
Hasta bien entrado el siglo XX, la Catedral, en buena medida, fue una pequeña ciudad donde moraban clérigos y laicos adscritos al servicio del templo.
Es bien sabido cómo el organero Julián de la Orden y, un siglo después, el gran músico y organista Eduardo Ocón y Rivas obtuvieron permiso del Cabildo para vivir en la misma iglesia madre. A uno y otro, curiosamente, les movió el mismo deseo: estar cerca de los instrumentos que llegaron a ser referentes para sus almas de artistas. Ambos vivieron en las habitaciones de la torre, hoy ocupada por las instalaciones del Archivo Histórico, entre otras razones porque aceptaron detentar el cargo de campaneros de la Catedral.
Lo que es menos conocido es que, en uno de los habitáculos de los cubillos correspondientes a la portada de las Cadenas, estuvo aposentado un tiempo Emilio, hermano de Eduardo y reputado pintor especializado en marinas. El hecho de que se especializara en la restauración de vidrieras debió de ser el motivo de que viviera o dispusiera taller en la referida dependencia, en cuya terraza inmediata grabó en gran tamaño y con maestría su apellido: Ocón.
Lamentablemente, por ignorancia, tan primoroso grafitti quedó enfoscado hace unos años. Lo que sí permanece es el vuelo de golondrinas que pintó en la cúpula del cubillo catedralicio, motivo muy en boga en las decoraciones de interiores en el siglo XIX y que pone una candorosa nota de color en estas estancias de piedra vista. Allí donde quienes tenían el privilegio de vivir acuñaron un dicho que decía: «Felices estamos de vivir cerca del santo cielo y lejos del mísero suelo».