Cardenal Arzobispo de Sevilla, D. Carlos Amigo Vallejo
Sevilla, martes santo 2006
Antes de leerla y proclamarla, el sacerdote, el diácono, tendrán que seguir el ejemplo del profeta (Ez 3, 1-3) y “comerse” la palabra de Dios. Solamente con estas ansias, con este entusiasmo, con este convencimiento se puede anunciar. El pan con el que nos alimentamos es aquel que ofrecemos.
Nuestro plan pastoral diocesano se propone, de una manera particular, y para este año, fijar su atención en el sacerdote como presidente, animador y acompañante de la comunidad parroquial. Quien preside ha de hacerlo con solicitud (Rom 12, 8). El que anima y exhorta tendrá que realizar su trabajo con paciencia y doctrina (2 Tim 4, 2), y el que acompaña y hace oficio de pastor, que no se canse y persevere en el trabajo hasta lograr que “lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios (Ef 4, 13).
1. Lo bueno es estar junto a Dios (Sal 73, 28)
El sacerdote preside la celebración de los misterios del Señor. Y sirve en el amor de Cristo a sus hermanos, para que todos se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tim 2, 4). Por tanto, si el que preside en la Iglesia ha de ser el servidor de la verdad, ¿qué duda puede caber que acercar los hombres a Jesucristo es la primera y más importante de nuestras ocupaciones? A veces, nos empeñamos en buscar lo que ya tenemos y hemos encontrado. Para nosotros, fuera de Jesucristo no hay otro camino, ni otra meta a conseguir, ni otro trabajo mejor que realizar. La identidad y razón de la existencia sacerdotal no puede tener otra explicación que esta unión con Cristo. Solamente en la luz de Jesucristo se puede ver todo lo demás. Si falta esa luz, caminaremos entre el desconcierto, la incertidumbre, la incomodidad de la duda, la tristeza y desesperanza que produce la oscuridad.
Hermosas son estas palabras de San Ber-nardo: “¿Qué mucho les sea común a todos los cristianos el ayuno de Cristo? ¿Qué mucho que sigan a su cabeza los miembros? Si hemos recibido de esta cabeza los bienes, por qué no sufriremos también los males? ¿Queremos acaso no sentir lo triste y participar sólo de lo gustoso? Si así fuera, daríamos pruebas de que éramos indignos de participar cosa alguna de esta cabeza. Todo cuanto ella padece, por nosotros lo padece. Si en la obra de nuestra salvación nos da pena trabajar con Él, ¿en qué otra cosa podremos mostrarnos coadjutores suyos? No es cosa muy grande que ayune con Cristo el que se ha de sentar un día a la mesa del Padre con Él. No es cosa grande que el miembro padezca juntamente con la cabeza, con la cual ha de ser glorificado. Dichoso miembro el que vive junto en todo con esta cabeza y la sigue a donde quiera que vaya” (En el principio del ayuno).
Para mí, puede decir el sacerdote con el salmista, lo bueno es estar junto Dios (Sal 73, 28). Que su palabra sea como fuego ardiente prendido en mis huesos (Jr 20,9). Y si todas las obras de Dios son buenas y cumplen su función a su tiempo, el sacerdote habrá de mantenerse en fidelidad, para que en la caridad pastoral refleje siempre la bondadosa misericordia de Dios, que cuida de su pueblo y envía el Espíritu para poder anunciar el año de gracia a los más desfavorecidos, para que nadie quede excluido de la oración del sacerdote, para que su caridad pastoral llegue a todos.
Programa pastoral admirable es éste, pero no habrá que olvidarse que en el evangelizador abundarán los sufrimientos de Cristo (2 Cor 1, 5), que han de soportarse ayudados por la fuerza de Dios (2 Tim 1, 8). Pero, con frecuencia, queridos hermanos, más que aceptar los sufrimientos que puede acarrear el vivir y predicar el evangelio, buscamos la manera de evadirnos de esa cruz, con pretextos y excusas para no implicarnos y comprometernos en una decidida y valiente entrega a Jesucristo y a su Iglesia.
Benedicto XVI nos lo ha recordado: la Iglesia tiene que mostrar su cara original, sin complejos ni arrogancias, pues la Iglesia no es de ella, ni para ella. Es de Cristo y habla de Cristo. Una Iglesia que mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Una Iglesia que no vive tanto para adaptarse al mundo sino para evangelizar
2. Gozaré haciendo el bien (Jr 32, 41)
El sacerdote preside y sirve a sus hermanos. Pero también ha de ser levadura y fermento que estimule y fortalezca la vida cristiana de
Esa seguridad en Dios es la que lleva al sacerdote a buscar a su hermano y servirle en unos momentos en los que tanto aliento espiritual necesita. El corazón tiene que dar un vuelco y conmoverse las entrañas, según palabras del profeta Oseas (Os 11, 8), al contemplar, tanto vacío de Dios y, al mismo tiempo, no pocas ganas de acercarse al Señor. El fuego de la caridad sacerdotal, la obligación de evangelizar, ha de llevarle al ejercicio de ese oficio tan sacerdotal de reconciliador entre Dios y el hombre
¡Tu gracia vale más que la vida! (Sal 62, 2). Y sin esa presencia de Dios, la misma existencia carece de sentido y horizonte. Como lo ha dicho Benedicto XVI: sólo el anuncio radical de Cristo puede responder a los grandes problemas de la humanidad (A los sacerdotes. Aosta 25-7-05).
