Homilía del Obispo de Málaga, Mons. Jesús Catalá Ibáñez, en el Seminario, el 7 mayo 2015.
Lecturas: 1 Co 12, 13; Jn 15, 9-11.
1. En esta jornada sacerdotal el Señor Jesús nos invita a seguir unidos a Él, permaneciendo en su amor: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).
Lo que une es el amor de Dios; lo que hace iguales es el amor; lo que fusiona los corazones es el amor; lo que crea fraternidad es el amor; no son nuestros sentimientos. San Pablo, en la lectura breve de la «Hora Tertia», nos ha dicho: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (1 Co 12, 13)
Los presbiterios necesitan una gran dosis de amor, participado del amor de Dios; también nuestro presbiterio necesita el amor de Dios, como los pulmones necesitan el aire para respirar.
Hablamos mucho de fraternidad sacerdotal, de amistad entre sacerdotes, de compañerismo, de ayuda mutua; pero nos falta tal vez una gran dosis de comprensión, de saber aceptar al hermano, de capacidad de acogida y de perdón.
La condición para permanecer en el amor de Dios es conocer su voluntad y cumplirla: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15, 10) –dice el Señor–. El mismo Jesús se pone como modelo nuestro: «Lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
2. San Juan de Ávila, maestro de espiritualidad sacerdotal, en su Tratado del sacerdocio y en sus Tratados de reforma o memoriales a los concilios, recuerda la importancia de la formación, de la oración y de las obligaciones pastorales de los sacerdotes.
En esta festividad de san Juan de Ávila acogemos hoy a tres seminaristas, Daniel, Fernando y Fran, mediante el Rito de Admisión al sacerdocio. En la época de Juan de Ávila los colegios o seminarios nacientes son presbiterios en gestación, que ponen la primera piedra del proceso formativo como camino hacia la ordenación. Hoy acogemos a unos seminaristas y los admitimos para la ordenación sacerdotal; pero no van a recibir el orden sacerdotal o algún ministerio.
Seminario y presbiterio se necesitan y se ayudan mutuamente. El seminarista se prepara para formar parte del presbiterio, en un proceso de continuidad. Lógicamente la pertenencia al presbiterio y su integración tiene una modalidad distinta a la pertenencia al seminario.
3. El magisterio de la Iglesia anima a la formación permanente y a una cierta vida común de los presbíteros (cf. Concilio Vaticano II, Christus Dominus, 30; Presbyterorum ordinis, 8; Código de Derecho Canónico, c. 550, § 2; Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 74; 81). En el seminario hay una cierta vida común; pero esta experiencia puede quedar congelada, si después el sacerdote antepone su autonomía y su independencia, no solo en lo personal, sino también en lo pastoral.
¡Queridos seminaristas, vivid vuestra formación y preparación al sacerdocio como respuesta fiel a la llamada del Señor! ¡Queridos sacerdotes, acoged como verdaderos hermanos a los nuevos miembros, que se vayan integrando en el presbiterio! Y dejad que lo renueven como savia nueva. Es como una simbiosis: el presbiterio es como el vino añejo, que acoge el vino nuevo y lo va transformando. Pero el vino nuevo también aporta novedad y renovación al presbiterio. No podemos prescindir ni del uno ni del otro; ni de lo nuevo, porque el Espíritu renueva, ni de lo añejo, porque es bueno y tiene calidad y solera.
4. Además del ambiente fraterno, el Señor nos habla de la alegría como fruto de la presencia del Resucitado y expresión de la fraternidad: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15, 11). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21).
El sacerdote, que vive con gozo su ministerio, es reflejo de la alegría que nos ofrece Jesucristo; y su ministerio es estímulo para nuevas vocaciones.
Los jóvenes necesitan modelos de creyentes alegres. El papa Francisco nos invita constantemente a la alegría; la exhortación Evangelii gaudium es una buena muestra de ello.
Jesús promete a sus discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16, 20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16, 22). Estamos en tiempo pascual, recordando que el Resucitado transmite la alegría a quien le encuentra; los discípulos al verle «se alegraron» (Jn 20, 20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que por donde pasaban los discípulos había «una gran alegría» (8, 8).
El sacerdote que vive la Resurrección del Señor, transmite la alegría por donde pasa; y si no la transmite, es que no vive la presencia del Resucitado.
5. En este Año Teresiano recordamos con afecto a Santa Teresa de Jesús, maestra de oración. Ella nos dice desde su experiencia: «Por no estar arrimada a esta fuerte columna de la oración, pasé este mar tempestuoso casi veinte años, con estas caídas y con levantarme y mal —pues tornaba a caer— y en vida tan baja de perfección, (…) pues no me apartaba de los peligros. Sé decir que es una de las vidas penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las aficiones del mundo me des¬asosegaban. Ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuánto más tantos años» (Vida 8, 2).
La Santa nos anima a no perder el tiempo alternando entre los contentos del mundo y los gozos de Dios. Parece que, a veces, los sacerdotes nadamos entre uno y otro. La Santa nos anima a definirnos ya de una vez por todas: dejar los contentos del mundo y vivir las alegrías de Dios.
Todos recordamos la definición que Teresa ofrece sobre la oración: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5).
«No son menester fuerzas corporales para ella (la oración), sino solo amar y costumbre; que el Señor da siempre oportunidad, si queremos» (Vida 7, 12).
6. Teresa de Jesús hablando de los sacerdotes entiende lo difícil que es vivir en el mundo sin ser del mundo: «Han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres y estar en los palacios y aun hacer¬se algunas veces con ellos en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías –les dice a sus monjas–, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo y hacerse, como he dicho, a la conversación del mundo, y ser en lo interior extraños del mundo y enemigos del mun¬do y estar como quien está en destierro y, en fin, no ser hombres, sino ángeles? (Estas palabras suenan a textos de san Juan de Ávila) Porque a no ser esto así, ni merecen nombre de capi¬tanes, ni permita el Señor salgan de sus celdas, que más daño harán que provecho» (Camino 3, 3).
Demos gracias a Dios haber sido llamados al ministerio sacerdotal; y pidamos por estos jóvenes, llamados también por el Señor a ejercer el mismo sacerdocio. ¡Que sepamos formar un presbiterio unido y fraterno, sabiendo acoger a quien llega como savia nueva!
Pedimos a la Santísima Virgen de la Victoria, nuestra Patrona, que nos proteja con su maternal intercesión y nos acompañe en nuestro ministerio.
Y pedimos también la intercesión de santa Teresa de Jesús y de san Juan de Ávila, nuestro Patrono en el ministerio. ¡Que ambos nos ayuden en la fidelidad y en la alegría de servir en el ministerio al que el Señor nos ha llamado! Amén.