D. CARLOS AMIGO, Cardenal Arzobispo de Sevilla – Homilía Celebración Acción de Gracias por elección del Papa Benedicto XVI

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CELEBRACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LA ELECCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI

Homilía del Cardenal Arzobispo de Sevilla D. Carlos Amigo.

Catedral de Sevilla, 30 de abril de 2005.

Bien podía comprende ahora el apóstol Pedro las palabras del libro de la Sabiduría: el que se deja acompañar de Dios no sentirá ni la amargura ni la tristeza (Cf. Sab 8, 16). El discípulo que negara por tres veces, recibe ahora, como reconocimiento a la confesión de fidelidad a Cristo, el encargo y la promesa: tú, Pedro, serás guía y pastor. Sobre ti edificaré la Iglesia (Mt 16, 18). Y Simón Pedro, hoy se llama Benedicto XVI. El es el Sucesor de Pedro, el Pastor y Maestro que cuida y fortalece nuestra fe.

«Al escogerme como obispo de Roma, – decía el nuevo Papa – el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea esa «piedra» en la que todos puedan apoyarse con seguridad», pues «sabe que su deber es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no la propia luz, sino la de Cristo.» (A los Cardenales, 20-4-05).

La Iglesia tiene que ser en el mundo una señal, un sacramento de unidad para todo el género humano (Cf. «Lumen gentium», 1). Por eso, no puede olvidarse la Iglesia, ni sus pastores, de que muchas personas viven en «el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores – dice el papa – se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. (…) La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquél que nos da la vida, y la vida en plenitud» (Homilía en el comienzo del ministerio, 24-4-05).

El Papa no es un héroe, sino un testigo de la fe, que llevando en las manos el Evangelio, quiere aplicarlo al mundo actual, pues «también hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera»(Homilía…).

No es el papado una acumulación de honores, «sino más bien de un servicio que hay que desempeñar con sencillez y disponibilidad, imitando a nuestro Maestro y Señor, que no vino a ser servido sino a servir (Cf. Mateo 20, 28), y que en la Última Cena lavó los pies de los apóstoles pidiéndoles que hicieran los mismo (Cf. Juan 13, 13‑14), (Audiencia a los Cardenales, 22-4-05).

Por eso, ha dicho el Papa que su verdadero programa de gobierno pastoral es «ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia» (…). «Apacienta mis ovejas», dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento» (Homilía…).

Como sucesor de Pedro, el Papa es el que ha recibido las llaves y el timón, para abrir los inagotables arcones de la misericordia de la Iglesia o para cerrar las puertas a lo que no cabe en la casa de la fidelidad a Cristo. Es el timonel que debe guiar la barca que es la Iglesia, no siempre navegando en tiempos favorables, pero nunca abandonada de los vientos del Espíritu.

Si su poder no es de este mundo, como lo dijo Jesús, tampoco lo es el libro que el Papa emplea para dictar las lecciones de su magisterio. En esta cátedra, solamente se imparte la doctrina de la fe, que es aceptación de lo que Dios ha revelado de sí mismo. De una manera especialmente clara e inconfundible lo ha hecho en la vida, en la doctrina y el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo.

Maestro es el Papa de una fe que se hace comportamiento y vida. Por eso, se habla de la fe y de las costumbres. Porque quien mira y acepta Dios, ha de hacer que su comportamiento moral sea coherente con aquello que se acepta como doctrina y que ha de empapar por completo la vida cristiana. El Papa es ese maestro inequívoco, infalible, cuando proclama solemnemente una verdad y una forma de aceptarla y de vivirla.

Juan Pablo II hablara de las dos alas que necesitaba el hombre para poder asentar bien el conocimiento y elevarse hacia la cúspide de la verdad. Se trata de la razón y de la fe. Con el pensar y discurrir se buscan convencimientos lógicos y fundadas verdades que la inteligencia descubre y acepta. Pero cuando la razón ha terminado su discurso y camino, todavía la fe continua en el itinerario de la acercamiento a la verdad. Un pensador, coherente y leal con la ciencia, no puede poner barreras al discurrir del conocimiento, aunque sí deba reconocer que el trabajo de su pensamiento tiene un punto que su investigación no acierta a sobrepasar.