Si nuestro Señor es un Dios compasivo y misericordioso, oirá los gemidos de su pueblo y enviará profetas y evangelizadores que hagan conocer la bondad y providencia del Señor. Por tanto, el sacerdote debe vivir en el convencimiento de que Dios le necesita y por eso le ha buscado y dado la gracia del ministerio sacramental.
Que las dificultades son muchas, que se busca otra luz que no es precisamente la de
3. Daré pastores a mi pueblo (Jr 3, 15)
Servidor de la palabra y de la caridad, animador de la esperanza y cuidador del pueblo de Dios. Es que el Señor ha querido dar a su Iglesia unos ministros, elegidos y consagrados, que realicen el oficio de pastor. Y que lo hagan con tal ejemplaridad y dedicación que todos puedan ver en ellos la viva imagen del buen Pastor Jesucristo.
El sacerdote, como pastor solícito, pone su corazón y sus manos cerca de aquellos que pueden estar más heridos por la injusticia, la exclusión, la desesperanza, la falta de fe, el pecado… El pastor que cuida el rebaño de Jesucristo, no sólo se pone al frente y en primera línea de un compromiso evangélico, sino que intenta meterse en las mismas heridas de aquellos a los que debe servir, para poner en ellas el bálsamo de la misericordia, para que no se infecten con el odio o
Escuchemos a San Juan de Ávila: “Lo que tras esto habéis de sacar de la meditación de la sacra pasión, para que poco a poco vais subiendo de lo bajo a lo alto, ha de ser medicinar las llagas de vuestras pasiones con la medicina de la pasión del Señor…Lo experimentaba San Agustín, y decía: “Cuando algún feo pensamiento me combate, voyme a las llagas de Cristo. Cuando el diablo me pone asechanzas, huyo a las entrañas de misericordia de mi Señor, y vase el demonio de mí. Si el ardor deshonesto mueve mis miembros, es apagado con acordarme de las llagas de mi Señor, el Hijo de Dios. Y en todas mis adversidades no hallé remedio tan eficaz como las llagas de Cristo; en aquellas duermo seguro, y descanso sin miedo”.
Como buen pastor, el sacerdote aprenderá a llevar la pesada cruz de la enfermedad, de la pobreza, de la soledad, de la falta de esperanza que tienen que soportar los más débiles, y recordar las palabras de Juan Pablo II al decir que la cruz es como “un toque del amor eterno de Dios sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre” (DM 8).
Así lo bueno es estar junto Dios (Sal 73, 27), no olvidarse nunca que la bondad de Dios se refleja sobre todo en su misericordia, que es la expresión más viva de un Dios que es amor. Deus caritas est (1 Jn 4, 13). En el corazón del sacerdote se ha derramado, de la forma más generosa, la misericordia de Dios. De esa abundancia tendrá que repartir, sin medida la entrega y la dedicación, a cuantos necesiten de su ministerio. Unos, lo pedirán. A todos hay que ofrecérselo. El oficio de la misericordia no sabe de actitudes interesadas, sino del bien que se puede llevar a quienes han sido redimidos gracias a la sangre de Cristo.
Vosotros sois mi pueblo, dice el Señor. También puede decir el sacerdote a la comunidad que se le ha encomendado: vosotros sois mi heredad. Tengo que cuidarlos como herencia que de Dios he recibido. Cristo me ha dado su tierra para que la cultive y la riegue con la Palabra de Dios. Me ha dado su gracia salvadora, no para que la guarde y la descuide, sino para que la ofrezca en los sacramentos, particularmente el de la reconciliación y el de
Si Jesucristo te ha puesto al frente del pueblo redimido con su sangre, será esa misma gracia redentora la que te acompañará siempre en el ejercicio del ministerio.
4. Sacerdotes y ministros del Señor (Is 61, 8)
Presidente, animador, acompañante y pastor… ¡Siempre sacerdote de Jesucristo! Del sacerdote puede decirse lo mismo que san Agustín afirma del mártir san Vicente: “Él sufría y era el Espíritu quien hablaba” (Sermón 276). Dura y pesada puede ser la cruz del sacerdote cuando llega a la incomprensión, el desafecto, la indiferencia e, incluso, la agresividad hacia su persona y su ministerio. Pero siempre en él ha de “hablar del Espíritu” y manifestar el amor de Cristo que le sostiene.
Tiene que saber y vivir el sacerdote esa existencia escondida con Cristo en Dios (Col 3, 3). Y como a una persona atrapada por el amor de Dios, que es fuego ardiente, al decir del profeta, le quema las entrañas y le hace arder en deseos de evangelizar. La explicación de su vida es Cristo y el evangelio, y sin esa motivación tan radical y santa no encuentra el sacerdote justificación alguna para su identidad, su vocación y su ministerio.
Este amor de Dios Padre, manifestado en Cristo y gracias al don del Espíritu, es señal espléndida que llena de luz del misterio y hace comprender lo sublime de una vida entregada al servicio de
Benedicto XVI, en unos comentarios a los salmos, recuerda que algunas veces aflora la memoria de un pasado angustioso, de amargura, de infelicidad. Pero Dios siempre ha permanecido fiel (Catequesis 25-5-05). En la vida del sacerdote también pueden llegar estos momentos de dificultad, la esperanza “no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en
5. El Señor ha hecho conmigo obras admirables (Lc 1, 49)
Igual que en María, también el Magnificat es como el retrato del alma del sacerdote. Proclama la grandeza del Señor y con ello expresa todo el programa de su vida: “no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces
Y obra admirable es
Jesús ha perpetuado el acto de su entrega mediante la institución de
Ha sido Cristo, una vez más, el que nos ha convocado y reunido para celebrar