente, animador, acompañante y pas­tor… ¡Siempre sacerdote de Jesucristo! Del sacerdote puede decirse lo mismo que san Agustín afirma del mártir san Vicente: “Él sufría y era el Espíritu quien hablaba” (Sermón 276). Dura y pesada puede ser la cruz del sacerdote cuando llega a la incomprensión, el desafecto, la indiferencia e, incluso, la agresividad hacia su persona y su ministerio. Pero siempre en él ha de “hablar del Espíritu” y manifestar el amor de Cristo que le sostiene.

 

 Tiene que saber y vivir el sacerdote esa exis­tencia escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3). Y como a una persona atrapada por el amor de Dios, que es fuego ardiente, al decir del profeta, le quema las entrañas y le hace arder en deseos de evangelizar. La explicación de su vida es Cristo y el evangelio, y sin esa motiva­ción tan radical y santa no encuentra el sacer­dote justificación alguna para su identidad, su vocación y su ministerio.

 

 Este amor de Dios Padre, manifestado en Cristo y gracias al don del Espíritu, es señal espléndida que llena de luz del misterio y hace comprender lo sublime de una vida entregada al servicio de la Iglesia. Ahora bien, como dice San Juan de Capistrano, “los que han sido llamados a ministrar en la mesa del Señor deben brillar por el ejemplo de una vida loa­ble y recta, en la que no se halle mancha ni suciedad alguna de pecado. Viviendo honora­blemente como sal de la tierra, para sí mismos y para los demás, e iluminando a todos con el resplandor de su conducta como luz que son del mundo, deben tener presente la solemne advertencia del sublime maestro Cristo Jesús, dirigida no sólo a los apóstoles y discípulos, sino también a todos sus sucesores, presbíte­ros y clérigos: Vosotros sois la sal de la tie­rra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. (…)  Pues, así como la luz no se ilumina a sí misma, sino que con sus rayos llena de resplandor todo lo que está a su alrededor, así también la vida luminosa de los clérigos virtuosos y justos ilumina y serena, con el fulgor de su santidad, a todos los que la conocen. Por consiguiente, el que está puesto al cuidado de los demás debe mostrar en sí mismo cómo deben conducirse los otros en la casa de Dios” (Espejo de clérigos, I, 2).

 

 Benedicto XVI, en unos comentarios a los salmos, recuerda que algunas veces aflora la memoria de un pasado angustioso, de amar­gura, de infelicidad. Pero Dios siempre ha permanecido fiel (Catequesis 25-5-05). En la vida del sacerdote también pueden llegar estos momentos de dificultad, la esperanza “no des­fallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor” (DCE 39).

 

 

5.  El Señor ha hecho conmigo obras admirables (Lc 1, 49)

 

 Igual que en María, también el Magnificat es como el retrato del alma del sacerdote. Proclama la grandeza del Señor y con ello expresa todo el programa de su vida: “no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios” (DCE 39).

 

 Y obra admirable es la que Jesucristo ha rea­lizado en el sacerdote al confiarle la Eucaristía. “En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mis­mos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía” (Benedicto XVI. Homilía 29-5-05).

 

 Jesús ha perpetuado el acto de su entrega mediante la institución de la Eucaristía. Y ahora, “quien ha bebido en el manantial del amor de Dios ha de convertirse a sí mismo en un manantial”. Pues “no recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega” (DCE 13, 42). “El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anti­cipación de la Iglesia de todos los tiempos” (Benedicto XVI, Homilía 26-5-05).

 

 Ha sido Cristo, una vez más, el que nos ha convocado y reunido para celebrar la Pascua. De nuevo nos hará oír sus consoladoras pala­bras: vosotros sois mis amigos. Vosotros sois aquellos que he elegido para ser pastores de mi pueblo. Mi vara y mi cayado serán el mejor apoyo y la más fiable de las garantías de vuestra esperanza. Con vosotros estaré todos los días. Sois mis amigos y sacerdotes de mi pueblo.

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