En los carismas, esos «poderes» especiales y espirituales que Dios regala al Papa, está el de confirmar la fe de los creyentes. Es decir, el de hacer que nos sintamos tranquilos y seguros de estar en el buen camino. El Papa, con su magisterio, acerca a la verdad y ayuda a vivir sintiendo la fortaleza que produce la fe en un Dios que es roca de asiento y pastor que guía y cuida del rebaño.

Fue el mismo Juan Pablo II quien dijo que la Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo, respiraba por dos pulmones: el de oriente y el de occidente. Roma es el signo de la unidad, y con el obispo de esa diócesis, la de Pedro, todas las de demás iglesias locales se sienten vinculadas por una tal comunión, que la Iglesia católica universal se llama también romana. Aunque sea única y completa la Iglesia la que vive en Roma, en Corinto, en Bagdad, en Compostela, en Sevilla…

Quiso el Señor Jesús dar esta encomienda y oficio a Pedro: el de apacentar el rebaño. Y el Papa asume este ministerio: el de ser pastor universal de la Iglesia. El que cuida y gobierna con caridad pastoral, magisterio, ley y consejos, que ayudan al crecimiento y buena salud espiritual de todos los que ha sido llamados a formar la Iglesia de Jesucristo.

Estas características del Papa, sucesor de Pedro, maestro de la fe, valedor de la esperanza, obispo de Roma y pastor universal, no solamente no encierran al Pontífice en los límites de la Iglesia, ni mucho menos que los de un Estado Vaticano, sino que su carisma y ministerio se ofrece a todos los hombres y mujeres del mundo, de cualquier religión, o de aquellos que no profesan fe alguna. Buen ejemplo de ello lo tenemos en los últimos papas, que han sido reconocidos como auténticos modelos universales del trabajo por la paz, la unión entre los pueblos, el asentamiento de la justicia…

Fue la misma Iglesia la que lloraba ante el cuerpo muerto de Juan Pablo II y la que exultaba de gozo con el nuevo Papa Benedicto XVI. Una Iglesia libre, viva, joven, que «mira con serenidad al pasado y no tiene miedo del futuro» (Alocución…). Que sabe muy bien que no existe para ella misma, sino que es de Cristo y debe hablar de Cristo y practicar la caridad que de Cristo ha aprendido.

Una Iglesia que no puede claudicar de su fe ante un mundo que parece exigir el tener que adaptarse obligatoriamente a unas estructuras y a unas categorías de pensamiento extrañas a la misma dignidad de la persona. La Iglesia está en el mundo para evangelizar y que, por eso mismo, debe conocer y sentir como propios los problemas, las angustias y las aspiraciones individuales y sociales de los hombres.

Solo con el anuncio de Cristo puede responder la Iglesia a los grandes problemas morales y sociales de nuestro tiempo. Ni tiene otros recursos, ni otra fuerza más que la que recibe de Jesucristo. La Iglesia tiene que ofrecer con valentía la originalidad del evangelio, sin complejos, pero tampoco con arrogancias. Y, por supuesto, sin eludir el sufrimiento a causa de la fidelidad al evangelio. Pero con un profundo y gozoso convencimiento: «Quien cree, nunca está solo» (Homilía…).

«A la Virgen,- dice Benedicto XVI – Madre de Dios, que acompañó con su silenciosa presencia los pasos de la Iglesia naciente y confortó la fe de los apóstoles, encomiendo a todos nosotros así como las expectativas, las esperanzas y las preocupaciones de toda la comunidad de los cristianos. Os invito a caminar con docilidad y obediencia a la voz de su Hijo divino, nuestro Señor Jesucristo, bajo la maternal protección de María, «Mater Ecclesiae». Invocando su constante asistencia, imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros y a cuantos la Providencia divina confía a vuestras atenciones pastorales.» (Audiencia…)

«Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida» (Homilía…). Y nada mejor para encontrar a Cristo que acudir a la Eucaristía, que hoy celebramos en acción de gracias a Dios por habernos dado un nuevo sucesor del apóstol Pedro.

«¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén.» (Homilía…).

Sevilla, 30 de abril de 2005

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