Tres años del Papa Benedicto XVI

Carta del Obispo de Málaga, D. Antonio Dorado Soto. Uno de los pensadores más cultos y agudos del siglo XIX, el profesor de Oxford J.H. Newman, en su anhelo por encontrar la verdad, inició con un grupo de compañeros un estudio de la fe que profesaba. Pronto se dio cuenta de que la Iglesia necesita una especie de “árbitro” para salvar la comunión en la misma fe, cuando surgen conflictos en el seno de la comunidad cristiana.

Esta convicción ganó terreno en su portentosa inteligencia a medida que estudiaba la historia del dogma durante los primeros siglos del cristianismo, y le llevó finalmente a convertirse y a formar parte de la Iglesia Católica.

En medio de una cultura que fomenta el individualismo, por el que cada uno compone su propio “Credo” y elige unos principios morales “a la carta”, es más necesario que nunca insistir en la comunión eclesial. Los católicos no sólo formamos parte de la misma Iglesia, sino que compartimos la misma fe que hemos recibido de los Apóstoles, y nos guiamos por los mismos principios éticos. Si surgen disensiones más allá de una pluralidad legítima, tenemos en el Concilio, presidido y aprobado por el Papa, la garantía de permanecer en la verdad. También tenemos esta garantía en el Papa, la persona que Dios ha designado y a la que asiste el Espíritu Santo, para que no nos alejemos del Evangelio, de la fe apostólica de siempre.

En este momento, esa persona está encarnada por Benedicto XVI, que fue elegido el 19 de abril del año 2005, tras la muer te de Juan Pablo II. Su rica personalidad, su sencillez evangélica y la profundidad de sus palabras se han ganado el corazón de los católicos y el respeto de numerosas personas no católicas. Alguien ha dicho, y somos muchos los que hoy compartimos su visión, que Benedicto XVI tiene el don especial de la palabra.

Una palabra siempre fiel al Evangelio, y presentada con tal atractivo que suena novedosa y actualizada. Sus catequesis tienen la rara habilidad de que las pueden comprender también los cristianos de a pie, al mismo tiempo resultan jugosas para los que tienen una preparación teológica seria. Sin descuidar el rigor intelectual, llegan a ese punto del espíritu en el que resuena la voz de Dios y se convierten en plegaria.

Como hombre de este tiempo, lejos de temer a la inteligencia, alienta a los cristianos a dar razón de su esperanza y a profundizar en la fe que profesan, siempre en diálogo con los hallazgos de las ciencias y con su proyección sobre la existencia humana. Sabe que la verdad nos hace libres y que los nuevos descubrimientos, lejos de eclipsar a Dios, desvelan pálidamente la grandeza del Misterio que lo sustenta todo.

Pero es consciente de que ningún avance humano puede sustituir jamás a la Palabra de Dios tal como ha sido recibida y presentada por la Iglesia. Quienes nada saben de la Revelación divina, que culmina en Jesucristo, desearían que la Iglesia abandonara su fe y su moral para sustituirlas por opiniones inconsistentes y por pseudo valores que cuentan con el aplauso de la cultura oficial. Y cuando ven que Benedicto XVI se mantiene f irme en la fe apostólica, dicen que no está a la altura de los tiempos y que es un hombre del pasado. En cierta medida, tienen razón: es un hombre del pasado, como lo es Jesucristo; pero de un pasado fecundo y lleno de actualidad, que ha dado a la Iglesia y al mundo figuras tan espléndidas y benefactoras como san Juan Bosco, santa Ángela de la Cruz, san Juan de Dios, santa Teresa Benedicta y Madre Teresa de Calcuta.

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